El, sentado en una silla de madera, mira a la mujer. Ella se aleja hacia la costa. El dobla el diario y se queda quieto, inmóvil, mientras ella, descalza, camina por las maderas que sirven de sendero y atraviesa las carpas hacia el mar. El sol ya no cae perpendicular y su luz no hace arder la arena como lo hacía dos horas atrás, ni como el mes anterior.
–¿Vamos a nadar? –le había ofrecido ella al mediodía.
–No –contestó él y agarró por primera vez el diario que ahora dobla, después de haber leído una y otra vez la misma noticia.
–Se van los días de calor –había dicho ella.
El la mira correr. Ella parece dar pequeños saltos para no pisar la arena con todo su peso, pero no hace falta. La arena ya no quema las plantas de los pies. Ella llega a la orilla. Y él escucha la voz del marido que se despierta de un breve sueño dentro de la carpa. El marido le pregunta por ella.
–Se fue al agua –contesta él.
–Es increíble que le guste tanto el mar –dice el marido.
El marido sale de la carpa y los dos miran hacia la costa. El marido es el primero que se desentiende de ella y le señala el tablero de ajedrez sobre una mesa de madera.
–¿Blancas? –pregunta.
–No me acuerdo cómo jugamos la última vez.
–Blancas –confirma el marido.
Ella vuelve del mar a la media hora, va hasta el fondo de la carpa y se envuelve en una toalla. Tiembla.
–¿Cómo sigue el verano? –pregunta el marido.
–Ya terminó. Se nota en todo, hasta en el agua helada –dice ella.
–En esta ciudad, el mar siempre está frío –dice el marido.
Ella sale al sol y se da vuelta para ver la partida de ajedrez.
–¿Quién gana?
–En cinco movidas me da mate –confiesa el marido.
Ella lo mira.
–Es cierto –confirma él.
–¿Y para qué siguen jugando? –pregunta la mujer sentándose en una reposera, con los ojos cerrados y de cara al sol.
El marido se levanta y le da un beso en los labios. La sal y el frío parecen culpables de la corta duración del beso. También cuenta la incomodidad. Él no se mueve de la silla, tiene la vista fija en el tablero de ajedrez, como si solo le interesara su próximo movimiento.
–Siempre tenés razón –dice el marido–. Dejemos ese estúpido juego y vayamos a comer algo.
–Perdiste –dice él.
–Tablas.
–Perdiste.
Ella se para. Camina hacia la carpa. Se pone un pantalón gris y una remera amarilla que se moja de inmediato donde toca la malla.
Sin hablar, caminan hacia el restaurante del balneario. Ya no hay tanta gente como en la primera quincena. Se nota en el ánimo de los mozos, en el sabor de la comida, y en el viento que, por momentos, castiga las ventanas del restaurante. Al marido le suena el teléfono celular. Se para y camina hacia los ventanales antes de atender.
–El trabajo vuelve a uno –dice ella.
El levanta la vista del plato.
–Hay cosas que son inevitables.
–¿Cómo cuales?
–Volver.
Ella baja los ojos hacia el plato.
–El mundo es injusto.
–Qué no lo es.
–Quién no lo es –corrige ella.
El marido termina de hablar y se sienta. Comen apurados, incómodos. Las rabas, tibias, incluyen el sabor de todos los pescados fritados en el aceite que cumple su ciclo, como el verano; el puré es un artificio para el gusto; sólo la bebida está fría y con su sabor exacto. Mastican, el sol se refracta en los vidrios y del otro lado el mar es una capa azul de manchas verdes y la espuma blanca que va y viene como si acunara al paraíso: siempre en la pecera parece que afuera el mundo es perfecto, que hace más calor y la gente es gentil y amable con los turistas. Los tres se limpian la boca al mismo tiempo. Recién al final de la comida se relajan y toman café. El marido pide la cuenta. Discuten cómo dividir la suma y vuelven a la playa. Al caminar hacia la carpa el marido le pregunta por Fernanda.
–Llegó bien –responde él–. Se complicó un poco en el peaje de Maipú y tuvo que esperar casi cuarenta minutos. Pero llegó bien, eso es lo que importa.
–¿Y vos cuándo te vas? –pregunta ella.
–Mañana al mediodía.
El marido se golpea la cabeza con la palma de la mano.
–¡Que poco te queda! Vamos a tener que salir a cenar esta noche.
El niega con la cabeza y al mismo tiempo se deja caer sobre una reposera.
–Quiero descansar, para estar fresco en la ruta.
–Dejate de joder, no tenés que manejar. Fernanda se llevó tu auto –insiste el marido–. Vamos, picamos algo y después volvemos a probar suerte en el casino.
–No, gracias.
–¿Por qué no? –pregunta ella–. Antes te encantaba el casino.
–Antes. Bien lo dijiste. Ahora me deprime. Me dan ganas de ponerme a charlar con todas las viejas que se aferran a las maquinitas; con los de seguridad, con los cajeros.
–La última vez que fuimos no decías lo mismo –señala el marido.
–Iba ganando –dice él.
–Ibamos ganando –corrige ella.
–Qué noche larga esa –dice el marido–. ¿Cómo se llama el lugar donde fuimos después que cerró el casino?
–No insistan, hoy no –dice él.
Ella camina hacia el interior de la carpa.
–Tenés toda la tarde para convencerlo –dice desde adentro.
–Ya que estás ahí –pide él–, ¿no me alcanzás el diario?
Ella sale y le da lo que pide. Estira las piernas y se acerca a su marido, aún de pie. El no dejó de mirarla mientras ella se despereza.
–Vamos a caminar –le pide el marido a la mujer y ella acepta.
–¿Venís?
–Me quedo –dice él.
Los ve alejarse y cierra los ojos. No se duerme. El sonido del mar se escucha más nítido que los días anteriores. Hay menos gente en las carpas. Las más cercanas están vacías. Al final del pasillo, el carpero habla con el mozo que los atendió durante el almuerzo. El le hace señas.
–¿Señor? –se acerca el carpero.
–¿El bar sigue teniendo servicio a las carpas?
–Ya no.
El lo lamenta en voz alta.
–¿Hasta cuándo trabajás?
–Hasta que cierre el balneario, después de Semana Santa.
–Falta mucho.
–No tanto.
El se para.
–Hay un bar abierto pasando tres balnearios hacia el sur –dice el bañero.
Da un paso hacia el carpero y se aleja.
–Tampoco tengo tanta sed.
Camina a la carpa y finge buscar algo para que el carpero se aleje. Se agacha y mueve la ropa de ella, arrepentido de haber iniciado una conversación con el carpero. Tiene que demorarse un tiempo que le parece eterno para que se vaya. Cuando finalmente queda solo, se acomoda en la reposera, cierra los ojos y se duerme.
Lo despierta un escalofrío. No necesita consultar el reloj, se da cuenta, por la tibieza del sol, de que durmió un rato largo. Agarra el diario que se había deslizado de sus dedos hacia la arena cuando se durmió y lo sacude. Lo abre y mira la foto en la tercera página. Al pie de la foto está escrito que los bomberos trabajaron más de una hora para sacar el cuerpo del hombre. La mujer estaba a cien metros del auto. Había salido por la ventanilla con la segunda o tercera vuelta que el auto dio al volcar, según afirmaban los testigos. Para la hora de la impresión del diario aún no habían identificado a las víctimas.
–¿Te aburriste?
Baja el diario, asustado porque no esperaba que alguien le hablara. Ella está parada frente a él. El marido no volvió.
–Se quedó un rato en la orilla –dice ella – ¿Leíste algo interesante?
–Me quedé dormido.
Se miran hasta que ella se da vuelta. El marido camina, lento, en la hilera de tablas que unen los límites de la playa privada con las comodidades del balneario. Ella busca un buzo que se pone sobre la remera y camina, otra vez, hacia el mar. El carpero levanta las mesas de madera y las apila al final del pasillo junto a las sillas que nadie usa. Ya no quedan otros turistas en las carpas. El marido, sin hablarle, llega junto a él, mira la mesa y guarda las piezas de ajedrez. Cuando termina de ordenar, las blancas por un lado, las negras por otro, se carga un bolso al hombro.
–Voy llevando las cosas al auto –dice.
Los dos hombres miran hacia el mar. A lo lejos ven a la mujer caminando en la orilla.
–Andá a buscarla –pide el marido.
El camina lento. Llega al final de las carpas. El carpero rastrilla la arena, indiferente, y ella lo espera, de espaldas, mirando al mar. El siente los golpes de la arena en la cara, el eterno viento de la playa se esmera en no recibirlo, lo invita a volver sobre sus pasos.
–Es una lástima que se termine el verano –dice ella y señala las sombras que se alargan sobre las huellas en la orilla.
En la playa, que ahora él puede ver en su totalidad, casi no queda gente.
–Hace frío –dice él.
–¿Te mandó a buscarme?
El no contesta.
–Voy a extrañar el mar –dice ella.
–Yo también.
Ella deja de mirar las olas y busca los ojos de él. Los encuentra.
–¿Y entonces? ¿Eso es todo? ¿Hasta otro verano? ¿Así? ¿Nada más?
El no responde.
–Hacés bien –dice ella–. No quería que contestes.
Ella se da vuelta y ve que su marido les hace señas desde la carpa.
–Vamos, nos está esperando.
El estira la mano hacia ella, sin llegar a tocarla.
–Nos está esperando –insiste ella.
–Andá vos, me voy a quedar un rato.
Ella le toca el brazo. El roce dura unos segundos y después ella va hacia las carpas. El no se da vuelta. Mira hacia el horizonte y escucha que un perro ladra a lo lejos. Una ola rompe muy cerca y la espuma le toca los dedos todavía descalzos; él se da cuenta de que siente, más que todos los días anteriores, el frío y la humedad del mar. La ola retrocede. Se da vuelta y ve que ellos ya no están en la carpa. Camina de regreso. Se imagina que lo esperan, hablando de cosas intrascendentes, sentados en el auto.