-Necesito escribirle.

-Yo voy a marchar.

Con la muerte de los otros, las personas se van reinventando. Con la partida de los más viejos se va la infancia volando en pedacitos de recuerdos. Con la de los pares llega el marchitar de la piel. La muerte de los jóvenes es la que más quema y desgarra. Así, las marcas de cualquier muerte quedan estampadas en ese hueco que se forma en el pecho, en el vacío que crece con el tiempo y cicatriza de a ratos para volver a sangrar algunos días.

María Esther Ríos definió como escozor la sensación que le recorre el cuerpo cada vez que pasa frente a una comisaría. El escozor es como un ardor intenso y doloroso parecido al que produce una quemadura. También lo puede provocar un disgusto o la desazón por una gran pena. Las quemaduras siempre dejan una cicatriz que se transforma en huella de lo que pasó. Una huella imborrable que cambia a una persona para siempre.

Para los romanos y griegos la muerte debía dejar una marca en los vivos. Después del asesinato de Aníbal Pellegrini, de 23 años, su mamá María Esther Ríos y su tía Norma Ríos no fueron las mismas. El camino de lucha y transformación de aquella familia recién empezaba. Las lágrimas de Mary irían forjando cada año poemas para firmarlos con tres fechas: la del nacimiento de su hijo, la de la muerte y la fecha en que renovaba el dolor por su ausencia. Cada palabra se transformó en su bastón, en un objeto que podía arrojar, vomitar. En una piedra para que trastabille el culpable. La piedra de su hermana Norma sería una vida dedicada a la militancia, a la lucha por los derechos humanos y a un reclamo de justicia que esparció por todo el país. A ambas les quedó la misma cicatriz, la misma huella: la impotencia y el dolor por la muerte de Aníbal en manos de un policía. La pérdida era definitiva. Una puerta se cerró para las dos mujeres, pero otras comenzaron a abrirse. La memoria y la lucha fueron su forma de sobrevivir.

Aníbal también tenía una cicatriz. Era física. Esa huella fue la que le devolvió su identidad. Once días tardaron en encontrar su cuerpo estancado a orillas del Carcarañá. El río lo acunó mientras las dudas se desvanecían en esa búsqueda desesperada. El agua lo abrazó tan fuerte que lo transformó en parte del caudal, borró rasgos, le escamó la piel. La gran sutura y una plancha de titanio, que tenía en su espalda por una operación de columna, fueron los datos claves y tristes para tener la certeza de que era él. La imagen del joven que todos recordaban ya no existía. Dos días más esperó la familia para velarlo. Al poco tiempo ya se había esclarecido su muerte y el culpable estaba preso. Más adelante, lo condenarían a cadena perpetua pero también lo beneficiarían con salidas a escondidas y con su sueldo de policía que seguía cobrando gracias al entonces gobernador Carlos Reutemann que, durante años, olvidó exonerarlo.

La mirada del que mata también deja una marca. La muerte no llega sola sino que la trae empuñada en su arma. La adelanta y la decide. Le pone día y hora. Esa tarde el policía Darío Hogsten arrastró a Aníbal bajo amenaza hasta un camino rural para ejecutarlo de un tiro en la cabeza con su arma reglamentaria. No le importaba la vida sino la moto del joven. Era una Kawasaki 1000 que fue enlutada de un negro opaco en un taller de Firmat, presagio del futuro que le tocaría vivir a las familias Ríos y Pellegrini.

Once días tardaron en encontrar su cuerpo  estancado a orillas del Carcarañá. El río  lo acunó mientras las dudas se desvanecían.

-Olvidar que el pasado y el presente están en contacto es no ver a la sociedad como el resultado de un genocidio impune y esto no es una discusión menor -sostuvo Norma Ríos, quien además de tía de Aníbal, hoy es una de las tres presidentas nacionales de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH). Desde aquel momento en el que empezó a vincularse con los organismos, las Madres y Familiares de Desaparecidos, mantuvo esta mirada hacia la corrupción policial que con los años se encargó de demostrar: que el accionar de la policía, la justicia y muchos ámbitos del Estado en las décadas pasadas y en la actualidad son consecuencia de crímenes que no tuvieron su condena una vez finalizada la última dictadura cívico-religiosa-militar de los 70. A pesar de que en los últimos años se motorizaron los juicios a genocidas, muchos murieron impunes o aún no fueron juzgados ni detenidos.

                        ...

Comienza diciembre

días cálidos y llenos de festejos,

mi niño grande ya no tiene

Navidades.

Ya no hay regalos para él

bajo el arbolito.

Ya no hay besos y buenos augurios

de un año mejor.

Ya no hay despedidas con amigos.

Mi muchacho de pelo largo

no está, es un lugar vacío

en la mesa familiar...

Estas fueron las primeras líneas que Mary le escribió a Aníbal a los tres meses de su muerte.

-Chau, ma -le dijo Aníbal a María Esther y caminó hacia su moto que estaba estacionada en la vereda. Había estado un largo rato lavándola y lustrándola para salir a la noche. Unos segundos después volvió sobre sus pasos para darle un beso.

-Chau, hijo -le respondió y fue la última vez. Mary hasta hoy atesora esa despedida. Era el 6 de septiembre de 1996.

Durante la tarde Hogsten lo llamó varias veces por teléfono.

-Esta noche voy a salir con un amigo, vamos a ir a Carcarañá y me va a presentar unas chicas -le contó Aníbal a su madre. El policía lo esperó en la estación de ómnibus de Casilda. Llevaba su uniforme y su arma reglamentaria. Muchos fueron los testigos que después declararon haberlos visto juntos en la moto un rato antes de que el joven desapareciera, un rato antes de que un proyectil impactara en su cabeza causando una muerte inmediata.

Ya era sábado cuando María Esther fue a hacer la denuncia porque su hijo no volvía. La policía no quería tomársela. Le decían que espere, que seguro andaba por ahí. Lo único que tenía claro era que cuando pasó esa mañana por la puerta de la habitación de Aníbal, la cama estaba vacía. El domingo su angustia había crecido demasiado pero la esperanza no la abandonaba. La llamó a Norma:

-Escuchame, ¿Aníbal está en tu casa?

-No, ¿cómo va a estar acá y no te vamos a decir nada? -respondió Norma desde el otro lado del teléfono.

-Salió el viernes y no volvió, no sabemos adónde está -le contó.

Un rato después Norma recibió un nuevo llamado, el de Héctor Caprin, la pareja de Mary:

-Aníbal está desaparecido desde el viernes, la Negra está como loca, no sé qué hacer.

Hacía un mes que en la casa de Mary habían instalado un teléfono fijo. Alrededor del aparato Aníbal había pegado papelitos con teléfonos de amigos.

-Esperé toda la mañana y mientras tanto empecé a llamar a todos los numeritos que encontré ahí. Algunos amigos lo habían visto el día antes pero ninguno me sabía decir dónde estaba. Uno de ellos, que había estado con él esa tarde mientras lavaba la moto, fue el que me dijo que se iba a ir a un cumpleaños a Carcarañá con un tal Hogsten.

Pasó una semana. Mary y Norma comenzaron a recorrer las radios del pueblo para pedir que se difundiera la búsqueda de Aníbal. También fueron a la intendencia. Por la jefatura de policía pasaban todos los días. En ninguno de esos espacios atendieron la urgencia y desesperación de las mujeres.

-Nos íbamos de todos lados sin nada, sin respuestas. Me quedaba horas y horas sentada frente al teléfono esperando que me llame. No entendía cómo de un día para el otro había desaparecido junto con la moto y ni siquiera se había llevado el carnet o los documentos -recordó Mary.

La familia lo buscaba. Los amigos lo buscaban. Los compañeros de trabajo lo buscaban. Desde el único lugar que no se buscaba era desde la policía. Algunos agentes llegaban hasta la casa de la mujer y le preguntaban si en la habitación de Aníbal había encendedores y cosas por el estilo, para intentar vincularlo a un caso de venta de drogas.

-Querían insinuarme que vendía drogas y por eso no aparecía -dijo.

Los diarios rosarinos habían comenzado a publicar la foto de Aníbal y hablaban de misterio en este caso aclarando que la última persona que lo había visto era un policía. Días después, en la misma página de la sección Policiales de La Capital, se publicó otra vez la foto del joven para fomentar la búsqueda y un poco más abajo otra nota que anunciaba el hallazgo de un cuerpo en las aguas del Carcarañá. Al otro día esas dos noticias serían lamentablemente una. El cuerpo era el de Aníbal.

María Esther y Norma Ríos, madre y tía de Aníbal.

-Lo mató y lo tiró al río. Eran los 90, en ese momento daba vueltas la certeza de que si el cuerpo no aparecía, no había condena. Pero el cuerpo no desapareció -contó Norma.

El Carcarañá es un río revoltoso y caudaloso, un río rápido y ruidoso. Esa noche hubo una tormenta muy grande y el cadáver de Aníbal se enredó en unas ramas. Sin esas condiciones es probable que nunca lo encontraran. Días después una pareja que caminaba por la zona lo vio y dio aviso a la policía. Mientras su víctima flotaba en el agua, Hogsten se paseaba en la moto, un trofeo que hacía tiempo anhelaba y perseguía. Lo hacía a la vista de todos.

El camino que la familia recorrió para esclarecer esta tragedia los llevó a saber que la Kawasaki 1000 había pertenecido a un joven de Arequito, quien después de que el policía lo hostigara, persiguiera y amenazara para quedarse con ella, decidió venderla. Aníbal la compró con mucho esfuerzo y un crédito bancario.

La amistad que Aníbal había entablado con Hogsten no le cerraba por ningún lado a su madre.

-Será porque tengo una moto linda -le dijo un día a Mary, en respuesta irónica a la pregunta de la mujer de quién era y qué quería ese tal Darío que lo llamaba tantas veces por teléfono.

Aníbal era un amante de las motos. Tenía una Gilera vieja. Cuando se enteró de que en la zona se vendía una Kawasaki 1000 empezó a sacar cuentas y a buscar la forma de comprarla. Tenía un buen trabajo pero no le alcanzaba.

Dos años después del homicidio, supieron que el vendedor de la moto había estado amenazado por Hogsten.

 -Si la moto no es para mí, no es para nadie -le había dicho.

-El pibe se asustó tanto que no dijo nada y la puso en venta. La vendió en siete mil dólares de la época a pesar de que su precio real era casi el doble. El chico trabajaba en el banco e hizo todo lo posible para que a mi hermana le den un crédito que ayudó a Aníbal a comprarla. El policía ubicó dónde estaba la moto, fue a Casilda, se hizo socio del gimnasio donde iba mi sobrino y empezaron a hacerse amigos, a salir juntos -recordó Norma.

Nadie está seguro cerca de estos hombres, ni amigos ni enemigos, escribió Rodolfo Walsh en sus artículos sobre La secta del gatillo alegre.

Al mismo tiempo que el cadáver era encontrado en el río, parte de la familia estaba esperando que el entonces ministro de Gobierno Roberto Rosúa los recibiera. La reunión se suspendió y viajaron inmediatamente a Casilda. El marido de Norma, Enzo Tossi, y Héctor confirmaron horas después en la morgue que se trataba de Aníbal. El hallazgo fue azaroso. Para justificar la ausencia de búsqueda, la policía sostenía que se había fugado por problemas de drogas o que se había ido con una mina. Las versiones falsas salían de las entrañas de la fuerza para encubrir el crimen. Hasta sirvieron para avivar las brasas de las internas policiales porque el rumor que más recorrió las calles de la ciudad fue el de que Aníbal era amante de la mujer del jefe de policía. Cuando apareció el cuerpo la táctica cambió y todos soltaron la mano del asesino.

La autopsia ayudó a saber que hubo golpes, además del balazo fatal. Aníbal tenía fracturado el cráneo y el maxilar superior. No había dudas de que fue un asesinato y la moto el motivo. La noticia llegó a la prensa nacional, la policía de Casilda decía que el caso era una madeja muy grande de desenredar y la justicia ordenó la detención de Hogsten y Sandra Martínez, su concubina. Al otro día apareció la moto en un taller de Firmat. La difusión del caso hizo que Amancio Cinalli, dueño del taller, se diera cuenta de que el rodado de alta cilindrada era buscado y de que estaba involucrado en un caso de homicidio. Vio que bajo la pintura negra asomaban el azul, blanco y rojo originales. Todo sucedió en cámara rápida después de tantos días de incertidumbre. Mary estaba mareada e inmensamente triste. Norma la sostenía y ya pensaba en los próximos pasos.

La certeza de que Hogsten había sido el asesino enseguida fue creciendo. Sobre todo después de que unas veinticinco personas testimoniaron en sede policial y otras diez en sede judicial. Uno de los relatos claves fue el del subjefe de la comisaría de Bigand que aseguró que mientras estaba junto a Hogsten en un operativo de control en la ruta lo escuchó decir que en poco tiempo tendría una moto para movilizarse desde Arequito a Villada porque una mina se la iba a regalar.

Villada era el lugar donde en ese momento el policía prestaba servicios después de haberse ganado dos sumarios administrativos por problemas de conducta mientras se desempeñaba en la localidad de Los Molinos. Tenía fama de matón y mucho conocimiento en artes marciales.

-Nosotros siempre sostuvimos que, además de la locura de este tipo por la moto, también se trataba de un sistema de desarmaderos que funcionaba en esa época y que iba desde Rosario hasta Córdoba. Cosas que nunca se probaron porque a nadie le interesó probarlas. Él estaba dentro de una estructura de impunidad. Todos sabían que tenía antecedentes de violencia. La intención desde el principio era matar. Él compra el aerosol horas antes de matarlo. Ya lo venía pensando. Lo mató porque lo podía hacer, porque había un criterio de impunidad que lo avalaba -afirmó Norma.

Hogsten no pudo arrojarlo al río sin ayuda. Por eso llamó a su concubina, y a la vez esta le pidió el auto a una vecina. A la primera la detuvieron por cómplice pero después quedó en libertad. A la segunda solo la citaron a declarar. Gracias a la investigación paralela de un familiar que era policía, Hugo Aliovero, salieron a la luz estos detalles y se pudo llegar a las pruebas más importantes como la mancha de sangre en el auto y en la baranda del puente, datos que no figuran en el expediente pero sirvieron para presionar y lograr alcanzar la verdad. Después de este recorrido, la salida de la fuerza de este oficial fue un hecho.

Al otro día que apareció la moto Hogsten confesó. Dijo que lo llevó hasta el camino rural y lo mató. Se subió a la moto, buscó el auto y volvió para arrojar el cuerpo al río. En las próximas indagatorias fue cambiando la historia que pasó desde denuncias de apremios ilegales para que reconociera el crimen hasta la versión en la que intentó acusar a Aníbal de querer matarlo y que el resultado fue en defensa propia. Nadie le creyó.

El intento de instalar la versión de que la víctima era quien tenía la intención de matar fue algo que le jugó en contra al asesino. En las ciudades chicas saber quién es el otro no es difícil. Aníbal tenía muchos amigos y todos sabían qué era capaz de hacer y qué no. Solidario y buen pibe. Sobre todo con sus compañeros de trabajo en la fábrica Gherardi. Los cubría con horas extras si necesitaban faltar y les prestaba plata. A la noche estudiaba para ser profesor de matemáticas aunque su sueño era ser astronauta. En su niñez y juventud había tenido que superar varios problemas de salud: una operación en la vista, obesidad y la gran operación de columna por su terrible escoliosis. Honesto y confiado. Coqueto. Pasaba varias veces frente al espejo para acomodar sus rulos. Tenía una gran sonrisa y ojos brillantes. Eso dijo Mary mientras miraba una foto en la que su hijo luce un gabán largo y gris. Y ahí se encuentran, en las fotos ya desteñidas por las lágrimas, en las palabras que le escribió, en las estrellas, en la luna.

Fragmento del Fascículo Nº2: "Aníbal Pellegrini", de la colección Escribirte en la Historia publicada por el Museo de la Memoria de Rosario y coordinada por Leandro Bartolomeo.