*Nota publicada en SOY el 20 de abril de 2012
”India bella, mezcla de diosa y pantera”, era la frase al pie del afiche donde Isabel Sarli posaba como única y totémica protagonista de India, la tercera colaboración de la actriz con Armando Bo, una película que se estrenó en enero de 1960, y tal vez fue uno de los mejores prólogos para esa década que empezaba a mostrar su brillo glam, su desenfado festivo. Porque en aquel entonces Sarli ya era la refrescante Coca, un icono pop sólido, aunque bastante problemático, porque su anterior película había sido censurada: las curvas del cuerpo de la diva doble pechuga eran un escándalo, aunque el ingenuismo o la candidez (fingida o verdadera, da lo mismo) era más que la lascivia invertida en el espectáculo que se deslizaba en cada relato cinematográfico, con ese cruce de exotismo y erotismo folletinesco que fue marca de fuego del estilo Bo-Sarli.
Antes de que la palabra camp fuese popularizada para dejar de ser una onomatopéyica contraseña entre la cultura gay subterránea, cada centímetro de las películas de la dupla se podría entender desde esa sensibilidad campista, donde lo artificioso, la exageración, lo teatral, irrumpían para destituir todo vestigio de naturalización, un poco como carcajada pero también como gesto de desdén a las imposiciones de autoridad o jerarquía estética. Contra toda disciplina del buen gusto, ahí estaban para poner el pecho Sarli y Bo, y aunque se persiguiera a sus películas, nadie los podía parar porque querían llegar lejos. Y por eso, con India cruzaron la frontera, buscaron un horizonte mejor en Paraguay, junto a la tribu macá, para empezar una nueva etapa en la filmografía.
“Se iba a hacer la película en colores, con el torso desnudo como andan las indias, pero no lo permitieron. En el Instituto de Cine había un señor llamado Solezzi, él lo prohibió”, recordó la Coca cuando presentó la película en el Bafici, donde se exhibió la copia única que existe de esta película, recuperada gracias al esfuerzo colectivo del festival junto al Museo del Cine, el Ministerio de Cultura y Cinecolor. Para evitar que se saque la película de circulación una vez estrenada, Armando Bo intentó pedir autorización en el Instituto de Cine antes de rodar. Por eso se llevaba el vestuario que hacía Paco Jaumandreu para que Solezzi autorizara las medidas de la ropa de Isabel Sarli, para que no se mostrara más de lo que el pudor de la época permitía. Según cuentan Rodrigo Fernández y Denise Nagy en la biografía de Bo, Solezzi tenía en su oficina “un maniquí (una foto gigante de Isabel Sarli montada sobre un cartón) exclusivamente dispuesto para ese fin”. Cada centímetro menos o más de tela se negociaba en una oficina del Estado, como una estricta ley de talles que disciplinaba el cuerpo de la actriz. “Y Paco Jamandreu, que me hacía la ropa, tuvo que hacer el trapito que había diseñado para cubrirme con todas las medidas. Muy ridículo, y recordarlo hoy día es más ridículo todavía”, agregó la Coca, y disparó las risas de todo el auditorio que esperaba volver a ver en pantalla grande India, con el montaje original que había realizado Armando Bo, y que fue posible gracias a que ella guardó durante medio siglo la única secuencia a color que tenía la película, tal vez una de las mejores del cine del dúo o, al menos, una de las más adelantadas.
Es verdad que la secuencia luego se volverá arquetípica en el cine de la dupla: la Coca se baña desnuda en un riacho, entre rocas y vegetación, con un bucolismo de camping y algo de glam primitivista. Pero, sin embargo, esta primera versión color tiene el agregado de unos círculos concéntricos que giran y se agrandan, sobreimpresos en las imágenes nudistas, que le dan un vuelo psicodélico tanto como una dimensión especial, como si las tetas y los pezones de la Coca se desprendieran de su cuerpo y salieran volando como un frisbee.
La secuencia es un sueño húmedo de la mismísima Coca, que interpreta a una india mestiza y que se autoerotiza pensando en la liberación de su cuerpo flotando, frotando, en medio de la naturaleza como una excitación elemental. Es una secuencia visual de pop campestre, un estilo que tiene tanto de sensibilidad camp, esa que la comunidad gay se apropió para resistir desde el estilo a las imposiciones censoras, reaccionarias, que eran las mismas que se le imponían al cuerpo salvaje, desbordado, incontrolable de Isabel Sarli. Porque India, pese a las imposiciones de la época, sigue siendo una aventura descontrolada, gracias principalmente a que la Coca frente a cámara siempre está poseída por una fiebre interpretativa que no tiene competencia, incluso en sus mínimos gestos.
Quienes sostienen que ella es una actriz mala, tienen razón en parte, pero hay que cambiar el sesgo negativo que pueda tener ese juicio, porque el valor de su informal y rebelde estilo performático tiene que ver con su corazón excesivo que se desborda en cada réplica, en cada gesto, como si la sangre le bombeara con un nervio que no puede contener frente a la cámara. En eso hay una autenticidad actoral que pocas veces se puede ver: la Coca no es una actriz de mascaradas sino que es el rostro desnudo, un cuerpo ofrecido en toda su verdadera carnalidad. India devuelve la imagen de esa Coca que amamos, que se convirtió en máscara de drag queen, transformistas y locas que quieren tener la auténtica excentricidad febril de una actriz irreemplazable.
En una secuencia de India, luego de haberse recuperado de un flechazo durante unos días en un hospital, la india mestiza y descalza interpretada por Isabel Sarli usa por primera vez en su vida un par de alpargatas para caminar por las calles de un pueblo lejos de su tribu. Pero ella no soporta que sus pies estén atrapados, así que decide caminar descalza, como vive en medio de la selva paraguaya. Hay un plano detalle de los pies de la Coca y, para sacarse las alpargatas, hace movimientos aparatosos, equivocados, se confunde, quedando en evidencia su error de interpretación. ¡La Coca actúa mal hasta con los pies! Sí, tal vez sea la única actriz en la historia del cine que sea coherente de los pies a la cabeza, que pueda regar el flujo de su tosquedad en cada fibra de su belleza. Pero en esa personalidad incandescente que se vislumbra en el error, en el acto fallido, en el accidente que queda como huella en el celuloide, también Armando Bo era un cómplice perfecto para trabajar con la Coca.
“Hubo un accidente en Cataratas, en la Garganta del Diablo, me tuvieron que traer a Buenos Aires. En Misiones entonces estaba un gobernador, que falleció hace muchos años, que prestó el avión para que me traigan, porque tanto Murray, que es el protagonista, y yo veníamos en una jangada. Y Armando empezó a filmar, pero no quiso atar la jangada, y chocó con las piedras del lecho rocoso, y tanto el actor como yo nos tuvimos que tirar a nadar como locos porque, si no, nos íbamos por la Garganta. Fue algo terrible, estuve muy lastimada. Me acuerdo de la crítica de La Nación, que siempre nos daba con todo, y decía que se veía la sombra de un gorro pochito. Porque Perón había usado ese gorrito, y por eso lo llamaban pochito. Y el cameraman usaba un gorro pochito, y parece que se ve una sombra. Y mirá si con todo lo que pasó iba a repetir la escena...” Víctimas de un naufragio, la Coca y Murray llegan a una orilla supuestamente solitaria y deben trepar hasta la orilla, pero en la costa se ve la sombra de un hombre con una gorra peronista, que la copia restaurada de India permitió volver a ver, como una huella de otro tiempo, un error que marca una época que se filtra, en la orilla del celuloide, que hoy tiene tanto valor como la aventura folletinesca de Armando Bo.
Paula Félix Didier, directora del Museo del Cine, recibió el pedido de un antropólogo para ver la película, porque el idioma de la tribu macá que participa en la película hoy es casi una lengua muerta, que la hablan sólo alrededor de mil personas y casi no hay registros históricos. Además de los genuinos miembros de la tribu, Armando Bo mezcló actores entre la tribu, y la diferencia entre unos y otros suma a la artificialidad. Y si bien no está incluido Adelco Lanza, que debutaría dos años después para ser el eterno mucamo gay de la Coca, hay un chamán de la tribu, más emplumado que una pin-up de teatro de revista, que funciona como drag queen, como una suerte de performance camp.
Porque tirar plumas es algo que no puede dejar de tener una película salvaje de Armando Bo, donde el melodrama se cruza con el policial para explotar en uno de los finales más afectados, impertinentes, risibles, que provoca esas risas grotescas donde la felicidad es perfectamente liberadora, como un electroshock de camp.