Once y media de la noche del domingo. Hace pocos segundos que The Cure dejó la Pyramid Stage, el escenario principal de Glastonbury, y las enormes pantallas - que minutos antes reproducían las imágenes de un robusto Robert Smith, con su maquillaje recargado como en los años dorados del rock gótico- ahora despiden al público con una leyenda simple y clara: “gracias por hacer de Glastonbury 2019 el mejor festival de todos”. Se podría pensar, cínicamente, que eso lo dicen los organizadores todos los años, pero en este momento resulta perfectamente creíble. Es que han sido tres días intensísimos, con emociones para todos los gustos en la Worthy Farm, esta enorme granja del suroeste de Inglaterra, a una hora y media de bus de Londres, donde todos los años, a fines de junio, cobra vida el festival de rock más grande del planeta.
Los músicos, desde los principiantes a los más consagrados, le tienen un respeto reverencial. Bastó con ver la figura sonriente y visiblemente emocionada de Robert Smith, llevándose la mano al corazón y agradeciendo a las 60.000 personas que despidieron a The Cure con una ovación. Atrás quedaron 120 minutos tocados con garra, con clase, con una eficiencia que se gana a fuerza de cuidados ensayos pero que no tuvo nada de mecánica: The Cure sonó bien humano, aún en los breves momentos en que la tensión parecía decaer un tanto, en la primera hora del show, cuando Smith y los suyos preparaban el crescendo del show con algún clásico como “In between days” metido en medio de temas más oscuros, de esos que adoran a los fans rabiosos, como “Play for today” o “From the edge of the deep green sea”. Después, la banda subió un cambio y encaró el desfile de hits demoledor de los últimos tres cuartos de hora, que incluyó “Shake dog shake”, “A forest”, “Friday, I’m in love”, “Close to me”, “Why can’t I be you?” y un final coreado por la multitud con “Boys don’t cry”, que no por previsible fue menos conmovedor.
Ahora bien, cuando hablamos de Glastonbury, ¿de cuántos festivales estamos hablando? Es que a la manera de las muñecas rusas, siempre aparece un elemento nuevo en la granja de Michael Eavis, nervio motor del festival, junto a su hija Emily. Está el Glastonbury de los rockeros consagrados, como The Cure, o The Killers, que le pusieron un elegante broche de oro a la Pyramid Stage la noche del sábado, con un Brandon Flowers como gran maestro de ceremonias. Impecable en su traje azul, el frontman de los Killers prometió una noche única y no se equivocó: salieron con todo, exprimiendo clásicos de su debut, Hot Fuss, como “Jenny was a friend of mine” y “Somebody told me” y la banda continuó en la cresta de una ola que se fue volviendo más hímnica con “Shot at the night” y “Smile like you mean it” y que en tramo final trajo la sorpresa de la presencia de los Pet Shop Boys para un delicioso “You were always on my mind”, preludio para otra ilustre presencia invitada: el ex Smith Johnny Marr, quien se sumó para “This charming man”, de su vieja banda, y se quedó para el cierre con “Mr. Brightside”. Un rato antes, Liam Gallagher, con su acostumbrada parquedad y una voz bastante recuperada con respecto a su gira sudamericana de un año atrás, alternó lo más destacado de su material solista (“Wall of glass”, “Shockwave”) con esas que sabemos todos, y logró que el público bisoño se uniese a los cincuentones de la primera hora de Oasis para cerrar con “Wonderwall” y una majestuosa “Champagne supernova”.
Sin detener el pulso musical ni un minuto, está también el Glastonbury de las leyendas pop, y en este sentido se llevó las palmas Kylie Minogue, festejada por tal vez la mayor multitud que se haya reunido esta vez junto a la Pyramid Stage. El público desbordó el predio principal y se extendió más de cien metros por los senderos laterales para tener aunque sea un atisbo, vía pantallas, de la artista que catorce años atrás tuvo que suspender su asistencia por un grave problema de salud. Kylie vino, vio y venció, y sumando a su gran recepción subieron al escenario Chris Martin de Coldplay y Nick Cave, para “Can’t get you out of my head” y “Where the wild roses grow”, respectivamente. Pocas horas más tarde, a pocos metros de allí en The Other Stage, el segundo escenario de los consagrados o los que están en firme camino de conseguirlo, Billie Eilish, con una madurez escénica que desmiente sus apenas 17 años, tuvo al público adolescente –y no tanto, también- comiendo de su mano durante la hora y pico que duró su show. La chica californiana cantó, bailó, habló con su público “de corazón a corazón” y se ganó otra de las grandes ovaciones de la tarde del domingo, con un marco de gente que pocas veces se vio en esta parte del predio.
Siempre existe el Glastonbury reivindicatorio, el que brinda espacio a los grandes artistas de varias décadas, aunque los reflectores de los medios hoy apunten hacia otra parte. Este año hubo dos retornos especiales: el de Steeleye Span, banda emblemática del folk-rock inglés que está cumpliendo 50 años de carrera, con su cantante Maddy Prior de registro admirablemente preservado; y el de Blue Aeroplanes, bastión de un rock diferente a todas las corrientes que surcaron los ’80, quienes asoman de nuevo sus cabezas con una formación ajustada, matizando nuevos temas con gemas de su álbum clásico Swagger. Y no sería justo dejar afuera el gran cierre del viernes del Acoustic Stage con Nick Lowe y Los Straitjackets, banda de guitarras “twangueras” que, además de acompañar impecablemente al notable cantante, compositor y productor, tocaron su propio set con temas originales y de artistas emblemáticos del rock instrumental. Enfundados en máscaras que recordaban a los luchadores de Titanes en el Ring y que nunca se quitaron, manteniendo un curioso anonimato, los Straitjackets combinaron maestría con un gran sentido del humor. Luego, el cierre acústico y solitario de Lowe con “Alison”, de Elvis Costello, dejó unos cuantos ojos húmedos.
Pero… ¿qué hay del Glastonbury experimental, el de los artistas, originales pero todavía ignotos que el festival se ufana en dar a conocer desde el comienzo de su historia? Tranquilos, que sigue vivito y saludable. Testimonios: Squid, una banda de Brighton con una mezcla de punk rock oscuro, letras inteligentes y algún coqueteo con el jazz. Uno piensa en The Fall, Joy Division y Pere Ubu y cuando suena una trompeta hiriente en medio de su semi hit “Houseband”, algunos entre el público intercambian miradas cómplices: estos chicos tienen futuro. Y justamente, de anticipar lo que viene abriendo camino se encargan los escenarios William Green y John Peel, y en este último tocaban las Goat Girls, unas muchachas de rock lacerante y letras al tono, que recorren situaciones sociales y cuestiones de género sin pelos en la lengua. Recuerdan la crudeza de las Slits y el desenfado de las Raincoats, en aquellos días iniciáticos del punk, pero en un contexto ciento por ciento siglo veintiuno. A su álbum homónimo en Rough Trade pueden remitirse para más pruebas.
El Glastonbury multifacético nunca baja sus banderas y es así como por el escenario West Holst pasaron el jazz mutante de Kamasi Washington –en la cresta de la ola de su excelente nuevo álbum Heaven and Earth- y los sonidos exquisitos de Mali a cargo de Fatoumata Diawara, que también estrenó álbum, en este caso Fenfo. Y ya que se habla del jazz que no respeta fronteras convencionales, vale la pena mencionar dos jóvenes combos ingleses para tener en cuenta: el trío The Comet Is Coming (teclados, saxo y batería), que dejó su sello también en este escenario variopinto; y Sons of Kemet, con una alineación poco convencional: dos baterías, saxo y tuba, un cuarteto embarcado en un free jazz que le hace honor a la palabra “libre”, a la vez que ratificó la fama del escenario The Park –en las colinas de Glastonbury- en cuanto a que allí puede ocurrir de todo. Por ejemplo, que aparezca como banda sorpresa Foals, uno de los grupos de mayor crecimiento en el firmamento inglés actual y, a juzgar por lo visto el día sábado, unos firmes candidatos a la Pyramid Stage en un futuro próximo. Fueron un libro de texto de cómo diagramar un set de festival: empezar bien arriba, poca pausa entre tema y tema y a no escatimar favoritos. Vale destacar la furia con que abrieron el show, vía “Mountain at my gates” y “Snake oil” del álbum What Went Down. Y hablando de sorpresas, en The Park arrasó el cantante y guitarrista Lukas Nelson (algo tendrá que ver el ADN, pues es hijo del gran Willie…) junto a Promises of The Real, la banda que acompañó a Neil Young en varios recientes álbumes y giras. Una lección de rock electrizante, cuyo climax fue “Keep on rockin’ in the free world”, con poderosa zapada guitarrera incluida.
Es verdad que no se puede ver todo en Glastonbury. Las distancias entre escenarios son grandes y mientras se disfruta de The Cure, uno se queda un rato pensando en que Rickie Lee Jones debe estar seduciendo con las estrofas de “Chuck E. is in love” mientras los Chemical Brothers hacen bailar a miles con sus beats electrónicos. La Worthy Farm es enorme y el tiempo aquí no se estira, con perdón de Einstein. Pero también suceden hermosas casualidades, como sentarse a tomar un refresco en el Avalon Café y descubrir a The Swimming Girls, un cuarteto que tiene apenas un par de singles y una cantante con actitud y letras que recuerdan en algo a la joven P. J. Harvey. O pasear por los Green Fields y descubrir en el Mandala Café – un lugar cuya energía deriva de unas bicicletas fijas pedaleadas a voluntad por el público- a un viejo cruzado del rock espacial/progresivo inglés de los ’70 que sigue activo: Nik Turner, saxofonista de Hawkwind, tocando con su banda para un puñado de fieles.
Lo cual nos lleva al otro Glastonbury. Más allá de las carpas de teatro, cabaret y circo, pasando los campos temáticos, subiendo hacia las colinas, hay un Glastonbury diferente, inmerso en la problemática de un mundo que está alterándose rápidamente, y no para bien. No hace falta ser un genio para percibir el cambio climático: estamos bajo 34 grados de calor en un atípico verano inglés, con la gente de Water Aid multiplicándose para llenar de agua fresca los recipientes de metal (desde este año no se permiten más envases de plástico en Glastonbury) y así mantener hidratados a los 140.000 asistentes que caminan bajo un sol impiadoso. Por eso, uno de los emblemas sociales del 2019 tiene que ver con la participación activa en el festival de Extinction Rebellion, organización dedicada a preservar el medio ambiente y a concientizar a la gente acerca de las atrocidades que gobiernos y empresas de lobbies poderosísimos desatan sobre la tierra y que –entre otras desgracias- han acelerado la desaparición de cientos de especies animales, por alteraciones del clima, el medio ambiente y el consiguiente balance del ecosistema. Al respecto, sumó su aporte el naturalista David Attenborough, hablando desde la Pyramid Stage y agradeciéndole al público sus esfuerzos por reducir la polución del plástico.
El componente social de Glastonbury está en la columna vertebral del festival desde siempre y organizaciones como Greenpeace, Oxfam y Water Aid, al igual que CND, la organización que se ha vuelto a potenciar como un emblema contra las armas nucleares, son una parte integral de su estructura. De todas maneras, el elemento central y más convocante sigue siendo la música y a modo de epílogo, vale la pena mencionar a una banda que brilló en el escenario The Park y que tiene no ya un futuro, sino decididamente un gran presente por delante: Fat White Family. Al entrar en contacto con su música se puede pensar en la fiereza desesperada del primer Nick Cave, pero hay algo de nueva urgencia en la intensidad de sus letras y en el desenfreno de su música que ubican a FWF en un lugar único y especial del nuevo rock inglés. Tiene que ver con esas madejas intrincadas que fabrican sus dos tecladistas y su par de guitarras más un ocasional saxo. Y muy especialmente con la frenética presencia de su cantante, Lias Kaci Saoudi: Incontenible, toma por asalto a su propio público en un surfeo por entre la multitud, haciéndolos cantar con él esas canciones que hablan de nihilismo, de hartazgo con una sociedad que deja demasiada gente afuera, pero también de esperanza en algo genuino en lo que creer. Mientras tanto, la banda se aventura con retazos de psicodelia, golpes de funk, pasajes melodiosos… Y las diferentes canciones forman de a poco fragmentos de un todo que cobra especial sentido. La sensación, terminado el concierto, es que hemos visto algo relevante y único. Chequear sus álbumes, Champagne Holocaust, Songs For Our Mothers y el reciente Serf’s Up! es experimentar una bienvenida epifanía.
Llegan las primeras horas del lunes y la multitud va dejando atrás la Worthy Farm, llevándose carpas y enseres, fieles al lema del festival: “no dejes rastros”. Un tropel de voluntarios y contratados ya ha comenzado a separar y clasificar los desechos para el reciclaje, otra de las premisas de Glastonbury. Mientras tanto, los rostros que se ven trepando por el sendero Muddy Lane, que conduce a una de las salidas, revelan cansancio, como no, pero por sobre todo, una serena alegría. Aquí ha pasado algo y le pasó a muchos. La música, sí, desde ya, pero con valor agregado.
Nada es igual después de pasar por Glastonbury.