“No queremos asistir en la prensa al espectáculo de sangre que va a darse en la República”, escribió José Hernández en el número final de El Río de la Plata. 22 de abril de 1870. Es el comienzo de lo que tituló “Última palabra”, editorial del periódico que dirigió durante ocho meses en Buenos Aires. Es que once días atrás en el palacio de San José a don Justo José de Urquiza le han puesto un tiro en la boca y cinco puñaladas en el pecho. La partida que lo liquidó mentaba una revolución y vivaba a un ex lugarteniente del caudillo, el general Ricardo López Jordán, que al toque fue elegido por la legislatura como reemplazante del difunto en la gobernación de Entre Ríos y, trascartón, solicitó reconocimiento al presidente Sarmiento. Pero Sarmiento lo acusa de ser el autor intelectual del crimen y manda al Ejército. “La intervención –Peligros serios”, titula a otro de sus artículos de esos días Hernández, que se ve venir la escalada armada. “Allá, en aquella provincia salvada a las borrascas que han azotado la República en los últimos años, se levantaba la figura culminante del general López Jordán, a quien por sus antecedentes, por la participación que le cupo siempre en los sucesos en que fue actor el ejército entrerriano, por su conducta en los combates, por su popularidad y prestigio, se le indicaba por todos como el sucesor natural del general Urquiza y el presunto heredero de su poder”. La noticia del crimen, escribe, llega envuelta en nubes tenebrosas. “El nombre de López Jordán se pronuncia por todas partes sin que se conozca el rol que verdaderamente le ha cabido desempeñar en tan terrible tragedia –señala–. Nosotros, por el conocimiento personal que tenemos del hombre, nos resistiremos siempre a creer en su participación, sin que por esto nos hallemos dispuestos a absolverlo de antemano”.
Los textos son parte del decimocuarto y último tomo publicado de lo que se anuncia como sus Obras Completas, un trabajo exhaustivo que comenzó a destilarse en 2005 con Instrucción del estanciero y concluye ahora, con el tercer libro que recoge los textos que publicó en El Río de la Plata. “Una tarea bastante larga, hecha por un equipo de trece jóvenes graduados de las universidades de La Plata, Córdoba, Buenos Aires y Misiones”, dice Ángel Núñez, hernandista, licenciado en Letras y profesor de literatura, 79 años, el director de este proyecto, que tiene el reflejo continuo de salirse del protagónico y destaca la faena conjunta o las procedencias de los materiales. Y a Hernández, claro. “Lo primero fue rescatar todo lo que ya estaba, para no hacer las cosas dos veces, no caer en esta cosa argentina de decir ‘todo está mal’ y empezar de cero –dice–. Y fue muchísimo material el que encontramos”. Una vertiente importante fue el trabajo que hizo el académico Alejandro Losada, que murió en 1985. “Él terminó su carrera en la Freie Universität de Berlín, y tuvo la obsesión de publicar el periodismo de Hernández –cuenta Núñez–. Y anduvo con su maquinita de escribir por varias hemerotecas, en Paraná y otros lugares, y copió, qué sé yo, unos 200 artículos. Nos comunicamos con la viuda de Losada, que había donado los materiales a esta universidad, y ahí dimos con una profesora brasileña, Ligia Chiappini, que para más nació en Santana do Livramento, el sitio en el que tuvo que exiliarse Hernández. Ella nos facilitó los papeles, las fotos y los libros que había reunido Alejandro”.
Con esa base inicial, el equipo rastreó y recopiló textos de La Reforma Pacífica, de El Nacional Argentino, de El Litoral, de El Argentino (estos tres últimos, de Paraná); de El Eco de Corrientes; de La Capital, de Rosario; y de El Río de la Plata. Seis tomos de los catorce están dedicados a la obra periodística, y tres de esos a su exitosa publicación porteña, donde escribió ¡cerca de cuatrocientos artículos en ocho meses!
En esa temporada escribe sobre la fundación del diario La Nación, y con frecuencia, enjundia e ironía le critica a Bartolomé Mitre el despilfarro de recursos para “guerras fraticidas” que terminará utilizando para sus aspiraciones personales. Y sienta posición ante cuestiones como el alumbrado público, los jueces de paz, las escuelas, las trifulcas de prensa; describe el panorama del comercio en el Litoral; se congratula con la noticia de la muerte de Solano López en Paraguay; se queja de la mirada peyorativa del periódico Standard, “órgano de los intereses británicos en el Plata”, que por “excesivamente violento” desacredita a la Argentina “ante los ojos de Europa”; y traza la crónica del cruce entre la comparsa italiana “Stella” con otra de criollos, “Progreso del Plata”, que derivó en “una tremolina de que resultaron varios heridos”; y desconfía y advierte sobre los establecimientos de beneficencia, “servidos por comunidades extranjeras que con el nombre de Hermanas de Caridad” pareciera “que fueran las más competentes y aptas”, aunque registra “serias quejas de algunas personas que son víctimas del maltrato y dureza”. Tiene 35, Hernández, a esa altura. Siete años atrás, en 1863, había publicado el folleto Rasgos biográficos del general D. Ángel V. Peñaloza, que recopilaba sus artículos sobre el asunto en El Argentino de Paraná. En 1875 la reeditaría, con variaciones importantes y en plena polémica con Sarmiento, famoso su regodeo por la ejecución sanguinaria del caudillo: el texto de Hernández pasará a llamarse, ya, Vida del Chacho. En las obras completas este tomo incluye reproducciones facsimilares de ambas ediciones originales, y también de El Chacho, último caudillo de la Montonera de los Llanos, de Sarmiento, y también lo que escribió Juan Bautista Alberdi sobre el padre del aula (Facundo y su biógrafo. El Chacho – Sarmiento); y además correspondencia entre Mitre y Sarmiento antes y después del asesinato.
“Y lo que hemos descubierto, a medida que íbamos haciendo el trabajo, es a un Hernández desconocido –dice Núñez–. Porque pongamos a un lado al Martín Fierro, que es el gran poema nacional: se podrá discutir, a unos les gusta y a otros no (que está pasado de moda, o que si es o no el Viejo Vizcacha), pero está consagrado. Es discutible pero consagrado; con Élida Lois hicimos una edición crítica que incluye opiniones de gente de distintos lugares del mundo que estudia el poema. Por supuesto que está incluido en las obras completas, no podía ser de otra forma. Pero dijimos: veamos todo el resto de Hernández. Y entonces hemos ido descubriendo a un importante pensador, que tenía una visión muy completa del país. Y en qué época: derrota de Rosas (de quien no habla, o lo critica muy genéricamente), organización del gobierno de Urquiza. Es un urquicista nato, digamos. Y es tan federal que se va a vivir a Paraná, se casa y tiene sus hijos allá. A partir de la batalla de Caseros escribe, durante veinte años, día a día. Funda diarios, los dirige. Y vive la vida política con una visión de conjunto”.
Aboga de continuo por la integración nacional y por la paz: “La sangre de nuestros padres se derramó por la Patria en sostener el grandioso pronunciamiento de Mayo de 1810 –escribía en 1860 para La Reforma Pacífica, corresponsal desde Paraná–. La sangre de nuestros hermanos se derramó después por la Libertad con la lucha constante, sostenida por veinte años contra la tiranía del déspota. La nuestra se ha derramado ya por la Organización Nacional y quizás veamos aún derramarse la de nuestros hijos. Estas son las tres grandes épocas de la República Argentina. Nuestra historia de medio siglo puede resumirse en estas tres palabras: sangre, sangre y sangre”.
Militares que escriben
Como Mitre y Sarmiento, Hernández también fue un hombre de armas tomar, y formó parte de las tropas de Urquiza en las batallas de Cepeda, Pavón, Arroyo Garay. “Si pensamos en el Siglo XIX, Juan María Gutiérrez publicó rápidamente las obras completas de Esteban Echeverría –señala Núñez–; de Sarmiento ni hablemos, no sé cuántos tomos, editados con apoyo oficial; las de Alberdi también estaban, restaban nomás los Escritos Póstumos que sus discípulos publicaron. Faltaban las de Hernández. ¿Por qué faltaban? Yo pienso que la política cultural ha influido, porque era antiliberal. Acusa a Sarmiento por el asesinato del Chacho, pero el inspirador de todo, para él, es Mitre. Mientras está exiliado en Montevideo, en 1874, Hernández dedica casi un año a analizar en artículos políticos y periodísticos la impronta de Mitre, a quien considera el jefe de la oligarquía porteña, anti federal, anti provincias, anti Paraguay. Entre esos artículos del ‘74 le escribe siete cartas a Vicuña Mackenna, el político chileno, que llamaba a Mitre ‘el gran hombre de América del Sur’ o ‘el gran estratega’. ‘¿Destruir el Paraguay es ser el gran hombre de América del Sur, qué política es esa?’, le pregunta Hernández. O sea, creo que atentar contra Mitre desde la política cultural es algo que provoca recelo en todo un sector de este país”.
Señala Núñez que en El Río de la Plata puede verse la preocupación de Hernández por un programa de gobierno, por la elección vía votación de los jueces de paz, “por la defensa de que el hombre pobre no sea manipulado”. “‘Estamos en una etapa de sangre y tenemos que pasar a una etapa de patria’, plantea él –sigue Núñez–. Es un hombre de Urquiza porque ve en él a un hombre que implanta la ley. Y coincide con el pensamiento de Alberdi, porque piensa que será la Constitución la que va a organizar al país. Que con Constitución Federal y respeto a las provincias, con desarrollo y progreso, ferrocarriles y comunicaciones, el país se pondrá en marcha y habrá una Nación Argentina. Uno de sus artículos se llama ‘Levantemos en alto el libro de la ley’: en ese sentido se entusiasma con Urquiza. Pero después Urquiza va cambiando. Y entonces Hernández adhiere a la rebelión de López Jordán contra Urquiza, que fue negociando con Buenos Aires para que le respeten la provincia. Los porteños invaden el interior, machacan a Peñaloza, van liquidando el caudillaje, pero no tocan Entre Ríos. Todo el pensamiento federal le advierte, ‘ojo, general, ayúdenos, mire que también lo van a atacar a usted’. Pero Urquiza ya había elegido su camino de negociación, y había renegado de ‘los paisanos desorganizados’”.
Que no quería asistir “en la prensa” al espectáculo de sangre que sobrevendría, escribió, tras el asesinato de Urquiza; poco después Hernández estaba alineado con López Jordán, combatiendo a las tropas de Sarmiento: el espectáculo de la sangre en directo, batallas con millares de muertos y el ejército argentino de estreno de ametralladoras y fusiles Remington (tecnología de avanzada para el progreso). Tras la derrota en Ñaembé, en 1871, López Jordán se replegó a Santana do Livramento con 1.500 hombres: entre ellos estaba Hernández. Sarmiento ofreció recompensas por sus cabezas: cien mil pesos por la de López Jordán, mil por la de Hernández. Pero al año siguiente el presidente dictó una amnistía y Hernández volvió a Buenos Aires, donde publicaría por entregas, en el diario La República, el Martín Fierro. Para finales del ‘72 se publicó como folleto: tremenda popularidad, continuas reediciones, paisanos que se reunían alrededor de los fogones para leerlo. “Se ganaba la vida con el periodismo, con la escritura –dice Núñez–. No era hombre rico, pero vivía de eso. Y de otras cosas: fue taquígrafo de la Convención Constituyente, por ejemplo. Más adelante se dedicó a vender campos. Se las rebuscaba”.
Así publicaba: en folletos. “Lo único que publicó en formato libro fue Instrucción del estanciero, aunque si era para que el paisano lo leyera, lo ideal habría sido que fuera también en folleto –dice Núñez–. Pero es un texto dirigido a Dardo Rocha, a su círculo rojo. Entre los pensadores de esa época Hernández tiene una cosa única: defiende al gaucho, al trabajador rural. Rocha, que era gobernador bonaerense, y era su amigo, le dice ‘mándese un viaje, vaya a Australia, vaya a Europa, para ver qué técnicas rurales podemos aplicar para desarrollar en la provincia’. Y Hernández le responde: ‘Mire, no gaste plata, yo le escribo ese libro. Porque nosotros sabemos cómo organizar una estancia para que produzca bien’. Y le escribe esta instrucción, para que un peón pueda organizarse, instalarse, y sepa qué es lo que hay que hacer. Y plantea, ahí: hagamos colonias con hijos del país, como se hace con los extranjeros. Los incluye. Podemos empezar con lo que sabemos, plantea. Y no es que fuera un primitivo, porque después como diputado y senador auspicia estudios científicos superiores de agronomía, veterinaria, no es que dice ‘ya sabemos todo’. ‘Con darle tierras a los paisanos organizamos la provincia –dice–. Y tienen que ser buenas tierras, no cualquiera: tienen que estar cerca del ferrocarril. Y si me dicen que no tienen cerca, bueno, tienen plata para comprarlas’. Los piensa como un elemento valioso del país, contra la opinión en general del propio Alberdi en Las bases, que nos dice: ‘Nunca vamos a lograr en nuestro hombre un obrero inglés, con ese método de trabajo, rigor, espíritu familiar’, etc. En cambio Hernández dice sí, este hombre sirve. No es un ser despreciable. Y cita: ‘Con ellos, que son los que han hecho la guerra, vamos a hacer el país’”.
A los liberales nunca les gustó el Martín Fierro, dice Núñez. “Borges llegó a decir que ojalá el gran libro no fuera ese, sino el Facundo –señala–. Ángel Battistessa, la academia, dijo ‘con un borracho asesino, qué modelo es ese’. Pero digamos que el poema se impuso por sí mismo. Lo que no se conocía es toda su visión del país”. ¿Y cómo fue que se enganchó Núñez con Hernández, dónde está el origen de su dedicación a estudiarlo? “Desde joven soy admirador del Martín Fierro –cuenta–. Estudié en el colegio El Salvador y nos lo hacían aprender de memoria. El padre Furlong (que además era profesor e historiador), especialista en las colonias jesuitas, lo paraba a uno en el patio, largaba un verso y preguntaba: ‘¿cómo sigue?’ ‘Y, no sé, padre’. ‘Hay que saberlo, de memoria’. Con ese sello, desde joven publiqué cosas sobre el libro, distintos enfoques”.
Núñez fue profesor de Literatura Argentina en la Facultad de Filosofía y Letras “en la época difícil de Perón”, dice, y subraya que incluye los años 70. Además de Hernández, se especializó en las obras de Roberto Arlt y Leopoldo Marechal. Su mujer, Silvia Beatriz Gallina, era cuadro político de Montoneros y fue secuestrada en diciembre de 1976: permanece desaparecida junto con su padre, sus dos hermanos y su cuñada. Núñez se exilió en Brasil con la hija de ambos, que por entonces tenía dos años. Vivió en San Pablo doce años, y cuenta que hizo de todo un poco para ganarse la vida: librero, distribuidor de diarios, profesor, publicitario. “Un domingo, en una playa, allá, compré La Nación y en un suplemento encontré un artículo escrito por Ángela Blanco Amores de Pagella, que había sido profesora mía en la facultad, en el que decía que existía un manuscrito de la primera parte del Martín Fierro, y yo me dije ‘uh, a eso hay que encontrarlo’”. A comienzos del menemismo, cuando volvió, lo rastreó. “La mujer que lo tenía estaba negociando con la Universidad de Texas, donde está la mejor colección de Martín Fierro que hay en el mundo –dice–. Por un precio menor conseguimos que lo compren los de Televisión Educativa: después de no sé cuántos años les dieron un premio Martín Fierro, y como símbolo compraron el manuscrito y lo donaron al Estado. Lo restauraron en la Unesco, porque acá no encontrábamos plata para hacer eso. Y ahora está en el Museo Histórico Nacional, en una especie de altarcito que le han hecho”. Que tuvo una formación nacionalista, dice. Y también: “Por peronista me tuve que rajar, por peronista me cagaron a patadas, y bueno, acá estoy”. Otra definición suya funciona para final: “Siempre estuve con Hernández en la cabeza”.