Como la Paco Jamenadreu que soñaba con ser la Evita glamorosa, yo quise desde la infancia que, al mirarme al espejo, se colara en los meandros de mi cabecita loca Isabel Sarli. Yo quise ser Isabel Sarli, asediada por los fantasmas del deseo masculino, revolcada en la nieve, sumergida en el agua helada de un arroyo, que no es de estudio de cine sino el elemento material de una fantasía, como el chongo que nos acorrala y, en un giro de ánimo, nos arroja al estanque. Porqué seremos tan hermosas, la Coca, la Eva del balcón, el niño marica. Quise ser, al mismo tiempo, el remedo de la diosa Lilith, la que devoraba el semen derrochado bajo las butacas de los cines de maleteros. Por insaciable, por generosa, por gauchita. Quise ser Doña Isabel, por sus tetas inmemoriales que hacían, de la procacidad, un velo detrás del cual guardaba en un íntimo cofre todas las virtudes originadas en la inocencia, porque nada más erótico que unos corpiños negros santificados por el ruego de los hombres desesperados que esperan, no tan grandes como los de mi madre, pero desbordantes de carne mimética para el niño princesa que fui.
Quise sus curvas, de las que carecía Evita; su vagina por donde no asomó cría, como la de Evita: dos mujeres míticas que con el nombre del hombre en sus labios, sin dejar de hablar en la lengua del patriarca, se levantan de sus tumbas a revelar toda su inconsistencia, ahora y siempre, para sensualizar esta nación de futboleros, cambiarles por un rato el dispositivo sarasa de la última batalla de la pelota, imponerles el lenguaje kitsch, el arado de sus aros, de una película clase B surgida de apuro en una mesa de montaje, obra protésica chiquita como sus verdaderos penes e inmensos como los de su ilusión. Qué mayor ridículo para el macho argentino que, al verse tan pequeñito delante de un cuerpo femenino acorazado, se derrama como leche hervida, o junto a un cuerpo yerto peronista cargado de energía vital llora o se enfurece. El ritual de la vela en agradecimiento a la jefa espiritual de la nación hizo retroceder al Hombre, que debió aclarar que Eva era su creación. Como Armando Bó con la Coca. Porque la nación de la Coca y de Evita se escribe con una minúscula hurtada a la majestad pajera y tronante del macho.
El cadáver de Eva fue violado por un militar necrófilo para disciplinar el cuerpo de la mujer argentina, abusado por la erecta debilidad de quien dicen que después se suicidó. El cuerpo de Isabel Sarli fue mutilado por un émulo del disciplinamiento, el censor Tato, que buscaba arrancarle a la nación la bandera empinada del hambre sexual, sin darse cuenta de que estaba inventando un mito sexual que explica como ninguno el coito interrupto, la desazón de mal cogido, del ser argentino. Con el mito asediado se reerotizó la calle, las pantallas de cine y de televisión, la cultura de arrabal y la bella berretada, del mismo modos que los antiperonistas, al a querer vaciar la fuente de patas apagando la imagen de Evita sobre el Ministerio de Acción Social en la Avenida 9 de julio, hacen de esa ausencia un hecho político que grita. Dicha en la desdicha: en su goce macabro, el antiperonista y el censor hacen de un cuerpo majestuoso, por lo desbordante, por lo vitalmente muerto, cuerpos de la nación.
Yo añoro los corpiños negros de mi madre, los corpiños rojos de la Coca, cuando en las sábanas, con dos gotas ilusorias de Chanel, recuesto mi cuerpo cincuentón; pero anhelo el áspero tailleur de Evita para esas ocasiones en las que me baja la entidad revoltosa, indignado con el presente de miles de cuerpos que se difuminan en la miseria, bajo la recova del bajo, junto al nuevo Paseo del Bajo.
Soy raro, o rara, o si les parece, bien rare. Mi rareza contiene a estas dos mujeres, por eso más que querer ser ellas, de alguna manera ya lo soy. Soy también, sin que la falta nunca se llene, el cuerpo del deseo en su afán de derramarse, el cuerpo de la necesidad en su búsqueda de justicia. Como escribe Didier Eribon en Pensamiento crítico, lo queer es generosidad, y la generosidad es queer. Me parece que hoy la Argentina debe reescribir su himno imaginario en clave rarita. Que si los laureles que supimos conseguir en las guerras de la independencia se dicen eternos, aunque ya sabemos que las cadenas nunca se rompieron y solo cambió el amo obsceno que nos sujeta, hagamos otra gesta: la gesta del soutien. Sean eternos los corpiños de la Coca Sarli, que supimos ganarle al censor. Pensando en modo cristiano, podría orarle al sepulcro otra versión de la madrenuestra: Santificadas sean tus lolas; llévanos a su reino. Y, siempre juremos, con esta muerta exuberante vivir.