Mi viejo tenía una platea en el sector “Bodas de Oro”, yo entraba gratis porque era menor. Tengo imágenes aisladas del Gasómetro, cosas que pueden llamar la atención de un chico. Una jeringa gigante que había llevado la hinchada -siempre fue ocurrente- como ironía a quienes acusaban a aquel equipo bicampeón del '72 que dirigía el Toto Lorenzo de “pichicatearse”. Hubo un partido tremendo en el Metropolitano '74 que San Lorenzo perdió 6 a 0 con Boca, pero lo recuerdo no tanto por ese resultado sino por la cantidad de gente que llevó Boca que desbordó los controles y ocupó también nuestra platea. Fue la primera vez que tuve miedo en una cancha. Poco después, en el Nacional '74, salimos campeones y ahí empezó la sequía.
Los que teníamos abono ocupábamos dos filas de la platea a la altura del centro de la cancha. Eramos siempre los mismos, amigos a los que jamás veíamos en otro contexto que no fuera esas dos filas de sillas de madera. Los hinchas somos de obsesionarnos con facilidad, así que uno puede escuchar el mismo comentario o el mismo insulto de parte de su vecino repetido una indeterminada cantidad de veces durante un partido, y al partido siguiente lo mismo y así todo el campeonato. Ahora recuerdo el apodo “Beckenbauer” que el hombre que se sentaba exactamente adelante mío le había puesto al rústico defensor Orlando Peregrino Ruiz. “¡Grande, Beckenbauer!”, gritaba cada vez que la sacaba para cualquier lado o se enredaba con la pelota en sus pies, el opuesto exacto al elegante crack alemán. Cada vez que lo decía cumplíamos en reírnos todos.
Mi primer ídolo fue el Lobo Fischer, después vinieron el Ratón Ayala y el Gringo Scotta, que pateaba al arco desde cualquier lado con una potencia caballuna. Me viene a la memoria el ruido seco de su pegada en la Pintier blanca. Mantiene el récord del fútbol argentino con los 60 goles que convirtió en 1975. Inmediatamente lo vendieron, claro, como ocurría siempre. Vendían a los mejores jugadores pero la plata nunca ingresaba, San Lorenzo se mantenía pobre. Empezaron a aparecer refuerzos de segundo nivel y el club entró en una precipitada decadencia institucional y deportiva que pagaría muy caro. No tengo muy en claro si estuve en ese último partido en diciembre de 1979, a veces pienso que sí porque fue contra Boca y no solía faltar en los clásicos. Lo que seguro no imaginaba -creo que ninguno allí- era de lo que estaba siendo testigo. Por aquella época a muchos clubes le pusieron la bandera de remate pero con el único que cumplieron la amenaza fue con San Lorenzo.
La cancha continuó un tiempo allí, fantasmal, como un sueño que se va convirtiendo en pesadilla. Un día entré y recorrí por primera vez lo que había sido el campo de juego, el banco de suplentes y el túnel de donde salían los jugadores. Miré al sector Bodas de Oro donde estaban nuestros asientos, se veían más cerca de lo que me había imaginado.
Peregrinamos por diferentes localías: Ferro, Atlanta, Huracán, Vélez y Boca. En Liniers fue el escenario de la gesta de la B y Vélez no quiso que San Lorenzo jugara más ahí porque sus socios se hacían hinchas. En 1993 celebramos la inauguración en el Nuevo Gasómetro. Para que quede claro, también queremos a ese estadio. Allí San Lorenzo festejó varios títulos y levantó la Copa Libertadores por primera vez, en aquella noche histórica de agosto de 2014. Pero más allá de lo incómodo de la ubicación y de lo peligroso que se volvieron los alrededores (especialmente para los partidos nocturnos), la verdad es que los hinchas siempre la sentimos como una ubicación provisoria, aunque transcurrieran 20, 50 o 100 años.
Por eso cuando un grupo de socios apareció con la iniciativa de la Vuelta a Boedo, la aceptación fue inmediata: lo estábamos esperando. El amor a un equipo, a unos colores, tiene varios ingredientes. Principalmente tienen que ver con la emoción no con la razón. Y en esa emoción está la identificación con un barrio, con el paisaje urbano que atraviesa avenida La Plata, con nuestra historia.
Es inevitable, pero desde que arrancó esto me imagino en unos años -espero que no muchos- yendo a pie desde mi casa a la cancha con mis hijos y encontrarme allí con mis amigos los Calvos en la misma fila de asientos para sufrir juntos cada domingo. Es lo nuestro, para qué mentir. Tomar un café, comentar la semana, preguntar por la familia. Ahí salen. ¡El Ciclón, el Ciclón! Empezará el partido y tendremos algún otro defensor rústico que se enredará con la pelota tratando de salir jugando y entonces voy a decir en voz alta “¡Grande, Beckenbauer!”. Me reiré solo porque nadie va a entender el chiste, pero para mí será algo parecido a la felicidad.