Una mujer joven atiende sola a sus tres hijos y se encarga de las tareas del hogar: prepara desayunos, limpia la casa, lava y cuelga la ropa sucia. Otra mujer, una cincuentona, se atiende en la peluquería, donde le ponen los ruleros mientras ojea una revista y la charla avanza entre bueyes perdidos. Una tercera, la más vieja de todas, trabaja en una huerta abriendo los surcos y sembrando los plantines con sus propias manos. Las primeras secuencias de Ama-San, segunda película de la portuguesa Cláudia Varejão, dan cuenta de la vida diaria de Matsumi, Masumi y Mayumi, las tres mujeres en torno las que girará la historia. Está claro que la directora no tiene apuro y hará que la información le vaya llegando al espectador como si se tratará de la ceremonia del té: gota a gota. Varejão le va dando forma a su propia ceremonia del cine.
El relato sigue a sus protagonistas a través de breves secuencias. El mar apenas aparece en el fondo de un atardecer recién a los diez minutos exactos de proyección, oculto entre los pormenores de la vida cotidiana. No será hasta cinco minutos más tarde que se convertirá en el cuarto protagonista de Ama-San, en una escena que resume la delicadeza con que la directora ha decidido construir su película.
La más vieja de las mujeres le reza a sus ancestros en el cementerio, pidiendo que la provean de un abundante botín de abulones, una especie de crustáceo difícil de pescar y por eso mismo carísimo. Pero también ruega protección. El final de su oración se desenvuelve en off sobre un plano general del cementerio iluminado por el sol, detrás del cual se puede ver el mar al que la distancia le confiere un aspecto sereno que desmiente los temores de la anciana. El título de la película se sobreimprime en letras amarillas en el momento exacto en que la sombra de una nube cubre al cementerio, lavando sus colores. Ese tipo de precisiones (la primera aparición del mar a los diez minutos clavados; la sincronía entre la sombra y la luminosa tipografía del título; entre otras), permiten imaginar que Varejão manejó el montaje con las mismas intenciones con las que el poeta controla la métrica de sus versos.
La aparición del título aporta información que ayuda a completar el rompecabezas que propone Varejão, pero de un modo hermético. Las Amas son mujeres buceadoras que forman parte de la tradición cultural japonesa desde hace más de 20 siglos. Originalmente cosechadoras de perlas, en la actualidad se dedican a la pesca del erizo de mar y el abulón, sin ayuda de equipos de buceo durante sus inmersiones. Solo ellas y sus pulmones.
Justo después del título las tres protagonistas se embarcan junto a un grupo de colegas y parten en busca del botín buscado. Con la misma parsimonia Ama-San da cuenta del ritual previo a la inmersión, sobre todo de la forma meticulosa con que las mujeres se colocan sus bufandas, unos lienzos con los cuales se cubren la cabeza, realizada a través de una serie muy precisa de pliegues. Como si vivir no fuera posible sin esa paciencia, sin ese espíritu ceremonial que habita en cada escena. Y después el mar.
Las imágenes subacuáticas cumplen una doble función. Por un lado estética: hay algo de coreográfico y musical en esas escenas casi mudas en las que las mujeres descienden diez, quince metros o más para ganarse su salario. Por el otro narrativo: algunas de ellas llegan a durar casi un minuto, sin cortes, en las que las ama contienen la respiración y bucean entre bosquecitos de algas como si nada. Súper mujeres: en esa idea se apoya Ama-San. El retrato de un grupo de mujeres capaces de todo, dando forma a un universo en el que los hombres no tienen lugar más que en un fondo desenfocado o como elemento secundario dentro de un colectivo femenino. Como en un haiku, tradicional poesía japonesa, Varejão va sumando escenas impresionistas que con delicadeza se acumulan y dan cuenta de ese poder.