“La” Sarli fue un icono, un fenómeno de masas y de intelectuales, objeto de goce de los últimos cabecitas negras , estandarte y estándar nacional. Jamás una actriz . La historia (o la leyenda) es bien conocida: durante el rodaje de su primera película, El trueno entre las hojas (1958), en medio de una escena en la que debía caminar hacia el río la futura Coca se frenó y giró, apuntando hacia Armando Bo, su svengali, amante no tan secreto y creador del producto Sarli, que tanto rédito le dio. Bo estaba, lógicamente, detrás de cámara. Perdida en ese mundo nuevo (hasta entonces, y a favor de su belleza y sus bellezas, había sido modelo y Miss Argentina; de cine, nada), Sarli, necesitada de un guía, preguntó a su creador “¿Así está bien?” La anécdota, que bien podría ser inventada, como tantas otras que siempre la acompañaron (el carácter borroso confirma su condición mítica, no real), demuestra que al “caer” en el cine, Hilda Isabel Gorrindo Sarli ignoraba todo sobre él. Incluso lo más elemental, lo básico, el grado cero. Lo que saben maestros mayores de obra, trabajadores metalúrgicos y fleteros: si hay algo que una actriz no puede hacer jamás es mirar a cámara. Ni qué hablar de hablarle a los que están detrás de ella, derribando de un zarpazo naïf la famosa cuarta pared, último bastión de la ilusión cinematográfica.

De allí en más, contando como arma con su falta de armas, la Coca se especializaría justamente en eso: en derribar la ilusión de que lo que sucede en la pantalla jamás fue filmado, ni escrito, ni dirigido ni actuado. La ilusión de que lo que sucede es real. A esa ilusión de falsa realidad, la Coca le opuso la develación de la falsa irrealidad. Como un Godard con tetas, como un Olmedo sin risas, la Coca Sarli se dedicó, con la más perfecta inconsciencia, a torpedear el artificio cinematográfico, y también su dispositivo. ¿O no era acaso El trueno entre las hojas casi contemporánea de Sin aliento? La Sarli formula su pregunta antes incluso que Belmondo mire a cámara. La diferencia es que esa mirada se imprimió, porque la había ideado su realizador, y la pregunta de Isabel no, porque Bo creía estar filmando una película “normal”. Como si “su” Isabel fuera una actriz normal. Como si él mismo fuera un realizador normal, vamos.

Lo que filmará Bo de allí en más, sin saberlo, son documentales de su fetiche. De su fetiche, no de su actriz. Esto es: la cámara empuñada por Ricardo Younis, Américo Hoss y otros no filma a la eterna señorita Hilda Isabel Gorrindo Sarli. Ni siquiera a la “actriz” Isabel Sarli. Lo que filma es la relación que la Sarli establece con ella. Con la cámara. La obra entera del autor (Bo fue, claramente, lo que se conoce como “autor cinematográfico”, dueño de un “estilo” torpe, salvaje, cinematográficamente semianalfabeto; no por eso menos propio, imprevisible, audaz e inimitable), la filmografía entera de la Coca hablan de cómo se sentía, reaccionaba y respondía Isabel en presencia de la cámara. Cómoda no se la veía. Un poco porque no sabía “actuar”. Otro poco porque Bo extendía infinitamente los planos, para entregarle al público, por los siglos de los siglos, el paraíso mamario que había ido a buscar. Lo que no extendía el padre de Víctor eran las indicaciones “técnicas” a su Eliza Doolitle (nada prueba que en caso de haberlo hecho el resultado hubiera sido distinto), más allá de algún “estás caliente y te franeleás”. O cualquier motivación equivalente.

Sola y perdida frente a cámara, como el explorador en el desierto, durante minutos que se le harían eternos Isabel comenzaba a revolver lo que tenía a su alcance, metiendo las manos en sus masas como el panadero ante el bollo. Iniciaba así el simulacro de un orgasmo, o lo que llevaba a él. Isabel no era Meg Ryan en Cuando Harry conoció a Sally. Sus gemidos y jadeos se veían acompañados de mohínes algo desconcertantes, que décadas más tarde harían las delicias del público de la sala Lugones (curioso destino, el de Sarli & Bo, pasar de olorosas salas de barrio como el Gran Devoto, el Cuyo o el Armonía al mausoleo cinéfilo de la Lugones). Gestos que en su momento habían hecho las delicias de espectadores que veían las películas con las manos. En el Devoto, por ejemplo --esto lo hemos vivido, de pequeñitos-- el acomodador salía de cacería por la sala, armado de su linterna, iluminando a potenciales sexópatas solistas e instándolos a gritos a abandonar sus prácticas. O abandonar, en su defecto, “el honorable establecimiento”, como definía Alberto Irizar el boliche de “Polémica en el bar”.

Tras las extrañas gesticulaciones de su fuente de divisas, que evocaban una suerte de kabuki descompuesto, en un punto equis Bo gritaba “¡Corten!”, e Isabel, imagino, suspiraría aliviada. Lo que la cámara había registrado hasta entonces no era tanto el recalentamiento solitario (qué curiosa, la identificación onanística entre pantalla y platea) de la burrerita de Ypacaraí, la mariposa en la noche o la mujer del zapatero, como esos minutos de combate entre la lente y la actriz, perdida en tiempos demasiado largos. Sin embargo, según me contó cierto asistente a una de sus últimas películas, además de arrojarle los ceniceros de rigor por la cabeza al director (que ya no era Bo, fallecido hacía mucho, sino otro a quien también amaba, ya no como amante sino como madre) la Coca consultaba todo. O le indicaba todo al director de fotografía. Como una Garbo o una Dietrich de las pampas (ambas son famosas por el estricto control de la propia imagen ejercido en sus carreras), la Sarli opinaba no sólo sobre incidencias lumínicas, tamaños de planos o ángulos de cámara, sino incluso sobre las lentes utilizadas, perfectamente consciente de que distintos tamaños de lentes dan por resultado distintas perspectivas.

 

En algún punto de su carrera, aquella Eliza que ignoraba hasta lo más elemental del cine devino su propio profesor Higgins, llegando a saber tanto (o tal vez más, no hay forma de medirlo y mucho menos ahora) como un director de fotografía. Lo único que Isabel Sarli no tuvo tiempo de aprender fue a actuar. Para qué debería: las manos de sus espectadores eran demasiado rugosas para reparar en esas sutilezas. Y a los intelectuales, su público postrero, era justamente ese “no saber” de Isabel lo que los excitaba, en tanto generaba formaciones cinematográficas únicas, en el marco de un cine, el de su descubridor/Pigmalión/amante/inventor, pródigo como ningún otro en desafiantes imprevistos.