La instantánea está fechada en algún Festival de Poesía de Rosario, quizás el de 2009 cuando ella vino a participar de una mesa sobre traducción. O pudo haber sido antes. En la imaginaria y desteñida película en Súper 8 que vuelve a pasar por la memoria, tres poetas mujeres salen del Centro Cultural Parque de España y suben por la escalinata que lleva al parque. Las dos más jóvenes llegan a la cima sin aliento, pero la mayor de las tres se encuentra en perfecto estado físico. Se le pregunta cómo lo logró. "Soy digna", responde.

Aquella poeta era Mirta Rosenberg. Desde ayer por la mañana hay que referirse a ella en pasado. Cuesta encontrar las palabras para adecuar el idioma a su ausencia. Ella sí las encontró, cuando su espina dorsal falló y tuvo que quedarse sentada. "Sentarse", repite en un poema que leyó ante un atento público en otro Festival en Rosario, la ciudad donde había nacido en 1951 y desde donde trazó un interminable ida y vuelta de Pasajes (título de su primer poemario, de 1984) hasta establecerse en Buenos Aires hacia el cambio de siglo.

Antes de Mirta Rosenberg, era casi impensable ser tomada en serio como poeta en Argentina siendo mujer. Esto da idea de la magnitud de su labor al frente de la sección Poesía argentina del Diario de Poesía, publicación fundada en 1986 donde ella se destacó por sus poemas y por sus traducciones, muchas de ellas en colaboración con otros miembros del staff. Hace poco dijo su colega y amigo Jaime Arrambide que es preciso reeditar todas aquellas traducciones. Lo que aportaron, hay que decir además, no sería exagerado compararlo con la revista Sur. La generosidad de Mirta como lectora, docente, traductora de la obra de sus colegas en lengua inglesa y francesa y difusora de la de sus colegas en su propia lengua natal, y como editora fundacional del prestigioso sello Bajo la Luna (que estrenó sus primeros títulos a comienzos de los años '90 en una librería de la planta baja de una casona rosarina cuyos altos estaban ocupados por el bar Luna) es tal que corre el riesgo de opacar su obra. La poesía contemporánea argentina tiene para con ella una inmensa deuda de gratitud. Hay al menos una generación de poetas que no existiríamos sin ella. Y otra de las instituciones que lleva su sello es el primer Traductorado de Rosario, el del Instituto de Enseñanza Superior Olga Cossetini, que es público y gratuito, y quizás el único del país que forma o formaba seriamente en traducción literaria.

Ejerció sus oficios literarios como una ciencia rigurosa de lo bello.

Creación y traducción, en la obra de Mirta Rosenberg, eran y siguen siendo fases de un mismo y doble viaje del idioma castellano hacia fuera de sí mismo y hacia lo extranjero en el interior de sí mismo. Como poeta, ella trajo al castellano rioplatense recursos de la poesía en lengua inglesa tales como la rima interna, en la que llegó a ejercer una precisión magistral, ejemplo de lo cual es su libro Madam (1987). También importó del inglés el light verse, verso ligero de humor sutil: "Según / mi amiga, / en Roma / hay siempre el mismo / gato". (Gato en retrato). Sus hijos, sus nueras, su pareja y sus amistades íntimas le decían "el Gato". Su mirada inteligente, su observar silencioso, el zarpazo veloz de sus brillantes comentarios y la elegancia austerísima de todo su actuar fueron virtudes en común con ese animalito al que tantos vates consideran una misteriosa deidad. Nacida un 7 de octubre con el sol en Libra, el signo de la balanza, "el Gato" era capaz de mantener la calma y mediar en tempestades emocionales entre colegas ni remotamente tan flemáticos como ella. Le bastaba, para apagar un conflicto fratricida, con tirar sobre la mesa una pregunta como: "¿Dónde tenés la Luna?" (Es decir, en qué signo de la carta natal) o una interjección: "¡Y tu alma inmortal!". La belleza de los saberes arcanos era para ella justamente eso, belleza, en el mismo mundo que la de la palabra.

La poesía contemporánea argentina tiene una deuda de gratitud con ella.

Ejerció la poesía y la traducción casi como una misma ciencia rigurosa de lo bello. Nadie en su patria y en su tiempo, a excepción quizás de Hugo Padeletti, trabajó el poema con tanto cuidado por su efecto estético. Los poemas de Mirta, como los de Hugo, son pequeños milagros semejantes a esos autómatas hermosos que creaban los orfebres del siglo XVIII, máquinas perfectas capaces de imitar la vida de un insecto o de un ave. En sus libros de poemas incluye traducciones, que participan de la misma exigente exactitud. A fines del siglo pasado escribió Teoría sentimental (1994) y El arte de perder (1998); en este, además de un bestiario en co-autoría con Ezequiel Zaidenwerg (Bichos, 2017) publicó El paisaje interior (2012) y Cuaderno de oficio (2016), que se sumaron a la segunda edición en 2018 de El árbol de palabras (2006), su obra reunida, hoy su poesía completa. ¿Qué decir? ¿Cómo decirle adiós? Gracias. Misión cumplida.