“En el centro de mi irónica fe, mi blasfemia es la imagen del cyborg: un organismo cibernético, un híbrido de máquina y organismo, una criatura de realidad social y también de ficción. Todos somos quimeras, híbridos teorizados y fabricados de máquina y organismo: somos cyborgs”. Cuando la filósofa norteamericana Donna Haraway escribió su hoy célebre “Manifiesto Cyborg” en la década del 80, buscaba no sólo discutir con el esencialismo de género impuesto por el patriarcado en diversos movimientos sociales, sino también homenajear el placer de establecer una profunda confusión entre las fronteras humanas, tecnológicas y animales sobre un planeta considerado post genérico y habitado por seres no atados a ninguna dependencia. Cuando Kazuo Ohno y Tatsumi Hijikata inventaron la danza Butoh en los años 50 en Japón intentaron expresar en sus movimientos el “cuerpo de la postguerra”, violentamente nacido de los siniestros bombardeos atómicos sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, cuyo saldo se percibía en sus sobrevivientes que deambulaban por las calles y los parques: deformaciones, quemaduras, rostros inexpresivos y un sinfín de características que dieron nacimiento forzado a un movimiento artístico dirigido hacia la convivencia con las sombras, lo desconocido y lo inesperado. Por eso, no es casual que la primera obra de danza butoh arremetiera contra toda normativa: “Colores prohibidos”, de Tatsumi Hijikata, utilizó los escritos del poeta Yukio Mishima para hablar con el cuerpo sobre la homosexualidad, los animales, la asfixia, recurriendo en esta y otras puestas a accesorios como falos metálicos, polleras rosadas y una transmutación escénica del cuerpo en entidades como humo, espectros o bestias, generando varios escándalos entre el público, la tradición y la crítica.
En “La trampa del paraíso perdido” se dice todo esto (y más) sin emitir una palabra: tres cuerpos danzantes mutan sin pausa entre humanos, máquinas, animales, críptidos, bestias amenazantes y criaturas atemorizadas. Tres entidades poshumanas se arman y desarman en una minimalista atmósfera cyberpunk, configurando un Paraíso perdido e incomprendido del cual sus seres huyen para jamás preguntarse cómo volver. “El cyborg no reconocería el Jardín del Edén”, señala nuevamente Haraway y la bailarina y coreógrafa Rhea Volij torna esa frase en danza, posición y manifiesto sobre las tablas, haciendo cuerpo una filosofía que va tejiendo un preciso ser-ahí de lo más escurridizo: ser animal, máquina, mito, realidad, ficción. Ser todos los interrogantes. Entre luces cegadoras y fondos infinitos, pieles forradas en látex y paneles metalizados de pinceladas futuristas, la tríada escénica completada por Popi Cabrera y Malena Giaquinta magistralmente combina y potencia esos mundos, la oscuridad butoh y la tecnologización cyborg, para finalmente estallarlos en un eterno retorno hacia extraños, distópicos, trágicos y vertiginosos movimientos poéticos y políticos, encarnando sobre los inasibles e inquietantes cuerpos las ideas que la propia Rhea expuso en un trabajo teórico de 2015 que ya desde su título permite resumir el punto de partida de su nuevo espectáculo: “Perder la forma humana”.
Sábado 29 de junio a las 20 en el Galpón de Guevara, Guevara 326.