Parece un titular de los años 80, antes del acceso masivo al porno virtual y el posporno (la relectura feminista del porno tradicional), cuando los materiales XXX se compraban en los quioscos o se relojeaban con disimulo en el último estante del videoclub. Pero es actual: a partir del 15 de julio el Reino Unido prohibirá el acceso de niños y adolescentes a la pornografía en Internet. No está claro todavía cómo se implementará, sólo se sabe que según la nueva normativa cualquier proveedor comercial online deberá realizar "comprobaciones sólidas de verificación de la edad de los usuarios" para garantizar que del otro lado de la pantalla haya un adulto.
Más allá de que la proscripción de este tipo de consumos suene a pelea perdida de antemano, el debate pone sobre la mesa la sexualidad adolescente, el placer y su control, los aparatos legales y los pánicos morales. También, las demandas feministas de un porno que amplíe la paleta de opciones, cuerpos, puntos de vista, tipos de representación y de contacto. A estas controversias hay que sumar, además, las posturas de las organizaciones de defensa de los derechos de los usuarios de Internet, que advierten que este tipo de prohibiciones vulneran el derecho a la privacidad.
Cuando el porno educa
"En una sociedad sin educación sexual, el porno es tu libro de instrucciones”, dice a modo de introducción un video presentado el año pasado en el Festival de Cine Erótico de Barcelona que se hizo viral. Ante el silencio de la escuela y de los adultos en general sobre la sexualidad surge un vacío informativo que los jóvenes llenan con porno, señala. Algunas voces especializadas le dan la razón a esa hipótesis. Una de ellas es Eugenia Grotz, licenciada en Biología y especialista en Educación Sexual Integral (ESI): “Todo lo que la escuela no ofrece se busca en las industrias culturales, en este caso el porno”. El problema es que lo que la pornografía entiende por sexualidad humana “termina siendo un pensamiento muy acotado, muy hétero, donde las relaciones sexuales se centran en el falo, la eyaculación masculina y el placer del varón. Con encuentros muchas veces violentos que configuran ideas e imágenes muy reducidas de qué es lo placentero”.
“Los cuerpos no normativos hoy aparecen, sí, pero bajo la etiqueta del fetiche. No se los muestra desde su capacidad sexual, sino como meros objetos de deseo para una mirada externa”, señala Laura Milano, doctora en Ciencias Sociales y especialista en cruces entre arte, feminismo y pornografía, a la hora de reflexionar sobre uno de los problemas de la pornografía mainstream entendida como manual de acción para la sexualidad adolescente. Para Milano, la mayor parte del porno que circula masivamente retrata vínculos desafectados, “casi como si fuera sólo un ejercicio corporal, totalmente al margen de las dimensiones de lo íntimo, el cuidado y lo afectivo”.
Aun en este marco, ¿tiene sentido como política pública la prohibición del porno? Las respuestas se vuelcan por la negativa. “Todo lo que se prohíbe llama todavía más la atención, sobre todo en la adolescencia. Si hubiera que pensar políticas con respeto al tema, en todo caso se podría plantear, en lugar de la prohibición sobre los usuarios, la regulación de las pautas en la producción: pedir otros tipos de contenidos, otros cuerpos, prácticas más reales, menos violentsa, más atravesadas por los feminismos”, apunta Eugenia Grotz.
“¿Por qué los gobiernos en vez de prohibir determinados contenidos no se ocupan de mejorar el acceso a la educación sexual?”, se pregunta Laura Velazco, educadora feminista e integrante del Frente por la ESI. Para Velazco, quienes cuestionan que los adolescentes accedan al porno no lo hacen necesariamente preocupados por la difusión de estereotipos sino desde una apuesta conservadora.
“Son los mismos que piden ‘con mis hijos no te metas’ obstaculizando la educación sexual integral en las escuelas. Hay mucho desconocimiento ente estos sectores. Dicen, por ejemplo, que la ESI les va a enseñar a los niños a masturbarse en el jardín de infantes, cuando en realidad en esa etapa la ley de ESI sancionada hace trece años en Argentina propone que se les hable a los niños de la soberanía sobre el cuerpo y de que nadie debe hacerles algo que no quieran, con el fin de prevenir el abuso, que en gran medida es intrafamiliar”, señala.
La variedad y el gusto
En los 80, Estados Unidos fue escenario de debates públicos contra la pornografía, que luego estimularon las llamadas “guerras feministas del sexo”. Fue entonces cuando las abogadas y activistas Catherine Mackinnon y Andrea Dworkin empezaron a usar el porno como modelo para explicar la matriz patriarcal de la sociedad. Con el lema “La pornografía es la teoría y la violación, la práctica” empezaron a exigir la abolición total de la pornografía, con éxito en muchos estados de ese país y en otros puntos del planeta.
Según relata el investigador argentino Daniel Jones, que hizo su tesis doctoral sobre sexualidad adolescente, hay muy pocos estudios sobre consumo de pornografía, por lo menos en Latinoamérica. Sí sobre su producción y circulación, pero “no tenemos datos de quiénes consumen, en qué circunstancias: no sabemos qué tipo de porno miran pibes y pibas". Y a este estado de la cuestión se le suma que para personas de todas las edades hablar abiertamente de que miran pornografía es un completo tabú. "En un momento de hiperexposición de la intimidad, aún hay algo vergonzante en reconocer que se mira porno”.
“En mi adolescencia, en los 90, el porno mainstream era el de las rubias californianas obligatoriamente heterosexuales, en producciones norteamericanas y algunas de Europa del Este”, recuerda Jones. Debido al boom del porno amateur, entre otros factores, hoy es muy sinuoso definir cuál sería exactamente el mainstream, explica. "En cualquier buscador hay una diversidad que dista mucho de la uniformidad de lo que hace 20 años consumíamos los varones adolescentes”.
Por su parte, Jones también se opone a la prohibición: "Cualquier intento de restringir el acceso de los adolescentes está destinado al fracaso. Ya lo dejó claro Michel Foucault en sus investigaciones sobre la era victoriana: cuanto más se rodea de presunta prohibición a la sexualidad, más se incita a producir discursos sobre ella.”
Para Jones la idea de que la cultura de la violación proviene directamente del porno es una lectura demasiado lineal, “como si éste inventara los valores del sexismo, cuando en todo caso los retoma”. Un segundo problema de esta mirada tiene que ver con la apropiación: “Como si las mujeres no consumieran porno, como si del porno no se apropiaran para disfrutarlo los más diversos sujetos, de formas diversas. Es una suerte de visión conductista implícita: creer que las pibas van a ser sexualmente sumisas por mirar porno mainstream es como creer que las personas que miran TN necesariamente van a votar a Macri, tipo ‘dopados culturales’”.
Ignorar la pornografía es desatender una parte significativa de la cultura sexual. Es por eso que para Jones el tema no puede quedar fuera del campo de acción docente. En este punto coincide también Laura Milano, autora de Usina Posporno: “Nuestros estudiantes secundarios ven pornografía pero los docentes seguimos sin poder hablar de eso. Hace falta una educación en torno al porno, que sea crítica de sus contenidos y formas de producción. No estoy diciendo que lo mostremos en el aula, sino que es un consumo entre jóvenes que acontece y debemos pensar al respecto. Una opción podría ser enseñar, por ejemplo, qué cuidados tienen que tener chicos y chicas con la circulación de sus propias imágenes en las redes”.