FICHA:
El emperador de París
L'Empereur de Paris
(Francia, 2018).
Dirección: Jean-François Richet.
Guión: Éric Besnard, Jean-François Richet.
Fotografía: Manuel Dacosse.
Montaje: Hervé Schneid.
Música: Marco Beltrami, Marcus Trumpp.
Reparto: Vincent Cassel, Freya Mavor, Denis Lavant, Fabrice Luchini, Olga Kurylenko, August Diehl.
Distribuidora: Ifa Cinema.
Duración: 119 minutos.
Salas: Cines del Centro.
5 (cinco) puntos
Podría escribirse un libro sobre las producciones cinematográficas francesas, dedicadas con esmero a parecer lo que no son. Por allí aparecerían títulos como Los ríos de color púrpura, Taxi, y gran parte de la filmografía de Luc Besson (no casualmente, guionista en Taxi y la abominable Búsqueda implacable, más respectivas secuelas), con El quinto elemento a la cabeza y la espantosa Familia peligrosa. En todo caso, de lo que se trata es de un cine cuyas virtudes -en caso de que existan- quedan supeditadas a una puesta en escena que dialoga con otros títulos de éxito y misma coyuntura. Vale decir, Hollywood. Es en esta línea donde se inscribe El emperador de París, vuelta al ruedo del personaje François Vidocq.
En verdad, es extraño que Vidocq, ladrón devenido policía, impulsor de la Sûreté Nationale, impregnado de Revolución Francesa, no haya tenido un recorrido cinematográfico mayor. Una lejana producción de 1939, dirigida por Jacques Daroy; una aproximación norteamericana con la firma del gran Douglas Sirk: A Scandal in Paris; y una lamentable versión de tinte fantástico que dirige Pitof, con Gerard Depardieu.
Ahora bien, lo que El emperador de París vendría a subsanar, no sucede. Lamentablemente. Porque las cartas parecieran estar a favor: recupero de la vena histórica (a diferencia del film de Pitof), presupuesto suficiente, y un protagonista a la altura, como lo significa Vincent Cassel. Dirige Jean-François Richet, de quien podrá recordarse Masacre en la cárcel 13, remake del film magistral de John Carpenter. Se recordará también que ese film estuvo y está lejos de la mirada admirable -y autoral- del director norteamericano. Allí, tal vez, una clave para lo que sigue.
Dada la filiación voluntaria o involuntaria que las películas señalan, es inevitable establecer un trazado. Ese recorrido tiene en la figura de Vidocq un punto de cruce de sumo interés. Porque más allá de las películas en donde se lo toma como protagonista, es sabida la influencia que su historia de vida -cuyas Memorias publicara el Centro Editor de América Latina- suscitara en la narrativa policial. Así que no hay manera de desvincularle de muchas de las grandes creaciones de la pluma universal. Allí, justamente, C. Auguste Dupin. Y Sherlock Holmes. Entonces, si Holmes deriva de alguien como Vidocq, ¿por qué el personaje francés busca legitimidad de modo inverso?
La película no tiene atmósfera propia, y divaga en un montaje preocupado por alternar cuantos ángulos de cámara pueda.
Esta inversión de roles obedece al cine. Aun cuando Holmes sea el personaje más versionado en la historia fílmica, la encarnación última le ubica -por estos días amnésicos- de modo privilegiado. Así es como el Holmes de Guy Ritchie y Robert Downey, Jr. encuentra relieve. Virtudes aparte -para el caso, este Holmes no es mediocre, como lo es casi la totalidad del cine de Ritchie-, la incidencia del nuevo Holmes descansa en cierta combustión superheroica, que se traduce en la premeditada elección del actor. Hubo secuela y continúa en devaneos una inevitable tercera parte.
Entonces, allí es donde va a recalar este Vidocq remozado. Y es una pena, porque en lugar de ver un film con aires propios, éste se empecina en emparentarse con el Holmes en cuestión. Mejor hubiese sido dejar a la película respirar por sí misma. Más aún cuando es Cassel quien interpreta, cuyo rostro amalgama seducción y repulsa, a medio camino entre el mundo ladrón del cual emerge y el lazo policial que luego adopta. No en vano, se le gritará en reiterados momentos el mote de "soplón". ¿Dónde elige pararse Vidocq? ¿Es consecuente con sus decisiones o el entorno le lleva a actuar de manera inevitable?
Si un film como éste sólo fuese pensable desde el guión argumental, podría decirse que es un atractivo folletín, con Vidocq siendo apresado por policías y ladrones, huyendo de unos y de otros, más las autoridades francesas sobrevolándole, viendo qué hacer con él, cómo aprovechar sus virtudes. La Francia de Napoleón, el hacinamiento carcelario, la pulcritud puertas de palacio adentro, el clima maloliente de los bajos fondos, y una historia de amor fortuito entre los brazos de una prostituta. Vidocq huye y el destino le reclama. Para ver cómo sobrellevar el asunto y obtener su libertad, Vidocq acepta el juego y termina aún más prisionero.
Si todo esto está en la película, y lo cierto es que es así, ¿por qué no se trata de un buen film? Porque no hay empatía con lo que se narra, no hay adhesión moral hacia lo que se cuenta. El retrato de todo lo que se muestra es acorde a un ornamento preocupado por la recreación digital, espectacular, sin momentos sensibles, como si la pérdida de un ser querido (y esto es algo que el film trabaja) fuese una mera reproducción de imágenes estipuladas, de convención asumida pero carentes de apego y afecto. Así, no hay emoción posible. ¿Cómo asumir el riesgo y pliego moral de Vidocq si es la película la que no lo hace? Salto literario mediante, puede pensarse de modo similar en la infame versión reciente de Fahrenheit 451, cortesía de HBO: lo peor que podía pasarle a Ray Bradbury es ser versionado por alguien que no ame los libros (y que no ame el cine). Algo así también sucede con este Vidocq.
Más atento al vínculo con títulos recientes, de atmósfera similar al Holmes de Ritchie, sin asumir los riesgos planteados, El emperador de París no tiene atmósfera propia, y divaga en un montaje preocupado por alternar cuantos ángulos de cámara pueda. De modo inútil, porque nada hay allí que lo justifique. Es con ese ruido cómo la historia convive. Y no puede. Peor aún: la elección de la ucraniana Olga Kurylenko, chica Bond y actriz en Hollywood, no hace más que empantanar el asunto. ¿Tan difícil es dejar que una historia semejante, de capacidad mítica autosuficiente, cobrara vuelo propio? Evidentemente, sí.
Lo que prima en un cine como éste, es un falso espectáculo: sea por no asumir lo que dice, sea por querer parecerse al cine que no es. Vidocq espera mejor suerte.