Qué suave e hipnótico sonambulismo se produce mientras Isabel recuerda. Es difícil dejar de mirarla cuando responde con popular elegancia al interrogatorio empecinado en saber si se arrepiente de algo. ¿De qué quieren que se arrepienta? De nada, no me arrepiento de nada, contesta pisando el aliento de la pregunta, no pasa nada malo si me veo desnuda. Después se arregla el pelo y mueve la boca, planetario de su boca que busca en la saliva la brújula, y cuenta que cada mañana apenas se despierta dice: mamá. Isabel acaba de morir, las viejas entrevistas se superponen y comienzan las despedidas públicas con necesidad de anécdota propia. Desde ahora y para siempre, donde respires, donde te dé el tiempo estarás rugiendo amor terrenal le dicen los palurdos vírgenes de ayer mientras nombran el cine de barrio en el que la vieron por primera vez y evocan los ejercicios dactilares sobre la piel imaginada. Una cita eterna -el mejor plan de derroche que se puede hacer- muerde las uñas con el frenesí del amor profesado y la corriente adversa y construye el primer altar del deseo. Coca Sarli es la patria y la estampita. En renglones de gracias quienes la vieron a escondidas en la pantalla grande y quienes le copiaron los modos frente al espejo soñando con sus corpiños mientras las mangas de un pulóver hacían de estola, improvisan sus destellos de ausencia, sus giros cuando estaba quieta. Sí, se movía quieta. Rareza en arco de belleza extrema, animal feroz y blanda en oficio de blanda, Isabel se mete en el sueño diurno de alguien y se despliega oceanográfica. Enseguida, otra anécdota. Nada mejor que un falso recuerdo y una noticia igual para fundar el mejor linaje, la genealogía verdadera. Isabel se ríe con la boca cerrada y recuerda a Madame Lynch la mujer que siempre quiso ser en la pantalla y que nunca fue. Entonces, alguien dice El Trueno entre las hojas (su primera película) y cuenta la historia de la malla color carne que Isabel iba a usar y que jamás llegó a la selva, “yo pensaba que era un río encajonado, que la cámara estaba muy lejana, no sabía de acercamientos (después aprendió y lo supo todo), Armando me había llevado a ver una película de Bergman donde aparecía un desnudo artístico”. Isabel vuelve a la mueca de la risa y se acuerda de la imagen del caballo enorme panza arriba con una lamparita en el pene que usó un distribuidor en los Estados Unidos para el estreno de Fiebre y de una escena de Sabaleros donde se ahogó en residuo de cloaca mientras se peleaba con Alba Mujica, “yo sacaba espuma por la boca y Armando decía ¡pero qué actriz que está la Coca! y la verdad es que me estaba muriendo por esa resaca que había tragado y por la que después tuve hepatitis y granos por todos lados”.
De gracia cautivadora, sin el blues subterráneo de la arrogancia y con una memoria ilesa que recordaba fechas y apellidos raros, la Coca hablaba de los años en los que la perseguía la Triple A, de la garrapata de la censura y de Perón, siempre hablaba de Perón. Y de mamá y Armando ¡por supuesto!, dos palabras que repetía como un mantra cuando parecía estar aburrida, triste o con ganas de estar en otro lado. Nunca quiso vivir fuera de la Argentina, decía que había que ver en un mapa los poquitos lugares a los que no había ido pero que le gustaba su tierra más que ningún otro lugar en el mundo. “Me gusta el olor de mi tierra húmeda, cuando llueve me gusta tocarla. Me ofrecieron de todo pero nunca me fui, lo hice por mi país, por mi madre y por Armando.” En el juego de las descomposiciones la fermentación de la primavera equivale a dos otoños ¿Será así? ¿Qué verdad no se olvida?, ¿La del primer desprecio?,¿La del poster en la pared? ¿La del póster arrugado? ¿La de nos dimos cuenta tarde y ahora es arte? ¿La de los festivales de cine? ¿La del fanatismo de John Waters? ¿La del homenaje reciente que le hizo Coca-Cola? “Se cambia tanto la historia… (decía la Coca) mejor soñar con los seres queridos, cuando todo se acaba quedan los recuerdos y yo tengo muy buenos”.