Como tantos otros, ninguno de los dos cines existe hoy. Uno era el Continental, en Carabobo al 900, debajo de la autopista. Para llegar al otro había que cruzar el puente Alsina y, para que la redundancia no dejara dudas sobre el punto geográfico, llegar al Gran Alsina. Eran cines de efecto mágico y antiburocrático donde la cédula de identidad perdía vigencia. Cines con acomodadores piratones que hacían la vista gorda y dejaban entrar a pibes que claramente no cruzaban la línea autorizadora de los 18 años. Cines donde veíamos a Isabel Sarli. La Coca.
Habrá que pedir disculpas por esto: estas líneas no corresponden con la voluntad de deconstrucción de la era. Claro que la Coca fue un neto ejemplo de cine sexploitation, morocha argentina, un cacho de carne puesto a la vista para deleite de los machos. Pero los adolescentes jeropas que fuimos despiden en estas horas a un símbolo y a una compañera de épocas largamente idas, y no hay manera de deconstruir el pasado. Ni voluntad. Después de todo, el presente tampoco permite ver con la más mínima seriedad esas piezas de ficción hoy insostenibles. Lo que importa es otra cosa. Lo que importa es que en el contexto de la dictadura que lo asfixiaba todo, la Coca era una anomalía. Tetas en pantalla. Una mujer hermosa y caliente que se curtía hombres a mansalva, y nosotros en la oscuridad de la sala pulguienta con los ojos como platos. Calladitos la boca, porque si nos pasábamos de rosca el acomodador del Continental venía con un palo de escoba a golpear los respaldos y ponernos en caja. Siempre en las últimas filas y cerca de la puerta por si caía un inspector. El inspector nunca caía.
No había canilla libre de porno en internet, los telos los veíamos de afuera, solo algún afortunado tenía un pariente mayor con revistas importadas. No hablabas de sexo con tus padres. En la escuela una vez a las pibas les habían ido a pasar una peliculita que trataba cuestiones "íntimas", a nosotros ni eso. Apenas si teníamos a la Coca y nuestra imaginación. Nunca nos pasaba lo que les pasaba a los hombres que se cruzaban con ella en pantalla, y por eso valía la pena tomarse el 85 y cruzar el puente para un doble programa en el que pasaba de todo. La Coca cada vez más grande, cada vez más icono, la Coca indiscutible. No importaba que fueran reposiciones con una cinta cada vez más destruida. No importaba cuándo se había filmado todo eso. La Coca era eterna.
La Coca, al cabo, resultó más eterna que los cines que la albergaron.