El prolífico Hernán Brienza admite que pensó su libro como un “manualcito”. La idea base fue divulgar coordenadas básicas del pensamiento nacional, para todos aquellos jóvenes interesados por el tema. Así lo pensó, así le ubicó un nombre (La argentina imaginada) y en eso se puso a trabajar, tal su estilo. “Le puse así porque me gusta la idea de que la Argentina puede ser imaginada todo el tiempo, que hubo diferentes maneras de imaginarla, y las seguirá habiendo. Es un título pensado desde la pluralidad y la diversidad, porque este libro no te dice qué es la Argentina, sino cómo la imaginaron sus pensadores”, introduce Brienza que, en efecto, opera como un facilitador en la materia recorriendo los itinerarios de las grandes plumas del pensamiento vernáculo, desde Manuel Gálvez y Manuel Ugarte hasta Arturo Jauretche y Juan José Hernández Arregui, pasando por Raúl Scalabrini Ortiz y los hermanos Irazusta. “Me pareció interesante sistematizar la historia del pensamiento nacional, como una invitación a la lectura de esa tradición”, dice el politólogo y docente, mientras degusta un cortado en el bar de Los Patriotas.
–Por lo pronto es clarificador que piense y exponga rupturas y continuidades entre los tres nacionalismos: el oligárquico, propio de la década del treinta del siglo pasado; el popular, que el peronismo retoma del los caudillos del siglo XIX, y el “de izquierda”, como algunos llamaron al que proliferó en la década del setenta. Acá parecería radicar la carnadura central del trabajo.
–Agregaría algo: los cruces entre el nacionalismo, en sus diferentes vertientes, y los diversos liberalismos. Al nacionalismo popular, por ejemplo, le da pudor decirse liberal, aún cuando tiene bastante de Belgrano o Castelli, que eran dos liberales. O, en otra instancia, el acercamiento que se produce entre el liberalismo conservador y el nacionalismo más agresivo, cuando aquel necesita blindarse, como con la dictadura del ‘76 o la Liga Patriótica. Hay algunos puntos de contacto por ese lado. Y después, sí, la parábola que planteás que yo sintetizaría con la figura de Leopoldo Marechal, que empieza en un nacionalismo onda Gálvez y termina bautizándose en las aguas del Caribe, con la revolución cubana. El propio Cooke fue eso.
–Profundo rosista, Cooke.
–Sí, claro. Por eso digo. Es raro, porque en esa parábola yo me pregunto: ¿hubiera llegado Lugones al peronismo, como finalmente llegaron Gálvez o Ernesto Palacio?
–El eterno problema de lo contrafáctico, que se intensifica cuando se trata de una historiografía como la nacionalista, muy ligada a las luchas políticas de cada encrucijada. ¿Cuán complicado fue lidiar con esta inconveniencia metodológica?
–Por eso hablo de tradiciones, de cuestiones un poco más laxas y no defino en forma de categorías científicas. Es complicado usar categorías muy cerradas, porque además los personajes se te cruzan. No sé, pienso en un Palacio diciendo “no se escribe para el pueblo sino desde el pueblo”. Esto tranquilamente podría decirlo un nacionalista de izquierda, y sin embargo lo dice él, para el diario La Nueva República.
–Acá te topás con otro problema epistemológico: ¿Es factible hablar de izquierda y derecha cuando se aborda el pensamiento nacional? ¿Qué son? ¿Cómo funcionan esas categorías cuando se analiza éste? En el libro, efectivamente lo marcás como una dificultad.
–Uno tiende a pensar que la izquierda estaría cerca de lo popular, pero a veces lo popular no es culturalmente de izquierda. A veces lo popular no escucha Silvio Rodríguez, no canta las canciones de la Guerra Civil española y entonces uno se pregunta qué pasa cuando lo popular no tiene una tradición de izquierda. Acá aparece lo complejo, porque cuando tenés un pueblo cristiano, conservador, con grandes contradicciones provinciales ¿cómo lo definís? Acá, un Gálvez te dice que la tradición es el fundamento de la Nación. Quiero decir que hay algo conservador en los movimientos populares, incluso como reacción a movimientos excesivamente vanguardistas. Esto pasó, aunque parezca mentira, en 2015, cuando lo conservador era mantener lo popular, el kirchnerismo, y lo modernizante era ir hacia Cambiemos.
–Bueno, aquí aparece el factor Perón que también driblea sobre la dicotomía conservadurismo–progresismo.
–Es que en cierto sentido el peronismo es un movimiento de orden... nacional y popular, pero de orden. Lo que pasa es que el liberalismo conservador lo puso en un lugar de contracultura, porque durante veinticinco años le impidió llegar al gobierno, cuando Perón no era un hombre de contracultura. Por eso, cuando sectores de izquierda o “progres” se acercan al peronismo, muchas veces chocan con la realidad, no sé, de una chica en el interior del interior que no comprende los movimientos de avanzada. Esto es muy impactante.
–Otro de los ejes del libro ronda sobre la idea de la Nación como un invento, en el sentido que lo piensan Eric Hobsbawm o Ernest Gellner.
–Es la teoría de que la burguesía necesitaba mercados cautivos y entonces “inventaba” una Nación, que Gellner lleva a un extremo, sí. Lo que pasa es que en nuestros países no pasó eso. Los que construyeron la Nación fueron las oligarquías terratenientes, no los movimientos jacobinos de mayo.
–¿Pero las naciones se inventan o no?
–No. Creo que siempre hay algo abajo, porque si no corremos el riesgo de creer que un burgués todopoderoso se levantó un día e inventó la Nación de Francia, y los franceses fueron todos unos giles que se comieron el verso de ese invento. No es así. Evidentemente, algo pasó en Francia para que se constituya una Nación, lo identitario, el amor a la tierra, en fin. Igual, tampoco tiene mucho sentido la discusión, porque una vez que la Nación está, está, y ya no hay nada que discutir... solo hay que ponerse a trabajar.