Desde Madrid
UNO Despertadores, ladridos, máquinas registradoras, conversaciones telefónicas, niños airados, estallidos de bombas, televisores estrellándose, latidos de corazones más o menos rotos... El tipo de sonidos que se escuchan dentro y fuera y entre una y otra canción de Pink Floyd. Y (aunque viaje por trabajo a Madrid en el “vagón silencio” del tren AVE en el que está vedado todo pulso y tono de pequeña pantalla y en el que ahora se repone del estruendo Dolby Atmos de la última de Godzilla & Co., junto a su hijo, todavía zumbando en sus tímpanos) Rodríguez no puede dejar de oír todo eso en su memoria. Más fuerte y claro. Porque su idea es la de (luego de reír mucho ese tipo de risa auténticamente falsa que se ríe entremezclada en los tracks de The Dark Side of the Moon) escaparse temprano de esa reunión para poder ir a la mega-muestra The Pink Floyd Exhibition: Their Mortal Remains. Y a Rodríguez le tranquiliza a la vez que le inquieta el modo en que, en ocasiones, el soundtrack secreto de la vida (ese que el protagonista nunca puede oír pero que sin embargo intuye) se hace claro y transparente y parece tararear cierta progresión lógica. Como en las últimas semanas en las que pensamientos sobre songwriters fueron seguidos por reflexiones lisérgicas que ahora van a dar a la vida y obra de Pink Floyd. Entonces, de vez en cuando, la propia existencia –piensa Rodríguez– deja de parecer estar grabada por canciones sueltas para sonar como si se tratase de uno de esos álbumes conceptuales con tanto ruido entre tema y tema.
DOS Rodríguez se subió al tren en Barcelona con el pulso de la ciudad acelerándose por los preparativos para la inflamable Noche de San Juan. Una de esas festividades de contenido supuestamente católico pero que en realidad no son otra cosa que la habitual apropiación de la Iglesia de un festejo ancestral y pagano y cósmico: el solsticio de verano y la noche más corta del año y, este 2019, el fogoso preámbulo de lo que se anunciaba como una de las olas de calor más agobiantes de las que se tenga registro (y que, sí, acabó superando todas las expectativas de cualquier hit-parade térmico-histórico). Aquí viene el polvo en suspensión del Sahara (sonido de ese viento pesado como frazada al comienzo de la sexta parte de “Shine On You Crazy Diamond”) y allá ya llegó Rodríguez: a las afueras de un Madrid ahora gobernado por el llamado “Trifachito”. Ente mutante generado por pactos de pronto rotos y recompuestos por el Partido Popular y Ciudadanos y el volátil y acelerante y nitroglicerínico Vox. Todos ya dedicados a la posible revisión de medidas como la del ecológico y anticontaminante Madrid Central o la corrección a los estandartes publicitando el Gay Pride. Y, ah, las caprichosas y megalómanas implosiones de Rivera y de Iglesias. Y, oh, Sánchez hamacándose en el aire a la espera de su investidura. Animals todos ellos y Rodríguez caminando bajo un inclemente sol de justicia. Y buscando la entrada al correspondiente pabellón del complejo ferial de IFEMA (la escenografía es curiosamente similar a la de esos estudios de Hollywood donde dos hombres, uno de ellos en llamas, se dan la mano en el sobre interno de Wish You Were Here) donde se alza el homenaje y la celebración a la pirámide prismática del lado oscuro de la luna.
TRES Y la exposición de Pink Floyd está llena de cosas pero vacía de personas: no hay nadie salvo Rodríguez quien no puede evitar la sensación de sentirse como apenas otro ladrillo en la pared o parte de ese desierto en el que encalla un nadador o donde un hombre sin rostro muy Magritte sostiene un vinilo transparente y se apoya en una maleta con calcomanías de ninguna parte y de conciertos pasados. La muestra está organizada en habitaciones/discos y, después de jugar a la remezcla de “Money”, Rodríguez (quien en el tren de venida leyó y tembló eso de que ahora Facebook planeaba lanzar moneda propia) se quedó mucho tiempo en la dedicada a Wish You Were Here sintiéndose en su justo tiempo y lugar. En ese disco omnipresente dedicado a la ausencia absoluta y al vacío llenándolo todo. Una elegía en vida para el diamantino y loco cerebro de Syd Barrett freído en ácido lisérgico y quien –durante su grabación, allí ésta la polaroid que lo certifica– se apareció por los estudios de Abbey Road sin ser, en principio, reconocido por ninguno de sus ex compañeros de banda quienes estaban allí honrando su genio extraviado. Entonces, Barrett comentó –una vez que le hicieron escuchar lo que estaban haciendo– que “no sonaba muy moderno y era un poco raro”. Barrett estaba equivocado porque Wish You Were Here –junto a Hounds of Love de Kate Bush o Remain in Light de Talking Heads o Tusk de Fleetwood Mac o el tercero de Peter Gabriel o Piano Bar de Charly García o The Beatles de The Beatles– es para Rodríguez uno de los contados y auténticamente modernos-para-siempre hitos del rock: esa máquina ahora démodée que alguna vez funcionó a base de presente rabioso y futuro revolucionario y hoy apenas sobrevive cortesía de los ingenios de la nostalgia y de la melancolía. Así, lo valioso y original que se exhibe tras las vitrinas de Pink Floyd: Their Mortal Remains no es muy diferente de lo reproducido que se vende muy caro en la tienda de souvenirs. Y acaso lo más curioso o lo más natural de todo: deambular por ahí viendo a Pink Floyd lo que acaba produciendo es unas irrefrenables ganas de escuchar a Pink Floyd...
CUATRO ...una vez más, de nuevo, cómo cuando Pink Floyd existía y no era aún piezas de museo y salas de reliquias. Y en eso pensaba Rodríguez el otro día mientras miraba la actuación de The Cure al ser incorporado a las huestes sacras de ese mausoleo que es el Rock & Roll Hall of Fame de Cleveland y se enteraba de que el Unknown Pleasures de Joy Division cumplía cuatro décadas. Y Rodríguez miraba a su hijo escuchar lo que escucha: canciones sueltas, nunca álbumes completos, letras en las que culos y tetas no dejaban de centrifugarse siguiendo un ritmo electropicaloide. Y se lamentaba de que su flamante adolescencia no estuviese acompañada de una banda de sonido acorde: una sombra gótica que no se privaba de un “Just Like Heaven” o de un “Friday I’m in Love” para describir y transmitir a la perfección –y a la misma altura y con similar intensidad que los yeah yeah yeah o los help! de los primeros John & Paul & George & Ringo– lo que se sentía al estar enamorado pero sin olvidar ese “I’ve got the spirit, but lose the feeling”. Canciones perfectas para esa edad supuestamente imperfecta o con desperfectos pero en la que todo suena como ya nunca volverá a sonar.
En el AVE de regreso, entrando a Barcelona, Rodríguez contempló el resplandor de las hogueras sanjuaninas que comenzaban a incendiar las playas de la noche apocalíptica como si se tratase de una de esas hipnóticas postales diseñadas por el Hipgnosis Studio. Y se acordó de sí mismo: mirando fijo esas portadas. Y buscando y encontrando siempre significados secretos y guiños cómplices, cuando era joven y brillaba como el sol siempre a punto de eclipse y jamás pensaba en que alguna vez pensaría, como ahora, en cómo desearía estar allí.