El mito tenía una vida, y esa vida quedaba en zona norte. La rodeaban plantas, el verde de un parque del que le gustaba hablar, perros –unos cuantos–, gatos. Ya había sido Miss Argentina cuando el concurso cambiaba la vida a chicas sin apellido ni oportunidades; conocido a Perón (“era fabu-lo-so, vos no sabés lo comprador que era. Mamá decía de Armando –Bo– ‘a éste si habla, no lo llevan preso’. A Perón tampoco. Fantástico era”); viajado por el mundo. Ya había sido amenazada por la Triple A (“por su nefasta influencia sobre el Pueblo Argentino y su accionar inmoral, obsceno, disolvente y promarxista, que ataca las bases occidentales y cristianas de nuestra sociedad”) y había zafado. Había sobrevivido a la muerte de su amor, sin cuya presencia se retiró casi por completo del cine. (Todavía no había sobrevivido a su propia casi muerte: el tumor cerebral que en 1992 la tuvo dos días en coma y puso a cientos de señoras a rezar en la puerta de la clínica Bazterrica, a la hora exacta en la que Raúl Matera, por pedido expreso del presidente Carlos Menem, empezaba la operación bajo la atenta mirada de la Virgen de la Rosa Mística, cuya imagen presidía el quirófano por pedido de la paciente. En esos días aciagos para la Coca, alguna de esas señoras decía en la puerta del sanatorio que estaban ahí porque la querían “por todo lo que sufrió: vivió para Armando y para su mamá y hoy no tiene a ninguno de los dos”.)
El mito había sobrevivido a cosas duras y tenía una vida terrenal. Ahí la estrella no era la Coca sino su maternidad.
En ese mundo real, Sarli se había convertido en madre de Martín. Y lo era a tiempo completo. En mi casa se hablaba de él. Se decía que era “inteligente pero un poco vago”. Yo escuchaba la observación sin terminar de entender por qué eso estaba mal, pero sí entendía claramente que el reproche era una preocupación, no una crítica. Martín era alumno de mi madre, que en esa época, mientras terminaba sus estudios universitarios, trabajaba de maestra en una escuela pública de Martínez, y como tal se preocupaba mucho de sus alumnos en general y de él en particular por algo tan natural como la solidaridad entre madres trabajadoras: ¿cómo osaba el chico hacer que su propia madre se inquietara por si aprendía o no?
Las madres, se sabe, hablan. Y la mía debe haber contado al pasar, como hacen las madres cuando cuentan cosas de sus hijos como si fueran excepcionales, que yo coleccionaba estampillas. Lo hacía el 95 por ciento de los chicos de mi edad en esa época, pero eso era lo de menos. Desde entonces, cada tanto, Martín le entregaba a mi madre alguna notita manuscrita por su madre. Eran papelitos pequeños, doblados todas las veces que fueran necesarias para convertirse en sobre y transportar estampillas raras que le llegaban en cartas, porque las recibía de todo el mundo, o quizá encontraba en algún viaje.
Hace un rato, revolviendo entre libros, reencontré uno. Es un papelito con membrete del Waldorf Astoria, está escrito en lápiz, con la letra elegante que usaban las señoras de otra época, y dirigido a mi madre: “Le adjunto 5 estampillas de China Popular que le prometí. Saludos, Isabel Sarli”.
Muchos años después tuve la suerte de hacerle una entrevista. Me dijo “preguntá lo que quieras”, habló de todo, fue graciosa, generosa con su tiempo. Era la Coca, no Isabel. Todavía me arrepiento de no haber aprovechado para agradecerle las estampillas.