ahora

          en esta hora inocente

yo y la que fui nos sentamos

en el umbral de mi mirada.

Alejandra Pizarnik

 

La luz de la luna entraba rebosante atravesando los cristales tallados del ventanal. Afuera, la noche de verano hervía en la tierra aún húmeda por la lluvia de la mañana. Los insectos, insensibles y monótonos, cumplían su rutina de vuelos acrobáticos rodeando una y otra vez el farol que colgaba de un mástil en el centro del jardín.  Desde la ventana los podía ver -al menos a los más grandes- sucumbir al encanto mortal que la luz ejerce sobre ellos y, cual si hubiesen elegido suicidarse, terminar su vuelo en un choque feroz contra los cristales que protegen la potente lámpara.

Dejó el jardín; su atención se centró en el interior de la sala sumergida en blanca penumbra. Los muebles adquirían formas difusas aunque reconocibles. Los cuadros colgados en la pared opuesta al ventanal perdieron en las sombras las pinceladas y los colores. La pátina de brillantina dorada de sus marcos adquiría una rara fosforescencia bajo la luz  albina y se contentaban con definir sombras geométricas sobre la blanca pared que los soportaba.

Abrió la pesada puerta de roble que comunicaba con el estudio y la cerró tras de sí con injustificada urgencia. Se quedó parada unos instantes, quizá para acostumbrar la vista a la penumbra, quizá para ratificar que nadie le había oído. Sin prender la luz se dirigió al sillón de cuero negro, el que estaba más cerca de la biblioteca. Se dejó caer en el centro, sintió la caricia del frío cuero en sus muslos y se estremeció; por un instante le extrañó sentir un cierto placer -algo lujurioso, hedonista, incompatible con esa caricia helada-.  Tenía puesta una holgada camiseta blanca con alguna leyenda en caracteres cirílicos que cubría hasta los muslos su desnudez.  Se sentó de modo que sus piernas quedaron dobladas bajo su cuerpo. Encendió un cigarrillo y aspiró una bocanada larga, profunda. Al exhalar, el humo se iluminó en la penumbra.

Fue en la tarde. Lo reconoció inmediatamente. Lo reconoció apenas bajó, cansadamente, casi con torpeza, del camión de la empresa de jardinería. Bastante gordo, con anteojos de miope (esos que parecen culo de botella) y el cabello cano. Pero era él. Inmediatamente giró y dejó de mirar por la ventana. Pero ya era tarde. El recuerdo se exhibió impúdico, inclemente, empezando por el estómago. Después de treinta años volvía a sentir aquella sensación, aquel cosquilleo desconcertante y apetecible.

Quizá porque el olvido fracasa siempre en sus intentos por borrar el amor; quizá porque nada después tuvo la potencia para  encenderla y abarcarla como lo hizo él. Lo obvio era que nada había desaparecido; sólo el tiempo había transcurrido con su acostumbrado engaño, ese que nos hace creer que con él también pasan las cosas, los sentimientos, las vivencias. Sólo había pasado el tiempo y se había interpuesto una distancia desgraciada (y también tramposa) que nunca lo alejó lo suficiente.

Y ahora, mientras la reminiscencia aviva el insomnio, el estómago, el cuerpo todo, recordaba otro verano, otra noche de humedad, otros insectos. Quizá la misma luna.

Otra bocanada, arrancada al cigarrillo con furia, intentó vanamente poner las cosas en un lugar más cómodo. Sentada semidesnuda en el sillón de cuero de su estudio, era ella. La profesional exitosa, la mujer segura de sí misma, inquieta y eficaz. El insomnio y la tarde eran el umbral que la separaba de la mujer que fue. Apasionada, algo loca y apresurada, alegre y decidida a vivir todo -especialmente el amor- de modo absoluto. Las cosquillas enfrentaban a las dos mujeres.

Comprendió que ya no le pertenecían. Las cosquillas y el estómago -el cuerpo- conmocionado por la pasión eran de otra época, de otra mujer que ya no era. Eran de aquella adolescente inolvidable, pero ya difícil de recordar.

Las cosquillas y el estómago… Nunca más había sentido así, ni siquiera en los mejores momentos con… Una lágrima irreprimible precedió al llanto. Silencioso, suave, incuestionable, el llanto surgió desde allí. Desde sus piernas recogidas sobre el cuero negro, desde su cigarrillo a medio consumir, desde su insomnio y desde su estómago.

Comprendió que las cosas no son como las vemos a diario. Solamente cuando nuestra mirada se coloca en ese límite impreciso, lacerante  y  triste, solamente entonces se nos permite comprender.