Alienígeno y dramaturgo

Chico alieno. Chico dramaturgo. Dos en uno. Me siento consagrada. Muchas veces en el día cierro los ojos, suspiro. Luego los vuelvo a abrir como si estuviera soñando y por fin despertara, pero, para dicha de mis ojos y mis parafilias, el chico dramaturgo y alienígeno sigue aquí, como un enorme y calvo caimán deportado allende los mares del cielo.

La fisonomía y los hábitos de las cosas han cambiado bastante. Una noche cualquiera, es común ver, sobre la mesa del living, una enorme botella de whisky parada sobre sus dos patas haciéndole gestos subidos de tono a la copa de champagne. Las burbujas se convierten en diminutos dragones, y tan pronto vuelan con las poderosas alas de bicho extraterrestre, mi corazón dispara sus balas de salva, pero, por supuesto, los dragones no mueren, sino que implosionan y se convierten en presagios de futuras abducciones.

Yo misma he cambiado, por decirlo de alguna manera, aunque en verdad se trata de un retorno a lo que había sido. Pero para no llamar demasiado la atención, y parecerme a la que antes fui, he aprendido un montón de trucos de make up, por ejemplo, para achicarme los enormes óvulos oculares y darles el aspecto de humana occidental. Confieso que, durante semanas, lo mejor que me salía era un tipo nuevo de Sailor Moon que no salía de su asombro, pero ahora, ya nadie podría dudar de que soy la misma que habita en mi casa desde hace mucho tiempo.

A las cinco o cinco y media de la tarde, mi chico alieno y dramaturgo llega a mi casa. Deja el plato volador sobre la acera. Pip-pip, hace el protocolo cerrojo. El plato volador siempre tiene aspecto de automóvil color gris. Es muy curioso. Nadie en mi barrio se ha dado cuenta de que todas las tardes, a las cinco o cinco y media, un plato volador se asienta sobre la acera. No creen que mi chico sea alienígeno. Ven sólo lo que pueden ver. Hola, le dicen. Hola, responde él, en perfecto idioma terrestre. Yo salgo y levanto la mano, y saludo de lejos, con mucho disimulo, como si todo fuera de lo más común y corriente para no levantar sospechas.

Generalmente trato de no entablar conversación con nadie, pero cuando es imposible evitarlo, cuando alguien que tiene muy desarrollado el hábito de la comunicación verbal emplea sus habilidades conmigo, trato de desviar la charla para cualquier lado. A veces ni sé para dónde. Me salen unos comentarios que ni yo misma puedo entender. Improviso. Pero todos lo aceptan porque dicen que soy poeta. Por lo visto, los poetas tienen la suerte de no ser entendidos.

También sé bien cómo blindarme para que nadie me pueda preguntar. Hasta que ¡zas!, alguien demasiado arraigado al sentido común, sin el menor espacio en la cabeza para, al menos, dejar entrar la sana discreción, me hace la pregunta y yo, muy torpemente, respondo con la verdad: estoy saliendo con un chico alieno. Y entonces la persona normal se azora, se desancla, se taquicardea, y siente terror de mí. Confirma todas sus sospechas. Ata cabos, le cae la ficha. Me llevó más de diez años entender esta metáfora: caer la ficha. Por suerte la gente normal no me lee la mente. Mi chico alieno sí. Caer la ficha significa que ya se ataron todos los cabos. Que se hicieron todas las apuestas, y la ficha cae en el número ganador. Bueno. Tampoco lo tengo muy en claro, pero por eso me gusta mi chico alieno. Porque es amable y natural. Como si nos conociéramos de siempre. Desde aquella vez que nos encontramos en su planeta y yo era la terrícola que por primera vez probaba sus apetecibles grubas, linas, kialas, burratas.  Recuerdo que, al principio, las comí por cortesía, como mi madre terrícola me enseñó, aún antes de que fuera mi madre, y antes de que yo fuera terrícola. Podría decir que hasta recuerdo cuando, de las antípodas, trajeron margas, y mi chico alienígeno se tomó el trabajo de pelarlas para mí, de sacar una por una las pepas púrpuras y cristalinas que sabían a asteroides y que, por un procedimiento similar a la metempsicosis planetaria, se convertían, precisamente, en planetas. Por las noches, mirábamos hacia abajo, como ahora miramos hacia arriba, y le decía que pronto llegarían horas de mayor sensibilidad, las que, efectivamente, han llegado.

Ahora mismo puedo afirmar que son muchas las puertas que se abren en los libros, en ademán de esbelta realidad que alcanza la estirpe de sueño. Doy fe de ello porque gracias a los libros pude saber de los viajes que nunca había hecho. Por los libros supe también, que no es raro que hayamos empezado nuestra historia en su planeta, cuando yo todavía no había desarrollado estas dos piernas, este par de ojos, esta pasión por la vía láctea y la dramaturgia. También es cierto que podría haber comenzado en cualquier lugar y por cualquier otro lado. El comienzo no es más que un tapón que se pone en un determinado momento del fluir de las cosas. Yo le advertí, seguramente le advertí, a mi chico alieno, mientras me pelaba con tanto amor su deliciosa marga, que aquí, en este azul lugar del universo, se concibe la vida con un esquema inamovible y venerado: primero el principio, después el desarrollo y finalmente el fin. Él siempre se rió mucho de este cuento. No tengo dudas de que se lo conté un montón de veces, porque ahora, cuando hablamos sobre esto, advierto que conozco su risa de toda la vida. Por ello estoy en condiciones de afirmar que me pedía le contara, una y otra vez, que este modelo se utiliza tanto en la biología, como en la política, en la narratología e incluso en el devenir de la vida. Y ahí, justo en ese momento, no sé bien si con lo de la narratología o con el devenir de la vida, le sobrevienen unas tremendas carcajadas que le hacen perder el control y se desmaterializa de risa. Pero debo aclarar que su risa no proviene de la burla sino de la ternura, porque la raza humana es algo así como una raza mascota. Un bicherío simpático y prometedor, al que los dioses le soltaron la mano y que, todos los pueblos alienígenas, buenos y malos, podrían apadrinar.

En cuanto a la dramaturgia… 

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