Lo único que recuerdo con nitidez de aquel día es tu imagen. Estabas sentada en una silla, al lado de la mesa en la ochava del hall de entrada. La puerta de casa estaba abierta y yo estaba en la vereda, jugando a ganarle carreras a mi sombra que acababa de cumplir siete años, igual que yo.
No sé con quién hablabas, si con papá o las chicas. Sólo recuerdo que llorabas y decías que no podía ser, que era mentira, que no podía ser cierto. El Che no ha muerto, insistías.
La imagen difusa de Ernesto Guevara en La Higuera se veía a repetición en la pantalla y su cuerpo de torso desnudo y ojos abiertos mirando a la nada se quedó pegado a tu tristeza y grabado en mí para siempre.
Poco tardó el mundo en dar por cierta la noticia y su retrato se replicó por miles. Che comandante, amigo, le iba a escribir Fidel en una carta que aprendimos a recitar de memoria.
Tampoco recuerdo bien cuándo fue que me contaste orgullosa de aquella incursión a la isla. “Viajé invitada a la revolución, Chatita”, me dijiste un día, “y vos viniste conmigo en la panza”. Ese primer aniversario, una Cuba flamante despojada de ser el patio trasero del imperio, te recibió con sus comandantes a la cabeza de ese pueblo noble, solidario hasta hoy con las causas justas.
Crecí habitada por ese lenguaje, por esas palabras de pioneros embanderados y boinas con estrella, en medio de colores verde oliva que desfilaban en los poemas de José Martí. Y con la generación de la década del setenta y la figura calada del Che, que en casa colgaba de una cartulina rosa que agrandaba la sombra de su rostro según se reflejaran los rayos del sol en la pared de la pieza de arriba.
Amé sin filtros ése tu lenguaje, que era el de él y fue el mío. Después vino todo lo demás. No sé si la tristeza de esos ojos –los tuyos y los de él– fue cierta o me quedó así a mí en la reconstrucción de mi recuerdo. Pero no me lo voy a olvidar nunca. Ni su muerte, ni a vos llorando sentada en el hall de la ochava de casa, en Parque Chas.
Después vino todo lo demás, decía. Las sombras ya no fueron la proyección airosa de nuestros propios cuerpos que crecían a la par, sino que fueron otras, ajenas y oscuras, que lastimaron para siempre nuestras vidas y la historia de nuestros pueblos, dejándonos con treinta mil ausencias.
Soñé muchas veces con esa casa, con la ventanita chica que escondía la llave –el primer lugar en donde busqué cuando me dejaron en libertad–, y con la ventana grande del living, por la que nos escapábamos de las misas de la abuela. En los sueños no entro, me quedo en la esquina de Hamburgo y Copenhague. Ahí siempre te encuentro, pero después te vas y me despierto.
Se llevaron todo. Hasta la imagen calada del Che que proyectaba su figura infinita en la pared.
Hoy lo recordamos. En el mes del aniversario de su natalicio, como a vos te hubiera gustado. Y yo juego a veces a poner su retrato al lado tuyo y a preguntar, guiñándote un ojo, quién es ése de barba y boina que está al lado de Esther con su pañuelo blanco.
Tenías razón, el Che no ha muerto. Che comandante, amigo, repito.