“¿Qué fue lo que hizo que Melvin, el más joven de los niños Kaminsky, fuera alguien tan condenadamente divertido? Más tarde la gente diría –él mismo lo diría– que fue Brooklyn, la Gran Depresión, el hecho de ser judío y el haber crecido bajo la sombra de Hitler. Pero había además algo ligado al nacimiento y a los genes familiares que contribuyeron a ‘la extraña amalgama, el maravilloso pastiche que soy yo’”. Las primeras palabras de Funny Man, la profusa y exhaustiva biografía de Patrick McGilligan que acaba de ser publicada en idioma inglés, demarcan de esa manera un territorio geográfico, histórico, religioso y cultural, el caldo primigenio de uno de los indiscutibles reyes de la comedia (teatral, televisiva, cinematográfica) del siglo XX. A partir de allí y a lo largo de más de seiscientas páginas, el autor –responsable de otros volúmenes biográficos dedicados a figuras como Alfred Hitchcock, Clint Eastwood, Jack Nicholson y Fritz Lang, entre otros– recorre pormenorizadamente la extensa y fructífera vida y obra de Melvin James Kaminsky, el neoyorquino descendiente de judíos rusos que, con tenacidad, esfuerzo y no pocos tropezones, logró encaramarse en la cima del difícil arte de hacer reír y transformarse, a casi dos décadas de transcurrido el siglo XXI, en el último gran comediante clásico vivo. Y coleando. McGilligan es generoso a la hora de alabar las bondades de Brooks como creador de algunos de los personajes y momentos más recordados del cine y la tevé de los años 60 y 70, pero además de aportar argumentos en la defensa de esas luces, no esquiva las sombras de la personalidad del homenajeado: su tendencia a la tiranía durante los rodajes, el celo furioso de su patrimonio artístico, la obsesión por transformarse siempre en el centro de atención. El recorrido es estrictamente cronológico y las páginas le dedican un espacio similar a su infancia y adolescencia, a los años de la Segunda Guerra en territorio europeo, a sus primeros pasos en el vodevil, al cruce definitorio a la televisión junto al legendario Sid Caesar, a la creación del Superagente 86 o a los pormenores del rodaje de El joven Frankenstein. En los agradecimientos finales, el biógrafo afirma que muchas personalidades decidieron no participar del proceso de investigación del libro aportado recuerdos y anécdotas o bien aceptaron bajo el más estricto anonimato. Famoso por su capacidad de litigio legal ante cualquier posible afrenta a su persona o a su obra, Mel Brooks –que acaba de cumplir 93 años, el viernes pasado– sigue siendo una figura tan respetada como temida. No es casual que McGilligan lo describa como una suerte de Jekyll y Hyde, su personalidad dividida en un Mel Bueno y un Mel Malo, criaturas internas indivisibles de la mente detrás de “Una primavera para Hitler”, la sinfonía de pedos más famosa en la historia del cine o, como productor –muchas veces desde las sombras– de largometrajes tan disímiles a los de su propia filmografía como El hombre elefante, de David Lynch, o La mosca, de David Cronenberg.

Luego de describir en detalle su nacimiento en 1926 y a los miembros más cercanos de la familia, las condiciones del proceso inmigratorio de sus antepasados, los cambios en su apellido y las condiciones de vida en los diversos barrios de Nueva York donde pasó su infancia y primera juventud, Funny Man confirma que, ya desde los primeros años de vida, el pequeño Melvin lograba hacer reír a aquellos que lo rodeaban. Luego de su quinto cumpleaños –según el libro y partiendo de una de las pocas entrevistas que dio la madre de Brooks, Kitty Kaminsky– el muchachito era capaz de imitar los rasgos más característicos de sus vecinos, acentuando sus rasgos físicos, su manera de moverse y hablar (además del inglés, el idioma más escuchado en el barrio era el yiddish). En esa época, Melvin comenzó a ir al cine, una de sus salidas favoritas, y los personajes que veía en la pantalla comenzaron a poblar su imaginación, a forjar un imaginario humorístico personal. “La madre llevó a sus hijos a Feldman’s, un jardín cervecero en Coney Island que ofrecía gratis la proyección de films mudos a sus clientes, junto con sus adorados hot dogs”, escribe McGilligan. “Allí, por primera vez, el pequeño Melvin vio a Charlie Chaplin y a Buster Keaton mientras comía un frankfurter. Mucho después en su vida, Brooks expresaría opiniones diversas sobre Chaplin y Keaton, afirmando en una entrevista con el New York Times en 1976 que Tiempos modernos ‘no es divertida en absoluto’ y que El maquinista de La General era ‘terrible’”. Más allá de la afrenta a esos dos tótems de la comedia cinematográfica de todos los tiempos, el menor de los Kaminsky se enamoró de las películas, declarando muchos años después que “Eso era mucho mejor que la vida real. ¿Quién la necesita cuando existen las películas?”. Fue en esa misma época cuando vio la famosa versión de 1931 de Frankenstein, dirigida por James Whale, proyección que le provocaría durante varias noches pesadillas recurrentes en la cuales el monstruo subía por la escalera de incendio e ingresaba por la ventana en su cuarto. Cuatro décadas más tarde, un famoso Mel Brooks volvería al universo de esa película –a su atmósfera, al blanco y negro, al maquillaje del Monstruo– en la que posiblemente sea su película más famosa. Pero en su educación en el mundo del arte narrativo y el entretenimiento hubo muchas otras influencias tempranas que lo marcarían de por vida: Errol Flynn como Robin Hood, el serial de Flash Gordon, los musicales de Fred Astaire y Ginger Rogers, un buen puñado de westerns, las comedias de dos rollos de Los tres chiflados, los Hermanos Marx, las películas inglesas de Alfred Hitchcock, con particular predilección por El inquilino. Y también el teatro. En 1934, acompañado por su tío taxista, Brooks asistió a una función en pleno Broadway de Anything Goes, la exitosa obra musical con composiciones de Cole Porter, iniciando una relación de amor absoluto con las tablas, que afianzaría con el correr de esa década y lo acercaría a los placeres del baile y la música. “Una obra musical no sólo te transporta sino que se queda en tu cerebro gracias a las canciones. El musical barre con el polvo de tu alma, como ningún otro fenómeno en la historia del show business”, declararía setenta años más tarde de ese encuentro seminal, con palabras que bien podrían haber salido de la boca de Leo Bloom, uno de los personajes más inolvidables de su primera película, The producers (estrenada en Argentina con el peculiar título Con un fracaso... millonarios).

DE UN SÁDICO A UN MASOQUISTA

El primer sketch cómico de toda su carrera fue escrito por Mel Brooks a los quince años, en 1941, y tuvo su estreno en el Butler Lodge, un complejo de cabañas en las montañas de Catskill, donde solía pasar parte de los veranos. Una mujer, empleada del lugar y actriz improvisada, entra en escena. Melvin dice “Soy un masoquista”. “Yo soy sádica”, es la respuesta. “Pégame”. La bofetada llega y el sonido provoca risas en la audiencia. El gag verbal final, es de suponer, aún más: “Espera un minuto, un momento. Creo que soy un sádico”. Ya de regreso en Brooklyn, su madre le compró un set de batería y el quinteto amateur Melvin Brooks and the Wife Beaters (el apellido real ya le había cedido el lugar a un temprano nombre artístico; el “wife beaters”, los “pega esposas”, no pasaría el termómetro de la corrección política actual) comenzó a tocar en casamientos y en bar mitzvahs. Cuatro años más tarde, cuando con dieciocho años recién cumplidos entró en el servicio militar durante los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, la joven promesa escribiría algunas obritas de teatro humorísticas para la diversión de su batallón, estacionado en el norte de Francia. Para Patrick McGilligan, “en Hitler y en los nazis encontró a los némesis de su vida. El ejército lo endureció físicamente, lo hizo más fuerte y nervioso y agregó una capa de coraza externa a su personalidad. (...) Según consta en su baja militar, Brooks fue el encargado de programar los entretenimientos ofrecidos por el Ejército y de gestionar las producciones amateurs ofrecidas por los propios soldados, además de hacer las veces de maestro de ceremonias, escribir diálogos y dirigir shows para el personal militar”. Es posible imaginar nuevas versiones del clásico sketch de los soldados travestidos, magníficamente retratado en el clásico de Jean Renoir La gran ilusión, pero también gags verbales con juegos de palabras en una mezcla de inglés y alemán. Momentos formativos que, sin duda, lo marcaron a fuego y forjaron ciertas ideas y rutinas que, en poco tiempo, en la alborada de los años 50 y el inicio de la primera era dorada de la televisión, Brooks pondría en práctica de manera mucho más profesional.

Cuando Sid Caesar conoció a Melvin Kaminsky lo tomó casi de inmediato como su protegido y le ofreció el mejor de los regalos: ser su gagman personal. En 1948, Caesar comenzaba su vertiginoso ascenso al estrellato y estaba necesitado de hombres de confianza que, además, fueran ligeros y astutos a la hora de imaginar, construir y pulir gags. Mel, en ese sentido, era imbatible. La anécdota de la noche en la que Sid dejó colgando de un balcón a Mel –una chanza que podría haberle costado muy caro a ambos– es relatada en Funny Man a partir de varias fuentes, junto a los detalles del acuerdo laboral entre la figura estelar y el joven veinteañero que iniciaba su carrera. La transmisión en 1949 del Admiral Broadway Revue, una de las revistas musicales y cómicas pioneras en la historia de la televisión, hizo que Brooks tomara contacto por primera vez con el naciente medio. “Brooks reconoció en varias ocasiones que su relación con Caesar era la de un niño que grita para llamar la atención de su padre, aunque la nueva estrella de la televisión tenía apenas cuatro años más que él”, escribe McGilligan, citando luego al propio Mel: “Perdí a mi padre cuando tenía apenas dos años. No puedo recordarlo. Hay algo muy grande que ha faltado en mi vida, hablando en términos emocionales. Y hacer alianzas con figuras paternas ha sido siempre algo importante para mí. Caesar fue enorme en mi vida, emocional y profesionalmente”. El estreno en 1950 de Your Show of Shows, en el cual Brooks tendrá un rol como inventor de gags aún más relevante, lo puso en contacto con otra figura crucial en su vida: el actor, director, productor, guionista y, por supuesto, comediante Carl Reiner. El futuro creador de El show de Dick van Dyke y el director de Cliente muerto no paga y Hay una chica en mi cuerpo trabajó codo a codo junto a él y al resto del equipo de guionistas durante varias temporadas (algunos años más tarde, se sumaría al grupo soporte de Caesar otro futuro rey de la comedia: Woody Allen). La biografía, definitivamente no autorizada, describe también los constantes accesos de mal humor e ira de Brooks, sus llegadas tarde a las reuniones creativas y su afición por el uso humorístico de las palabrotas (su favorita era “cocksucker”), además de la relación con su primera esposa y madre de sus tres primeros hijos, la bailarina y actriz Florence Baum. Los años 50 transcurrieron frenéticamente gracias al trabajo junto a Caesar, pero la década siguiente se transformaría en el sueño hecho realidad del éxito televisivo, primero con una rutina cómica seriada, tanto en las pantallas como en una colección de populares discos fonográficos: 2000 Year Old Man, creada, escrita y protagonizada junto a Reiner. Y luego, a partir de su estreno en 1965, con ese batacazo televisivo inoxidable llamado Get Smart y conocido en toda Hispanoamérica como Superagente 86.

PRIMAVERA PARA MEL

El éxito de la serie protagonizada por Don Adams trajo aparejados no pocos problemas de “cartel”, debidos, según afirma McGilligan, por la obsesiva necesidad de Brooks de recibir todo el mérito por sus obras, incluidas aquellas creadas de forma colaborativa. Mérito y dinero: décadas después, el comediante le pediría disculpas públicas a Buck Henry, cocreador del universo de Maxwell Smart, por no haberle dado el reconocimiento necesario (y las regalías correspondientes) por su trabajo. También por aquellos años, divorciado de Baum desde 1961, Brooks se casaba con Anne Bancroft, un enlace muy celebrado en los medios que continuaría hasta la muerte de la actriz en 2005 y le daría a Brooks un cuarto descendiente. 1966 fue un año muy activo para ambos. Mientras Bancroft se preparaba para el papel por el cual sería recordada hasta la eternidad –su Sra. Robinson en El graduado–, Brooks luchaba para conseguir el apoyo necesario para la realización de su primera película, titulada hasta ese momento “Una primavera para Hitler” (título que pocos financistas, muchos de ellos judíos, estaban dispuestos a tolerar). Finalmente, los planetas terminarían alineándose para la producción de The Producers (1967), incluido su sueño de larga data de contar con el comediante Zero Mostel para uno de los dos papeles centrales. El otro, desde luego, le correspondería a Gene Wilder, a partir de ese momento y durante varios años uno de los colaboradores más cercanos del director, relación no exenta de conflictos, roces y choques. Si el rodaje del film no comenzó de la manera más auspiciosa (ver recuadro), su relativo éxito en la cartelera cinematográfica impulsó la carrera como realizador del ya no tan pequeño Melvin, de 41 años en el momento del estreno, quien no podía entonces imaginar que muchos años después, ya en el nuevo milenio, la película tendría no sólo una remake sino una puesta teatral tan exitosa que permaneció en cartel en Broadway durante más de seis años. En cuanto a los personajes de la historia, Max Bialystock y Leo Bloom, el autor de Funny Man afirma que Brooks los creo “conscientemente como representaciones de su propio y dividido ser: el Mel agradable (Bloom) y el Mel rudo y crudo (Bialystock). ‘Max y Leo son el yo y el ello de mi personalidad. El primero es duro, fanfarrón, lleno de ideas, ambiciones y con el orgullo herido; el segundo es un niño mágico’”.  

1970 comenzó con el estreno de Las doce sillas, el inicio de la década de mayor éxito de Mel Brooks como realizador. El lanzamiento en el mismo año, 1974, de Locura en el oeste y El joven Frankenstein –ambos en el Top 5 de los títulos más taquilleros de la temporada– lo transformó en el hombre del año, además de una de las figuras más poderosas de Hollywood. Según McGilligan, “Brooks se instaló en una gran oficina en los estudios 20th Century Fox y la decoró con un gran piano de laca negra, un retrato enorme de León Tolstói y una ampliación de una etiqueta de champagne Château Latour. Más tarde les sumaría los posters de sus películas y una mesa con todos los premios obtenidos”. Brooks es, desde luego, uno de los pocos miembros del exclusivo club EGOT, ilustres ganadores del cuarteto de galardones más relevantes del mundo del espectáculo estadounidense: Emmy, Grammy, Oscar y Tony. En aquel momento, el recién coronado rey de la comedia afirmaría en una entrevista que “puedo entrar a cualquier estudio, decir mi nombre y el presidente de ese estudio saldrá volando desde detrás de su escritorio”. La fama de Brooks en Argentina haría que sus siguientes dos largometrajes, Silent Movie (1976) y High Anxiety (1977), fueran estrenadas con nombre propio en los títulos locales: La última locura de Mel Brooks y Las angustias del doctor Mel Brooks. Dos films extraños, por momentos brillantes, esencialmente fallidos, definitivamente atrevidos, parodias que toman sendos universos (el de las películas mudas y el del cine de Alfred Hitchcok) para trabajar la idea del encadenamiento de gags desde una óptima, al mismo tiempo, primitiva y sofisticada (allí se encuentra el origen de la estructura de ¿Y dónde está el piloto? y todos los derivados producidos por el trío Zaz e imitadores). Funny Man continúa describiendo, en ciertos pasajes de manera microscópica, los procesos creativos de esos títulos y de aquellos que llegarían en los 80, comenzando con La loca historia del mundo Parte 1 (la película más cara de toda su filmografía), como así también la fundación de Brooksfilms, la compañía mediante la cual produciría una buena cantidad de largometrajes bajo el anonimato –Frances, de Graeme Clifford, la ya citada El hombre elefante, Mi año favorito, de Richard Benjamin–, como así también comedias como Soy o no soy, la remake de la obra maestra de Ernst Lubitsch Ser o no ser, dirigida por Alan Johnson. La historia no se acaba allí y, a pesar de haber perdido el podio obtenido décadas atrás –nadie es rey eternamente– Brooks nunca dejó de estar activo, como lo demuestran los últimos dos capítulos de la biografía. Un retrato que, a pesar de lanzar una buena cantidad de dardos, no esconde una esencial adoración por su objeto de estudio y homenaje: “La gente ama a la gente que la hace reír. Lentamente, con el correr de las décadas, Melvin Kaminsky transformó su identidad inventada en un nombre propio –una marca– de la risa. Un gusto delicioso, como las magdalenas de Marcel Proust, que endulza la vida y dispara un diluvio de afecto”.



Superagente 86 

1965-1969

El título original de la serie, Get Smart, es un juego de palabras imposible de traducir, un cruce entre “atrapen a Smart” y “avivate”. Funny Man detalla el origen y posibles autores de muchas de las líneas de diálogo y gadgets más famosos, como así también la génesis del nombre del personaje central. “Se propusieron muchos nombres para el super espía, entre otros Lance, Dagger y Bounty Hunter, antes de que Brooks llegara al ‘Smart’. Primero fue Raymond Smart, luego Maxwell Smart. Maxwell, según explicó Brooks en entrevistas tiempo después, derivaba de Max, el nombre de su padre, al igual que el Max Bialystock en The Producers. (...) ¿Cuál de los guionistas tuvo la idea original de muchos de los gags recurrentes de la serie? Brooks y Buck Henry debatieron fuertemente su procedencia con el correr de los años. En una rara entrevista conjunta, Henry afirmó que él tenía mucha mejor memoria y que el cono del silencio había sido idea suya, mientras que el zapatófono había sido creado por Mel a partir de un extraño sueño. Brooks diría luego que ambos artilugios habían sido creaciones suyas”.


Con un fracaso… millonarios

1967

“Brooks pasó casi una década pensando el guion, años escribiendo borradores, meses planeando la producción. Para tener éxito debía lograr, en ocho semanas de filmación y algo más de posproducción, un balance en su personalidad, entre el hombre que podía ser rígido, controlador y combativo –especialmente en privado– y el cómico que era relajado y divertido en público. Wilder le confió a Bancroft que tenía un poco de preocupación por Brooks. Ella era una de las pocas personas que tenían permitido el acceso al set, junto con Carl Reiner, Joseph Stein y el dramaturgo Arthur Miller, cuyo hijo era uno de los asistentes de rodaje. (...) Nervioso, en su primera toma como director Brooks no gritó ‘acción’ sino ‘corten’. El primer encuentro entre los protagonistas fue lo primero en ser filmado. Brooks diría luego que había absorbido el concepto básico de cobertura de cámara y de insertos para edición en sus trabajos televisivos y que inicialmente no estaba seguro de como encuadrar los planos. Según recuerda el montajista Ralph Rosenblum, ‘para el final del primer día en el set, Mel estaba inquieto. ¿Acaso no sabía que en las películas se llegan a filmar unos cinco minutos de película utilizable en un día? Brooks no soportaba la espera y su impaciencia se extendió rápidamente al reparto’”.


El joven Frankenstein 

1974

Durante la pre producción de El joven Frankenstein, que se transformaría con el tiempo en la película más celebrada y recordada de Brooks, Gene Wilder, su principal guionista, “ganó una discusión temprana y crucial”, según se afirma en Funny Man. El actor rubicundo, inseparable de la obra temprana de Brooks, “insistió en el hecho de que no iba a escribir ninguna parte para que la interpretara el director. ‘Brooks como actor improvisa constantemente, haciendo guiños al público y rompiendo la cuarta pared’, según palabras del propio Wilder. El joven Frankenstein debía ser interpretada de manera seria, sin guiños. Brooks debía concentrarse en la dirección, como había hecho en The Producers. Y así sería, transformándose en la única película de Mel Brooks, junto a su ópera prima, sin su presencia en pantalla. ‘La diferencia cuando dirige y actúa y cuando sólo dirige es la misma que hay entre un buen director y un gran director’. (...) Según Brooks, El joven Frankenstein trataba el tema de la ‘envidia del útero. El monstruo es eso que la gente que le teme a la inteligencia cree que es la inteligencia, al estar personificada por un ser humano’. Detrás del humor de todas sus películas hay comentarios serios sobre la sociedad o la naturaleza humana, como el racismo y la codicia”.


Las angustias del doctor 

Mel Brooks 1977

Dice la leyenda –narrada por el propio Brooks en los comentarios de audio de la edición en bluray de Las angustias del doctor Mel Brooks– que el director le mostró al maestro del suspenso el primer corte de su película-parodia-homenaje en una función privadísima. Al terminar la proyección, Alfred Hitchcock salió de la sala sin decir ni una sola palabra. La biografía de Patrick McGilligan termina de narrar esa anécdota de la siguiente manera: “Uno de los fans más desvergonzados de la película era Hitchcock, quien le envió a Brooks una caja de lujo con una botella de Château Haut-Brion justo a tiempo para las nominaciones a los premios Oscar, aunque esta vez Brooks no recibió ninguna. Tanto Brooks como Anne Bancroft fueron conspicuos asistente al funeral de Hitchcock una soleada mañana de mayo de 1980”.