TURANDOT 6 PUNTOS

Ópera en tres actos de Giacomo Puccini. Libreto: Giuseppe Adami y Renato Simoni. Concepción escénica y escenografía: Roberto Oswald. Director de escena repositor: Matías Cambiasso. Codirector de escena y vestuario: Aníbal Lápiz. Repositor de escenografía: Cristian Prego. Iluminación: Rubén Conde. Coro de niños, Coro Estable y Orquesta estable del Teatro Colón. Director musical: Christian Badea

Personajes principales: María Guleghina (Turandot), Verónica Cangemi (Liú), Kristian Benedikt (Calaf), James Morris (Timur), Raúl Giménez (Altoum), Alfonso Mujica (Ping), Carlos Ullán (Pong), Santiago Martínez (Pang), Alejandro Meerapfel (un mandarín).

Teatro Colón. Martes 25 de junio. Repite alternando tres elencos el sábado a las 20 y el domingo a las 17. También el martes 2, el viernes 5 y el sábado 6 de julio, a las 20, y el domingo 7, a las 17.

 

El amor como fuerza redentora, pero también como pulsión destructiva. El deseo y la represión. El poder y la alienación. El imperio y los otros. La condición bestial del pueblo cuando se refleja en un régimen despótico. Estos son algunos de los temas que atraviesan Turandot, la última ópera de Giacomo Puccini. Como espejos, las lecturas posibles devuelven retratos volubles que articulan una trama compleja, cuya música el compositor toscano dejó inconclusa justo antes del dúo que debía resolver el final, del que se ocupó después de su muerte Franco Alfano. Pero a pesar del final injertado y los desarrollos argumentales no resueltos, el grandioso y preciso sistema dramatúrgico y musical planteado por Puccini resulta efectivo. Turandot es una obra maestra, por el modo en el que el compositor resume el elemento exótico, un uso más arrojado de las condensaciones armónicas y la disonancia y la inefable melodía sentimental y patética que es su marca. Lo es también por lo finita y carente. Resulta sugestivo pensarla como la obra de un compositor moderno a quince minutos de distancia de cumplir el gran salto hacia el futuro. Por las conjeturas para un final posible, Turandot es inagotable.

Con una puesta imponente en la que Matías Cambiasso y Aníbal Lápiz retoman el trabajo que Roberto Oswald realizó para una producción de 1993 (y que en 2006 desarrolló para la puesta del Luna Park), Turandot regresó al Colón. El martes, en la siempre emperifollada función de Gran Abono, se cumplió la primera de las nueve funciones previstas para uno de los títulos populistas de esta temporada. Puccini cumple. Así lo demuestra la taquilla, que ya agotó varias de las funciones anunciadas, y que –justo es resaltarlo--, es capaz de incluir a un amplio abanico de público: la ópera es hoy por hoy uno de los espectáculos más económicos de la cartelera, con ubicaciones desde 250 pesos.

En líneas generales todo estuvo bien el martes en el Colón. Lo necesario estuvo dispuesto: una puesta grandiosa que daba la idea de imperio y de Oriente, un set de cantantes con sobrados antecedentes, un director de orquesta ducho en el asunto y la maquinaria del Colón que bien o mal siempre logra estar lista a la hora de levantar el telón. Y sin embargo quedó cierta impresión de que el total fue menos que la suma de las partes.

Una de las razones podría ser que en general, sin llegar a ser desajustada, la relación entre orquesta y escenario no funcionó de la mejor manera. Como si la idea de tempo de los cantantes fuera íntimamente distinta a la que Christian Badea, director rumano, proponía a la orquesta. Esto fue evidente desde el primer acto, por ejemplo en “Signore, ascolta!”, el momento en que Liú ruega al calentón de Calaf que no juegue su vida en la timba del amor. La orquesta parecía empujar demasiado el delicado trabajo que cumplía Verónica Cangemi, sin dudas la más convincente del primer elenco. La voz de la mendocina, redonda y cautivante, capaz de contener gestos dramáticos sin desbordarse, se complementó con una sólida presencia escénica, aunque su menuda figura por momentos se perdía en la puesta grandiosa y las masas corales. En la escena de la muerte de Líu, logró uno de los grandes momentos de la noche.

Sin un gran caudal de voz, pero con un timbre agradable, el tenor lituano Kristian Benedikt, cumplió, en particular con el esperado momento de “Nessu dorma”, cuando Calaf, todavía ignoto, espera el alba seguro de lograr el amor de la gélida princesa Turandot. Con María Guleghina pasó lo que pasa cuando una soprano dramática le pone dramatismo a un texto dramático. Abordó su gran momento “In questa reggia”, cuando la protagonista plantea los acertijos a Calaf, con el tono justo para expresar que ningún hombre la poseerá jamás. La voz acerada de la cantante ucraniana refregó los agudos sobre la lengua italiana con una dicción marcadamente defectuosa. Pero el amor, que todo lo puede, ablandó, además del corazón de la pérfida Turandot, las fricciones entre la soprano y la lengua del Dante, después del beso arrebatado de Calaf, para un final que no por precipitado y de algún modo absurdo deja de ser conmovedor. Un beso. Tanto quilombo para lo que se podía solucionar con un beso.