Una voz del otro lado del teléfono dice que todavía no se había levantado. Que el día anterior se había caído y le dolía una pierna. “Pero no te preocupes. Ahora estamos y lo importante es que estamos. Del pasado olvidáte”. Al momento de la charla, faltan unos días para que (en el marco de la celebración del Mes de los Museos que organiza la Secretaría de Cultura de la Ciudad) el Museo del Cine inaugure una sala con su nombre, y dice que eso “es muy grato, porque viste que siempre se hacen los homenajes después de que uno se muere”. Unos días después, en la presentación de la sala, dirá que agradece el reconocimiento, que su madre y Armando Bo , donde estuvieran, seguramente estarían contentos y eso la hacía sentir bien. “Ya soy una pieza de museo. Pero yo no soy ninguna reina del cine argentino. Yo soy la Coca ”. Claro que para eso falta.
En este momento, Isabel Sarli es la señora que acaba de despertarse y pide un café con algo de azúcar mientras enumera una a una las veces que tuvo que subir a un avión para recibir distinciones en lugares como España, Francia, o México; que sabe a la perfección en qué épocas qué canales de televisión emitieron sus películas y cuál fue la promoción más simpática; que todavía parece ver como una exageración, por ejemplo, que la televisión francesa haya contratado a Edgardo Cozarinski para que hiciera un documental sobre ella. Y entonces, Isabel habla con extrañamiento, como si la secretaria que se convirtió en Miss Argentina con la sola obsesión de ayudar económicamente a su madre (eran tan pobres, contó alguna vez, que ella soñaba con paredes empapeladas de fiambre, un manjar que la realidad le concedía pocas veces) nunca hubiera dado ese paso que le cambió la vida para siempre. Como si esta semana no se hubiera cumplido un nuevo aniversario de la fecha en que el público argentino pudo ver por primera vez un film erótico nacional con un desnudo completo, el suyo. Como si no hubiera pasado un poco más desde que Armando Bo (su amor, el hombre por el que “hubiera dado mi alma al diablo” para evitarle la muerte, “fui su producto”) rodara esa famosa escena del baño en medio de la selva aprovechando el desconocimiento de técnicas cinematográficas de ella.
–Ya son 43 años desde que se estrena El trueno entre las hojas. Y es un suceso y es un escándalo. Salgo en Time, en Life, en los diarios americanos, se arman grandes colas de argentinos para ver la película. En Estados Unidos, decían que era la explotación del hombre por el hombre, porque es el libro de Roa Bastos, el gran escritor paraguayo. Pero ellos decían todo eso por el desnudo, qué sé yo, todo un escándalo. Y ahí, muchas de las mujeres que pasaban se hacían la señal de la cruz, “no puede ser, no puede ser esto”, decían todas. En esa época, yo iba a la pileta de Gimnasia y Esgrima, esa grande, por donde pasa el tren, hermosa. Bueno,supongo que todavía estará. Pero dejé de ir, porque, claro, se había estrenado El trueno... y todos se la pasaban hablando, preguntándome cómo hice el desnudo, que porqué lo hice, que porqué sí, que porqué no, cada uno era un periodista. Por eso, en el ‘60 me cambié para acá (la casa de Martínez en la que convivió con su madre y donde supo albergar más de cien animales de toda laya): yo, más que una casa, quería tener una pileta propia, para no ir más al club. Y ya hace 41 años que vivo acá, toda una vida. ¿Qué más, querida? Preguntáme lo que quieras.
–Muchas veces usted dijo que no se pensó ni se sintió un símbolo sexual.
–No, no. Yo, la Coca en casa y nada más. Además, mi mamá nunca me dio importancia. Más bien me retó.
–¿Siempre lo hizo?
–¿Mamá? Uh, no le gustaba. Decía: “Cooooooca, dejá el cine, venite conmigo, un día te vas a arrepentir”, y así. Ella era muy celosa, por eso. Y yo viajaba mucho, iba por el mundo filmando películas. Porque filmamos muchísimo en el exterior también, en Venezuela, en México, en Sudáfrica, en Uruguay, en Brasil, en Paraguay, en todos lados.
–Algo que se conoce poco es que usted se encargaba de asuntos de producción en sus películas.
–Hacía todo lo que podía, sí, sí, la producción me encanta. Y en una época quería hacer programas para chicos, pero, viste, son esas cosas que uno dice y después quedan en la nada. Pero sí, Armando manejaba todo lo artístico y yo hacía todo lo que era pagar a la gente, hacer los contratos, hablar con distribuidores extranjeros. ¿Eso es poco conocido, decís? Claro, porque cuando Armando falleció, yo ya no quería hacer más nada. Me quería morir. Vos sos muy jovencita... sí, claro, ya sé, uno no vivió en la época de Napoleón y sabe de Napoleón. Pero te quiero decir que fui yo, que no quería saber de nada. Había perdido a mi mamá y a Armando, quería morirme. Después salí adelante con todo, me pasó con lo de la cabeza...
“Lo de la cabeza” fue el tumor que, nueve años atrás, la tuvo “a la muerte”, el mismo que generó un súbito y espontáneo fervor popular por ella, que se tradujo en plegarias y oraciones por su salud y en la ayuda del por entonces presidente Carlos Menem. Las crónicas de ese momento daban cuenta de una Isabel Sarli entrando al hospital del brazo de Martín, uno de sus dos hijos adoptivos, de su amiga Juanita Martínez jurándole y perjurándole que, para la operación, no iban a cortarle todo el cabello, de un cirujano, el ex Secretario de Ciencia y Técnica Raúl Matera, cumpliendo ese pedido. Y, claro, de una voluntad capaz de superar un estado de coma en apenas dos días. Algunas de esas crónicas, además, mostraban grupos considerables de mujeres, algunas de ellas cercanas a los 60 años, rezando el rosario en la puerta de la clínica.
–Por ahí, esas mujeres eran las mismas que años atrás me hubiesen criticado. Pero es así: en todo se evoluciona en la vida. Matera me llevó a la Bazterrica, y allí, yo esto no lo viví, pero me emocioné cuando después me han mostrado, la gente había hecho una procesión alrededor de la clínica con la Virgen de la Rosa Mística. Y me dijo Matera “ay, en 50 años de profesión, nunca vi que por un paciente hagan cosas semejantes, Isabelita”. Y yo tengo acá, en el respaldar de mi cama, que es de esterilla, como 30 rosarios colgados. Están todos allí, porque la gente me los daba entonces para que me cure, para que tenga fe, para esto, para lo otro.
Las paredes de la casa que, aseguran, es inmensa, conservan instantáneas de sus años de rodaje, de ella y Bo, de su madre, de amigos presentes y no tanto como Mirtha Legrand, o José Marrone. Una cajita contenía la colilla del último cigarro que había fumado Armando en su casa. Al menos hasta hace algunos años, del perchero de la puerta de entrada todavía colgaban un saco de su madre y otro de Armando. Pero las palabras de la Coca ya no destilan la melancolía de hace algún tiempo. Ahora, recordar parece darle más satisfacción que tristeza por lo pasado, y las anécdotas no faltan.
–¿Vos viste alguna película aparte de El trueno...?
–Carne.
–Ah, muy violenta ésa. ¿Vos sabés que es una historia real? El dueño del frigorífico, amigo de él, fue el que le contó la historia, y la de Fiebre también. ¿Viste que es tan brutal? Bueno, cuando él conoció al dueño del haras de Pergamino, le preguntó “¿acá pasó alguna historia?, y entonces le empezó a contar que la hija de un administrador que habían tenido se excitaba con los caballos. Entonces, de ahí sacó todo Armando. Siempre tenía algo que le inspiraba. Y Favela... Ahora no permiten más filmar en las favelas, después de que lo hicimos nosotros lo quiso hacer Sara Montiel, que quería hacer Samba en Brasil, y no se lo permitieron, lo tuvo que hacer en decorados. Es bravo, eh, andar en una favela.
–¿Ustedes la filmaron con permiso oficial?
–Con permiso de la gente del morro. Antes de filmar, fuimos a una macumba, el asistente de Armando se hizo amigo de la sacerdotisa del morro. Y todas esas cosas influyeron, nos ganamos su confianza.
–¿Usted participaba de esas negociaciones?
–Yo siempre me he llevado bien con todos, mirá. Yo no he hecho escándalo. El único escándalo que yo hice fue pegarle una cachetada a un cura. ¿Sabías eso? Alrededor del ‘74, ‘75, el Instituto de Cine hacía una fiesta en un lugar en la calle Parera, casi Quintana, un lugar de las tres armas, los militares, los marinos y la aviación. Entonces, Armando me dice “vamos a tener que ir, tenemos que hacer buena letra, Coca”. Vamos. Entonces, un amigo me dice “usted está triste, Isabel, venga que le voy a presentar al padre Zaffaroni que le va a dar consuelo por la muerte de su madre”. Bueno, me acerqué. Yo tenía un vestido muy lindo, soirée, con escote, y una estola de zorro blanca. Me acerco y me dice, con el dedo, por poco me lo mete entre las tetas: “¡Mire cómo anda! ¡No tendrá perdón de Dios!”. Me enceguecí, le di una cachetada a mano abierta y cayó sobre todos los sandwiches y las masitas. Para atrás cayó, qué te parece. Pero lo merecía, porque si no quiere ver un escote un cura para qué anda en una reunión así, de farándula, una reunión nocturna. El hizo eso porque estaba juzgándome por lo que yo había hecho en mi vida. Fue un escándalo, un lío total, porque en esa época él tenía la misa en Canal 11. Después, cuando yo caí enferma de la cabeza, me mandó una tarjetita... se ve que me había perdonado.
“Por su nefasta influencia sobre el Pueblo Argentino y su accionar inmoral, obsceno, disolvente y promarxista, que ataca las bases occidentales y cristianas de nuestra sociedad”. La carta que la Asociación Argentina de Actores recibió en la primavera de 1974 no dejaba dudas: en un plazo de 72 horas, la Triple A procedería a ejecutar “en el lugar en que se los encuentre, siguiendo la depuración iniciada” a once de sus integrantes, entre los que se contaban Juan Carlos Gené, David Stivel, Susana Giménez, Daniel Tinayre, Isabel Sarli y Armando Bo.
–Claro, claro, que fuimos perseguidos. También estaban Ayala, Olivera por La Patagonia rebelde, y bueno, nosotros por los desnudos. Era una época tremenda. No me acuerdo ahora el nombre del comisario, pero él me dijo “Isabelita, no tenga miedo, yo voy a mandarle gente que la cuide”. Y tuve tres soldados: uno en la puerta, otro en el jardín y otro adentro de la casa. Eso fue una semana, porque justo habíamos planeado ir a un estreno en Caracas, y cuando llegamos allá nos enteramos de que había explotado un barco en el que estaba este comisario. Horrible, mi hija, era una cosa tremenda. Gracias a Dios, no pasaste nada de esas cosas tristes. Eso ya pasó. Ahora se vive libre en una democracia. Estaremos en crisis, estaremos pobres, pero hay que tener esperanza y un día saldremos adelante. Pero bueno, vos sabés que en general el mundo está malo. Y ahora esta era de sangre que va a tocar, ojalá que no ocurra. Que se dejen de joder con este Bush que habla y ya ataca. Yo no lo tolero, eso que dice “el que no está conmigo está con los terroristas”... parece el cura Zaffaroni. ¿Viste cuando a Aznar le dijo “Andar”? ¿Y “me gusta hablar en españolo”? Me quedo con Clinton y su sonrisa, aunque sea un pícaro.
A cada rato, mezclada con relatos para los que adopta tonos y modismos ajenos en los diálogos, se escucha una risa de niña que cometió una travesura. De tanto en tanto, adopta cierto sesgo dramático, pero cuando lo grave está ahí, justo a punto de dominarlo todo, ella trae una imitación, una réplica, una descripción capaz de cambiar radicalmente ese clima. Hay otra cosa, un algo más allá de todas las historias que rodeaban a la pareja de escandalosos, del propio e intenso perfume del revuelo con cada estreno o aparición pública. De alguna manera, Isabel y Armando parecían ser parientes cercanos, cercanísimos, de Zelig, ése personaje de Woody Allen que, sin saberlo, pretenderlo ni precisamente desearlo, terminaba en el medio de escenas históricas, o rodeado de personajes importantísimos en momentos cercanos a los más importantes de sus vidas.
–Cuando fue elegida Miss Argentina conoció a Perón.
–El encargado de Prensa y Difusión dijo que yo tenía que saludar al Presidente y me llevó, antes de que yo viajara para concursar por Miss Universo. Y él me dijo una cosa muy laudatoria. Paz era el embajador argentino en Estados Unidos, y Perón me dijo “usted vale más que veinte embajadores Paz, porque es embajadora de buena voluntad y de la belleza de la mujer argentina”. Y fue muy amable, muy simpático, todo bien. Era fabu-lo-so, vos no sabés lo comprador que era. Mamá decía de Armando “a éste si habla, no lo llevan preso”. A Perón tampoco. Fantástico era. Acá, no conocí otro así, como él. A Eva no la conocí, pero sabía mucho de ella a través de Paco Jamandreu, mi modisto, que durante 40 años me hizo la ropa (tres de esos trajes están expuestos en este momento en el Museo del Cine). Y también por Armando, porque había trabajado con Eva, y también habían trabajado como extras de cine. Y después, él fue su pareja en La cabalgata del circo (la última película de Eva Perón), yo tengo por acá una foto de Eva bailando el pericón en la película con Armando.
–Alguna vez, comentó que usted y Armando querían hacer una película sobre la guerrilla. ¿Fue antes de que el Che Guevara se hiciera conocido?
–Noooooo, el Che ya había andado por Bolivia. Entonces, Armando anduvo por allá e incluso lo vio muerto y todo. Pero yo no quise ir por la altura, me iba a hacer mal. Yo tenía que hacer de una aldeana de ahí, una pobre muchachita, y, como me decían que era un comunista, le decía “señor comunisto” porque era una ignorante que no sabía nada de nada. Y vos sabés que cuando vino el Che acá, no me acuerdo si en el ‘60 o el ‘61, iba a Uruguay con su comitiva. Y Armando y yo íbamos a Uruguay para el estreno de Sabaleros. En esa época se salía en hidroavión, ¿vos sabías eso?... ¡Salí de ahí! Un gato se me cuelga de la cortina, esperá, esperá que los saco que es un escándalo...
La voz se aleja, se oyen unos pasos que se alejan, unos gritos, un “¡Salí!”, “¡bajen, vamos! ¡fuera, fuera fuera!”. Otros pasos se acercan. “Es que esta es la pieza de la nena, y acá no entran gatos, porque arruninan todo. Los dos son muy diablos, son terribles. Tengo algunos tranquilos, peor ésta es nueva, hace poco que me la tiraron. Y es negra, y le puse Xica da Silva, por la novela del 9.”
De las 27 películas que rodó con Bo, aseguró siempre, tiene un cariño especial por La burrerita de Ypacaraí. Dice la leyenda que él escribió (eufemismo: como buen maestro de la improvisación, el guión era básicamente una idea) esa historia porque Isabel adoraba a las paraguayas que vendían sus mercancías con burros, “y decía qué lindo, y me gustaba la canción de Luis Alberto del Paraná”.
–Es muy simpática La burrerita..., y no hay tantos desnudos. A mamá le gustaba muchísimo.
–¿Esa sí le gustaba?
–Síííííí. Yo le hacía la película en 16 milímetros y se la mostraba, pero la que nunca le mostré era la de los caballos (Fiebre). Ella me decía “¿Coca, por qué no me mostrás la de los caballos?”. “No, mami, no la tengo”. Pero yo la tenía. Y vos sabés que cuando pasaba alguna en el proyector, cuando notaba que ella se ponía nerviosa, yo empezaba “ay, se está desenfocando, no sé qué le pasa a este proyector”. Y la desenfocaba. Me hacía la (Paulino) Tato.
–¿Hay algún rodaje del que tenga mejores recuerdos que otros?
–No, todos en general tienen gratos recuerdos. He tenido mis accidentes, mucho frío en la nieve, en los lagos, vos no sabés en los lagos del sur los fríos que he pasado. Me sacaban desmayada, me querían echar coramina y no me podían ni abrir la boca. Y en Sabaleros, que me caía sobre residuos de cloacas de los desagües de la ciudad de Buenos Aires, me vino hepatitis, me vino todo. Armando dijo “uh, qué actriz que está la Coca”, y yo estaba echando espuma por la boca. Se estaba muriendo la Coca.
“Chapada a la antigua”, como se definió siempre, nunca le molestó la voluptuosidad de sus medidas más que por un detalle: no podía comprar “los soutienes esos hermosos que había en París, o en Estados Unidos. Siempre me los tenía que hacer. Y Armando me decía ‘Pero Coca, dejáte de jorobar, que de eso vivimos muchos’”. De adolescente, no iba a los bailes porque no le gustaba abrazar a extraños. Y el hecho de que el erotismo kitsch criollo del que fue cofundadora haya sido tildado en su momento de pornografía (igual que Willy, el primer marido de Colette, Bo fue apodado “el pornógrafo”) no significó jamás que ella aceptara esa calificación ni la pornografía en general. Extraña, Isabel, que se dice pacata y no tiene ni tuvo, sin embargo, ningún empacho en hablar de sexo a los cuatro vientos para una sociedad que hablaba de cualquier cosa menos de “eso”.
–En el diario, la otra vez salieron las frases más recordadas del cine argentino, y hay una mía (que después decía también en el teatro, en Tetanic): “¿qué pretende usted de mí?” Qué pretende usted de mí y me estaban violando (risas, muchas risas). Esa en Carne. Y después hay otra que es de Fuego, que digo (cambia la voz a tono de melodrama) “ay, tengo un fuego interior que me devora” (muchas más risas).
–Y cuando se toma el tren para Europa.
–¡Ah, el tren de las 3, sí! ¿Pero sabés qué pasa ahí? Falta todo un acto. ¿Viste que se va en tren y ahí termina? Bueno, la tipa renegaba de su dinero, se iba a París de nuevo a luchar por los derechos de las prostitutas. Y Armando puso una prostituta con la bandera rusa, otra la alemana, otra la inglesa. Y yo era la jefa suprema. Luchaba por los derechos sociales, y así terminaba, y volvía a ir a la iglesia allá, en Notre Dame. Todo eso lo sacó (el censor) Ramiro de la Fuente. Y ahora, en Holanda, las mujeres tienen sus derechos, como Armando había pensado para la película.
Una hora, hace cerca de una hora que no puede dejar el teléfono para tomar su primer café de la mañana. En unas horas, llegarán los vestidos que debe probarse para las funciones del próximo verano en Carlos Paz (“con Tristán y dos chicas muy lindas, que son Panam y Florencia De la Vega”). Al día siguiente, una visita médica de rutina. Vida agitada, la de Isabel, cuando cualquiera la creería descansando y recibiendo homenajes.
–Cualquier cosita, me llamás. ¿Vos sabés que acá, en el barrio, hay un cieguito que tiene tu apellido? ¿Sos solterita? Bueno, sos chiquita. Esperá, primero viví la vida, después hay tiempo. Un besito.