Alan. 18 años. Changarín. Sin antecedentes penales. Enviudó y quedó al cuidado de sus hijos, de 2 y 5 años. Uno de ellos tiene asma. Vive en Laferrere, pero su domicilio no pudo ser constatado. La policía no consiguió ingresar al barrio porque la zona estaba completamente inundada. Alan llegó a un juicio por flagrancia porque robó dos canillas de un convento. En la audiencia explicó que necesitaba comprar un Ventolín.
Javier. 36 años. Padre de cuatro hijos y recientemente desocupado. Robó una bicicleta Aurorita rodado 20. Le dieron probation y trabajo comunitario.
Ezequiel. 18 años. Adicto al paco, cocaína, marihuana y pastillas. Robó un stereo. Sin uso de armas. Con antecedentes de varios robos cuando era menor. Vive en la calle. También le fue otorgada la probation con trabajo comunitario, rehabilitación y obligación de anotarse en la escuela.
Historias como estas son las que poblaron las fiscalías porteñas en los últimos doce meses. Según un informe sobre la aplicación de la ley de flagrancia elevado al procurador Eduardo Casal y al que accedió en exclusiva PáginaI12, entre junio de 2018 y junio de 2019 los casos que llegaron a judicializarse fueron en un 90 por ciento por delitos menores. Ni el crimen organizado, ni las mafias ni los delitos complejos fueron el blanco de las fuerzas de seguridad en territorio porteño. Si bien se trata de una ley concebida para casos con penas de hasta 20 años de prisión, es decir que abarca casi todo el Código Penal, solo son los pobres y –lo novedoso y más relevante– los nuevos pobres los únicos judicializados.
El documento elaborado por la Fiscalía Criminal y Correccional N° 16 es contundente: “Del total de los casos relevados surge que en su mayoría son varones, jóvenes de entre 18 a 30 años, desocupados recientes, o que hacían trabajos en construcción, con primario completo o secundario incompleto, situación de calle o reciente situación de calle, que vivían en provincia, consumidores de sustancias prohibidas, o alcohol, o ambos, con familia disgregada, es decir población vulnerable, pobre o marginal que va en crecimiento. La mayoría son sin armas, robos pequeños, de celulares u objetos que se revenden o comida”.
El 1º de diciembre de 2016, el Gobierno anunció con bombos y platillos la puesta en marcha de la Ley de Flagrancia. La norma estableció un procedimiento jurídico sencillo y ágil con el que se pretendía resolver con mayor celeridad y eficacia los hechos en los que el autor resulta sorprendido en el momento de cometerlos o inmediatamente después; o mientras es perseguido por la fuerza pública. El resultado, tres años después, está a la vista. La nueva norma terminó por ser una herramienta para la gestión penal de los nuevos pobres, los que produjo la crisis económica. Así lo confirmó Mónica Cuñarro, titular de la fiscalía que elaboró la estadística, profesora en la Facultad de Derecho UBA y especialista en delitos complejos y administración de justicia.
–¿Se puede decir que los apresados en flagrancia en los últimos doce meses son personas que se volcaron al delito a partir de la crisis? –preguntó Página/12 a Cuñarro.
–Definitivamente sí, son nuevos pobres. Según el Indec, para vivir se necesitan 30.000 pesos y al declarar las personas no tienen ese ingreso. Tienen 20 a 30 años, solo con primario completo o parte del secundario. Viven en la calle o se quedaron sin vivienda. Cuentan que tenían trabajos de changas o en negro y lo perdieron, o que no les alcanza.
–¿Qué cosas roban?
–Lámparas, canillas, objetos de reventa, asado, salchichas, un termo, bebidas, alcohol. Lo que más impacta es que que la mayoría son nuevos adictos, al alcohol o a cualquier sustancia. Esto antes en CABA se veía poco, hoy es habitual.
La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, aseguró en abril de 2016, cuando aún se debatía la ley de flagrancia, que el proyecto liberaba “recursos estatales para la investigación y juzgamiento de los delitos complejos como el narcotráfico”. Sin embargo, no sólo no están disponibles los recursos necesario sino que, como se dijo, en la aplicación concreta la norma se transformó en una herramienta de criminalización de la pobreza:
Silvio. 18 años. Estuvo tres meses preso por hurto en grado de tentativa. Robó –sin uso de armas– un vino blanco que salía cien pesos. Le dieron probation y trabajo comunitario. Víctor. 40 años. En situación de calle y con dos hijos. Condenado a 4 meses de prisión por robar un celular. Trabajaba en la construcción.
Incluso, antes de la sanción de la ley de flagrancia sí llegaban al sistema judicial más casos de delitos complejos. Lo que demuestra que todos los recursos están puestos en atrapar a perejiles, mientras que la lucha contra el crimen organizado es sólo en un slogan de campaña permanente.
–¿Cómo era antes de la ley?
–En general, el sistema está pensado para que lleguen los casos que no requieren inteligencia o complejidad, pero antes ingresaban casos más complejos, hemos tenido casos que llegaron a juicio de corrupción de funcionarios locales, grandes bandas de estafas por robos de cuentas en cajeros con lazos internacionales, múltiples homicidios violentos ligados al narcotráfico y lavado, estafas y fraudes múltiples a personas, hechos con armas u homicidios por parte de algunos llamados barrabravas, lo cual era el camino para enfrentar al crimen complejo. Según mis estadísticas, hoy no es así, son hechos que repito son burdos y aún en su caso como robos o hurtos de celular, ni siquiera aparecen los lugares de venta y compra.
–¿En la actualidad, entonces qué pasa con los delitos complejos?¿Llegan?
–Según mi relevamiento ninguno. Antes las fuerzas traían investigaciones más o menos complejas. Hoy no. Parece que en la Ciudad no hay bandas sofisticadas de estafas, fraudes, falsedades ideológicas, o robos a bancos, o piratas del asfalto u homicidios, o violencia relacionada con tráfico de drogas. O se superaron valores de los países nórdicos o no hay investigación criminal, o en una ciudad tan rica dichos grupos existen y triunfan sobre la Policía Metropolitana. No lo sé, pero las cifras son objetivas.
Una fiscalía o un juzgado pasa por todas las jurisdicciones de la Ciudad a lo largo de un año judicial. Todas las dependencias están divididas en turnos alternativos y en forma cruzada, para evitar que se direcciones las causas a dedo. De manera tal, que la estadística que releva un año judicial completo es lo suficientemente representativa y otorga un panorama serio respecto de los casos que las fuerzas de seguridad llevan a los despachos de los magistrados. Según el estudio presentado a Casal, en los últimos doce meses de un total de 61 detenidos sólo 4 estaban armados. 16 fueron a juicio oral y a 18 se les concedió la probation, es decir la suspensión del juicio a prueba. Significa que se suspende el trámite del proceso para que el imputado cumpla con ciertas pautas de conducta y se resuelva su desvinculación definitiva del hecho. Otros 16 acordaron juicios abreviados y solo 2 fueron sobreseídos. Otros fueron inimputables o declarados en rebeldía. Como se ve, las resoluciones y algunas características de los casos fueron diversas. Lo que une a todas las historias detrás de la estadística es un denominador común insoslayable: los nuevos desplazados del mapa, que ingresaron al sistema penal.
–¿Qué herramientas concretas dio el Estado para asistir a estas personas, como establece la propia ley?
–Ninguna. No dieron ni los recursos al Ministerio Público Fiscal, ni a la Justicia. Y los programas que antes existían fueron desapareciendo. En los casos de personas que piden ser internadas no hay cupo, no hay cama, los programas ambulatorios están saturados y no hay viviendas, no hay cupos para oficios. He llegado a ver a jueces darles para comer, llamar e insistir con pedir una cama.
–¿Pero entonces, mejoró algo la nueva ley en el sentido de desplazar recursos para atrapar o investigar a las bandas del crimen organizado?
–No. Lo que llega es más y más delito de la pobreza.