Argentina acaba de clasificar de milagro al próximo Mundial Sub20, torneo que supo ser el granero de Messis, Riquelmes, Aimares, Mascheranos e incluso Maradonas (cuando el límite de edad era de 19 años). La selección logró tres de sus cuatro empates y una de sus tres victorias en el Sudamericano de Ecuador gracias a goles en tiempo de descuento, sin los cuales hubiese perdido de sumar seis puntos fundamentales para el acceso a Corea del Sur 2017. Por eso fueron bautizados Los Caballeros de la Angustia.
Pero el milagro no reside en estas apostillas resultadísticas: la clasificación se vuelve excepcional cuando se analiza el escenario institucional surrealista y patológico que rodea al fútbol argentino, y en particular a las categorías formativas. Todo comenzó con la convocatoria fantasma de la AFA para entregar el manejo de las juveniles cuando Gerardo Martino renunció tras el fracaso de la Copa América 2016 y en vísperas de los Juegos Olímpicos de Río. De Menotti a Batistuta, se presentaron 44 proyectos que ni fueron leídos, ya que el ente bautizado con el eufemismo de Comisión Normalizadora designó a dedo al ex Racing Claudio Ubeda, sin experiencia en la materia atendible.
Argentina es el máximo campeón mundial de la categoría con seis títulos, cinco conseguidos en el docenio dorado de Pekerman y derivados (1995-2007). A pesar de este pergamino, fue el equipo que menos tiempo de preparación se asignó. Y, por primera vez, en la delegación no hubo dirigentes (una figura paternalista indispensable entre tanto purrete), acaso porque la pelea de poder en la AFA los tiene entretenidos en Buenos Aires.
El delirio fue rubricado por el preparador físico Gerardo Salorio, que intentó trepar a la platea para pelear con unos brasileros que lo hostigaban durante el clásico: “¡Prefiero morirme antes que quedarme afuera de un Mundial!”, gritó quien poco antes sobrevivió a cosas peores, como un ACV. Tuvieron que frenarlo unos pibes que precalentaban.
Estos torneos, que en otras eras despertaban atención, preparación y seriedad, hoy no parecen importarle demasiado a nadie más que a la fauna que domina el zoológico futbolero: los cazatalentos. Desde los equipos más fuertes de Europa arribaron bandadas de rapaces a la búsqueda de contratos precoces. Se acreditaron 223, solo siete menos que el total de futbolistas de las diez selecciones competidoras. Un número exagerado y difícil de creer, como el fútbol en todo el mundo y sobre todo en Argentina, donde los jugadores son mano de obra esclava de un negocio que ya no tiene los talentos de antes ni hinchas visitantes y, por el momento, ni siquiera fecha de inicio de su insumo elemental: el campeonato doméstico.