Desde Río de Janeiro
Hoy llega el presidente brasileño Jair Bolsonaro a Osaka, donde ocurrirá la reunión del G 20, el grupo que reúne a las veinte mayores economías del mundo. En su agenda consta un encuentro con el hombre que el ultraderechista tropical tiene como modelo y símbolo, Donald Trump. Y también con otros de menor importancia (al menos desde su muy personal punto de vista), como el francés Emmanuel Macron o el chino Xi Jinping. Como cada viaje oficial de Bolsonaro al exterior se transforma en una secuencia de vejámenes, hay fuerte expectativa en Brasil sobre cuáles serán los desastres esta vez. Al contrario de los otros diecinueve mandatarios, Bolsonaro no se hará acompañar ni por su bizarro ministro de Relaciones Exteriores, Ernesto Araujo, ni por su extravagante ministro de Economía, Paulo Guedes, cuyo mérito principal ha sido el haber integrado el equipo económico de su hasta hoy admirado general Augusto Pinochet en Chile. Guedes optó por permanecer en Brasil intentando vender al Congreso su más que combatido programa de reforma del sistema jubilatorio. Insiste en querer imponer aquí el mismo régimen impuesto en Chile, y cuya contribución mayor a la historia ha sido el haber provocado un aumento exponencial en el número de ancianos que cometen suicidio. Y Araujo, cuya capacidad de ridículo impresiona cada vez más, optó por viajar a Bruselas para coger algunas migajas de inmerecida gloria, en caso de que se llegue finalmente a un acuerdo comercial entre la Unión Europea y el Mercosur. Lo más probable es que sea tan rechazado como un asado de tira en la mesa de un vegano. El único ministro de peso que acompaña al ultraderechista en suviaje a Japón es el titular del Gabinete de Seguridad Institucional, general (retirado) Augusto Heleno, que se afianza cada día como principal responsable de disparar furias incontrolables contra Lula y la izquierda brasileña mientras intenta cumplir con la difícil función de impedir que Bolsonaro exagere en su capacidad de proferir burradas. El viaje coincide con la marca del sexto mes del gobierno más confuso, vacío, contradictorio e improductivo de la historia de la democracia brasileña. Un gobierno que sigue sin articulación política, sin diálogo concreto con el Congreso, con integrantes que disputan arduamente el rol de más bizarro, con el trío de hijos presidenciales tratando de dejar claro –en especial al sector uniformado del gobierno– quién efectivamente ejerce influencia decisiva sobre el papá presidente, mientras el país se hunde en un caos económico y social, enfrenta un aislamiento internacional cada vez más palpable, y se ve sin otra salida a la vista que el abismo.
Un dato curioso aclara bien el cuadro en que vivimos. Si en el viaje de ida faltan dos ministros que, pese a ser las nulidades que son, al menos deberían componer el paisaje protocolar, en el viaje de regreso por muy poco Bolsonaro no se hizo acompañar por un narcotraficante uniformado. En la mañana de ayer fue detenido en Sevilla, España, el sargento de la Fuerza Aérea Manoel Rodrigues. Él estaba a bordo de un avión de la comitiva de apoyo que hizo escala en la ciudad andaluza. Debía permanecer allí hasta la escala del vuelo de regreso de Bolsonaro, cuando pasaría a integrar el servicio de bordo para cuidar del presidente y compañía. Apenas bajó en Sevilla para mantenerse de guardia hasta el vuelo de vuelta, Rodrigues fue detenido por la policía española. Es que en su equipaje había, además de alguna ropa, 39 kilos de cocaína. Como no fue posible argumentar que se trataba de substancia para uso personal en los tres o cuatro días de espera en la ciudad, Rodrigues fue detenido, bajo la acusación formal de tráfico internacional de drogas. Como se ve, es infinita la capacidad de Bolsonaro para sorprender al respetable público: viaja sin ministros y casi casi (de no ser por la policía española) vuelve con un narco.