Desde Barcelona
UNO Nada se pierde, todo se transforma. Y lo que no se transforma se reencuentra con sus efectos intactos pero con su signo cambiado. El caso de la dietilamida de ácido lisérgico más y mejor conocida como LSD. Sustancia obtenida a partir de la ergolina y perteneciente a la familia de las triptaminas. “Molécula frágil” sintetizada por primera vez en 1938 por la farmacéutica suiza Sandoz, adoptada por la CIA para “controlar mentes” una década después, y popularizada por acuarianos en los sixties para liberar esas mentes controladas. La llave que abría las puertas de la percepción y los ventanales de la psicodelia solidificando alucinaciones de sabores surtidos contribuyendo a la disolución del ego e invitando a un viaje de entre ocho y doce horas y buena suerte para todos.
Rodríguez lo probó una única vez, hace mucho tiempo, y todavía se acuerda, todavía no se olvida.
DOS Y ya se sabe: “Lucy in the Sky with Diamonds” y John Lennon asegurando que lo de las iniciales del título de las canción fue por casualidad y todo salió de un dibujo de su hijito Julian (Rodríguez nunca creyó del todo tan infantil y jardinera explicación) y “Doctor Robert” y Paul McCartney admitiendo su uso a la prensa y escandalizando a los lectores. Y los “acid tests” en los conciertos interminables de Grateful Dead de una San Francisco cada vez más non sancta y el miedo y el asco de Hunter S. Thompson en Las Vegas. Y el diamante enloquecido con cerebro frito Syd “Pink Floyd” Barrett. Y el terminal y desconcertante Charles Manson pintando las paredes con sangre tipo “Helter Skelter” negativo. Y todas esas películas de bajo presupuesto y alta potencia. Pero, antes, Aldous Huxley y Cary Grant y después Steve Jobs y Bill Gates y –en estos días dorados– buena parte de su descendencia levitando mentalmente en sus ratos libres por las calles más exclusivas de Silicon Valley. Y ahora, de pronto, el LSD como sustancia benéfica de moda y colorida solución a casi todos los negros y grises problemas de este mundo. Y de eso va y viene un libro que salió ya hace unos meses y pero que Rodríguez recién lee ahora. Un libro que –como todos los libros, pero éste muy en especial– se abre igual que una puerta.
TRES El libro –considerado uno de los diez mejores del 2018 por The New York Times– se titula Cómo cambiar tu mente (Debate) y se subtitula “Lo que la nueva ciencia de la psicodelia no enseña sobre la conciencia, la muerte, la adicción, la depresión y la trascendencia”. Y está firmado por el escritor Michael Pollan: activista y gastrónomo-vegetal y best-seller y –según el mismo NYT– “hombre preocupado por los dilemas morales de la vida cotidiana”. Y aquí Pollan viaja mucho. El ticket to ride es la sustancia ya mencionada o el veneno cristalizado de una determinada especie de sapo habitante del desierto de Sonora y –por las dudas– una nota del editor advierte que el libro no tiene intención alguna de alentar al lector a romper más de una ley. Pero, aún así, lo que más o menos se insinúa es que una dosis de LSD en un cuadradito de papel secante con dibujito es menos nociva que un Big Mac. Y que la sustancia en cuestión –bien controlada, más profesional que recreacional– puede resultar de gran ayuda en terapias varias. No de la manera un tanto improvisada y algo irresponsable de hace décadas atrás causante de tanto “bad trip” sino para intentar recuperar ese estadio de sabiduría natural del que se disfruta cuando se es bebé y niño aún no formateado por sistemas educativos varios y, al otro extremo de la travesía, contribuir a un mejor y más armónico pasaje rumbo al Más Allá. Entre uno y otro punto, también, acceder periódicamente a ese nirvana esquivo al que sólo algunos pueden más o menos espiar por el ojo de la cerradura. El LSD como, sí, el mejor remedio posible para melancólicos de mediana y gran edad y –como concluyó en su momento el crítico del libro de Pollan en el NYT– convencerte de que perder la cordura es casi la cosa más sana que le puede pasar en la vida a casi cualquier persona.
Casi.
CUATRO Y para seguir en tema, Rodríguez se compró la nueva novela de T. C. Boyle, ese ficcionalista norteamericano especializado en la novelización de connacionales atípico como John Harvey “Corn Flakes” Kellogg, Stanley McCormick, Alfred Kinsey, Frank Lloyd Wright y algún otro. Ahora –en Outside Looking In– es el turno del gran profeta y evangelista del LSD Timothy Leary a quien Michael Pollan acusa directamente de ser uno de los culpables de la satanización del ácido por uso irresponsable y autopromocional. Y Boyle aquí saca la lengua y traga y lo que vomita es la gran paradoja apenas subliminal e inconsciente en todo el asunto: probablemente no haya ambición más egocéntrica que la de suprimir el ego.
La novela –como todas las de Boyle– es muy buena. Y descubre y enseña muchas cosas y resulta mucho más provechosa que su posible transmutación a droga en forma de serie de HBO o película o documental de Netflix. Y se concentra en la aplicación del LSD como liberador sexual en una sociedad reprimida durante los primeros días del asunto y antes de que este fuese absorbido y metabolizado por todos esos jóvenes girando como derviches sin cinturón de seguridad a bordo del Jefferson Airplane. Y –marca de la casa– Boyle inventa a una joven pareja de aprendices como testigos cronistas de las desorbitadas órbitas de los increíbles pero verdaderos quienes, de algún modo, los inician para terminar acabando con ellos y con la estabilidad de sus vidas.
Y, claro, era inevitable –The New York Times otra vez– alguien pensó que era una buena idea juntar a Boyle con Pollan para intercambiar experiencias sumando a Ayelet Waldman, autora de la memoir llamada A Really Good Day donde cuenta como el LSD salvó o mejoró (es lo mismo) su matrimonio.
Y la mezcla resulta tan interesante como graciosa: Boyle se drogó mucho durante su juventud nada más y nada menos que para “pasarla muy bien” (y nunca conseguirlo); mientras que Pollan y Ayelet son neo-conversos de la aplicación reflexiva y práctica. Uno y otros, sin embargo, coinciden en algo: hay que tener mucho pero mucho cuidado con el iluminado que no le dice a nadie que puso “algo” en el café para “mejorar las vibraciones” en la oficina y con los shamanes a la caza de “incautos cada vez más necesitados de algo un poco más intenso de lo que les ofrece su vida on-line”. Y, sobre todo, con la sacerdotiza de sí misma Gwyneth Paltrow.
CINCO Lo de Rodríguez fue una vez y hace mucho pero todavía tiene flashbacks. Fue en Almería y Rodríguez lo recuerda como si fuese ayer o será mañana. Vagando con unos amigos por el desierto de Tabernas, en Almería. Líquido y blando y CinemaScope y de pronto sintiendo que estaba en el medio de una película que ahora no se acuerda muy bien si era El imperio del sol o Indiana Jones y la Última Cruzada. Se acuerda, sí, de Steven Spielberg –quien andaba filmando por ahí– aullándole que saliese de cuadro y preguntándole a los gritos si estaba drogado o si se había vuelto loco. Y de que él le respondió “Tomorrow Never Knows”.