Son casi las 2 de la mañana de un día de semana y una pareja intercambia gotones de sudor. En la pista tienen un calor demencial, pero nadie puede echarle la culpa al verano. En julio también transpirarán como si fuera mediodía en Microcentro, sobre todo después de una tanda brava de milonga. Ella tiene 23 y no habla castellano. Vino de San Petesburgo, de Marsella, de Brasilia, de casi cualquier lado. Son turistas y vienen a montones porque “el tango está acá”. A veces se terminan quedando. Otras vienen a perfeccionarse y vuelven a su país a dar clases. O aprovechan sus días de vacaciones y gastan sus ahorros del año en un hostel barato, clases privadas y una milonga o dos por noche. El tiene 21 y es de Buenos Aires. O capaz de Tucumán, de Mendoza, de Rosario: ahí aprendió a bailar tango, decidió que era lo suyo y que la capital era el lugar para conocer la posta. Como ellos hay cantidad en ésa y otras pistas porteñas.
En los escenarios pasa algo similar. Agustín Guerrero, referente ineludible entre los compositores de hoy, tiene 28 pirulos, aunque hace años que se ganó el respeto de sus colegas a puro talento. Cada vez más seguido, los sub30 ganan alguna categoría de los premios Hugo del Carril, como Natalia Bazán (27). En las provincias, pibes como el multifacético Carlos Habiague (25), en Córdoba, sorprenden a más de uno. Y no es raro encontrar jóvenes europeos u orientales en las formaciones de las orquestas locales. Vienen de todos lados. Incluyendo, claro, la misma ciudad: son los bailarines y músicos locales los que nutren el circuito más allá de las temporadas turísticas del resto del mundo.
Si se consulta a protagonistas o expertos, no hay consenso sobre por qué el tango convoca a los jóvenes. Para algunos es consecuencia del éxito de un musical argentino en París, que volvió a pinchar el interés europeo, y eso a su vez movió el avispero acá. Para otros es fruto de las clases impulsadas por el gobierno porteño con el regreso de la democracia, que dieron luz a una generación de nuevos profesores y cambiaron las relaciones dentro de la pista. Para algunos fue una reacción ante el neoliberalismo campante de los ‘90 o los intentos de revalorizar la cultura nacional de la última década. O quizás sea que los que eran pibes en los ‘90 o en 2000 y hoy tienen 35, 40 años, montaron los espacios que les hubiera gustado tener cuando arrancaron, más amigables para los veinteañeros de hoy. Capaz alguno (re)descubrió que bailar abrazado a alguien está buenísimo, echó a correr la bola y otros picaron. Lo más probables es que sea una combinación de todo eso.
El motivo profundo, en todo caso, no importa. De lo que ninguno duda es de que hay muchos más chicos y chicas de veintialgos y treintipocos circulando por el ambiente. El NO lo comprueba en sus diversas incursiones por la noche milonguera. El tango ya no es más visto como una cosa de viejos.
Para algunos, el tango siempre estuvo ahí. Eso cuentan Guerrero y Bazán. Nehuén Martino, criado en la Patagonia, coincide y hasta especula que si se dedicó a la música fue para poder expresarse a través del tango: tiene 24 y dirige su propia orquesta. Inés Muzzopappa tiene 29 ahora, pero circula por las milongas desde los 7, porque su madre organizaba una. Algo debe haber influido eso porque en 2007, y con apenas 21, fue campeona mundial de Tango en la categoría pista (es decir, el que se baila fuera de los escenarios y que para muchos es la verdad de la milanesa). También 21 tiene ahora Emilia, que estudia Letras en la UBA y ni piensa en el 2x4 como profesión, aunque haya cambiado las opciones de boliche tradicional por noches trajinando pisos con ochos y sacadas.
Pablo Montanelli tiene 42. Su historia es parecida a la de muchos de su generación, que venían de familia tanguera y se habían volcado al rock, pero una epifanía los trajo de vuelta. “En los ‘90 fui a un festival por el Día del Tango en el Teatro Cervantes y me impactó mucho ver a los solistas de D’Arienzo”, recuerda. “Yo tocaba rock y esos pibes estaban re locos. Parecían veinte y eran cinco o seis, ¡me partió la cabeza! Tenían mucho más rock que yo, que digo que soy heavy metal; esos viejos me estaban matando”. Ahora tiene su propio quinteto tanguero con influencias rockeras y punkies, Quinteto Cachivache, que organiza su propia milonga, La Cachivachería.
No son el único grupo en ese camino: el Sexteto Fantasma hace lo mismo con Ventanita de Arrabal, Ciudad Baigón tiene su salón de recitales Galpón B, y muchísimos bailarines jóvenes montan su milonga buscando plasmar su identidad en un espacio propio. Como La María, de Majo Marini, que fue pionera de los festivales del género en Mendoza y creó este espacio porteño para experimentar con el cambio de roles en la danza.
“Hay un montón de códigos obsoletos, como eso de que el hombre saca a bailar, el cabeceo o el rol pasivo de la mujer en el baile”, señala Muzzopappa. “Eso cambió, como la sociedad, y hay sectores abiertos a interactuar con lo que sucede en este momento. Si yo tuviese 14 años otra vez y tuviese que elegir un lugar para ir, elegiría uno más descontracturado”, suma. Opciones no faltan. Además de La Cachivachería, Ventanita o La María están La Mandrilera, La Bicicleta, Chanta 4, DNI Tango, Dos Orillas, La Maleva, Cheek to Cheek, Amapola, La Catedral, el patio de la Manzana de las Luces, De Querusa, Sin Gomina, Maldita Milonga y muchas más.
Casi todas tienen espacio para aprender, aunque algunas son más gentiles que otras con el recién iniciado. Y están todas ahí, a una búsqueda de Facebook de distancia. O directamente, en la web Hoy-milonga.com, página que funciona como referente para la comunidad milonguera de cualquier edad. El circuito tiene sus djs favoritos, sus registros visuales (como las entrañables fotografías de Diego Braude, ex colaborador de Página/12), los que abogan por milonguear con el tango del siglo XXI (facebook.com/ TandasNuevas) y hasta radios que miran al género desde el hoy (Radio Malena, Radio CAFF, Fractura Expuesta).
Si la sociedad argentina de fines del siglo XIX era “un crisol de razas” que mezcló las influencias musicales africanas con las europeas y las de las provincias alejadas del Río de la Plata, hoy el ambiente tanguero experimenta mixturas parecidas, aunque suma compositores modernos y el rock al bello quilombo.
Para Guerrero, la juventud del tango ni siquiera es cuestión de edad: pueden haber pendejos de 16 hiperreaccionarios a cualquier cosa que salga del formato de orquesta típica tradicional y veteranos buscando rupturas. “Importa qué quéres con tu cultura, como argentino, con tu actualidad, ¿qué te representa culturalmente? En una época era muy común tener festivales de ‘tango joven’. Bueno, hagamos un festival de tango viejo, ¿no?”, plantea mientras su colega Martino estalla de la risa en otro reducto del palo, el Centro Cultural Benigno. “El tango es una expresión cultural nuestra, más allá de la edad”, señala. Y como en cualquier género musical, “está bien que tenga conflictos”. Las tensiones son parte de la vitalidad del tango. Natalia Bazán coincide: “El tango representa a la gente que está viviendo esa coyuntura sociopolítica puntual en ese momento. Uno tiene que tratar, cuando escribe una canción, de retratar el Buenos Aires de hoy”, propone. Por eso en sus composiciones se cuelan elementos de murga y candombe (con los que se crió en Haedo), en las de Guerrero aparecen sus estudios de conservatorio, en las de Martino las cuerdas impresionistas y en el Cachivache ideas más rockeras. Cada uno toca desde su recorrido e influencias.
La autogestión es marca de época también en este circuito, tanto para músicos como para bailarines y milongas, aunque quizás aún más para los instrumentistas. “Hoy el tango, al menos para nosotros, es casi una cuestión de militancia”, considera Nehuén. En la edad de oro del género, los músicos ganaban muy buena plata. Hoy eso es una rareza. Las generaciones actuales se dedican a él por pasión y por un costado identitario fuerte.
“En el último tiempo hubo una resignificación del género”, considera Muzzopappa. “La propuesta del gobierno anterior fue trabajar mucho sobre la identidad y el tango entró en esa idea”, comenta. “Cuando era chica, para mis amigos era cosa de viejos, hoy ya no tiene tanto eso y tuvo mucho que ver la música, cómo evolucionó, se transformó y se actualizó, pero también toda la movida cultural que se generó con el tango.”
Casi todos tienen una anécdota parecida, de cómo para sus compañeros de secundaria el tango era cosa de abuelos y, si ya estaban en tema, se comían bastantes gastadas. Hoy esos compañeros hasta le encuentran una pátina cool al asunto. Hace 15 o 20 años era rarísimo que una piba de 17 o 18 fuera a aprender a bailar con su mejor amigo o compañeros de facultad. Sin embargo, eso cuenta Emilia.
En el baile pasa lo mismo, como certifica Gonzalo Tolaba, que aprendió a bailar en Jujuy y se terminó armando allá su milonga dos veces por semana, harto de tener que esperar a los domingos. Ahora vive en Buenos Aires y labura como profesor de baile en DNI Tango, donde también es DJ en las prácticas (en la jerga, las milongas informales) de los sábados del lugar. “El tango crece constantemente, incluso en lugares donde nunca hubo, los jóvenes se suman cada vez más, no importa de dónde sean, su estatus, religión o qué consuman. No hay fronteras ni nada semejante, a veces hay ego, pero no fronteras”, observa. El, que empezó a los 18 y tiene 31, sabe de ignorar fronteras: hace dupla profesional con una rusa.
“Lo que me llevó a querer bailarlo –reflexiona Emilia– estuvo relacionado con la conexión que uno ve, incluso estando afuera, que se genera entre un cuerpo y el otro; que es tan fluida y tangible como el lenguaje. Hay un montón de cosas que se ponen en juego cuando bailás, desde la cultura hasta un posicionamiento ético.” Y luego, claro, está eso que no se puede explicar de un género que combina, como pocos, música, baile y contacto con otra persona. Al final de la noche, el tango es una manera de abrazarse. Y no querer soltarse más.