Supe su nombre cuando apareció en el diario, antes era simplemente "la chica del quiosco". Hablábamos de lo que se conversa con los desconocidos, de cosas intrascendentes, inofensivas. Aunque a veces, como me pasa con algunos extraños, terminábamos en algún tema pesado, tirando confesiones al viento, como si por no conocernos tuviéramos asegurada la ausencia de crítica o el deber de secreto del otro.
Me caía bien, era de esa gente que hace su trabajo contenta. Tengo que reconocer que me impresionaba un poco el piercing que tenía sobre el párpado izquierdo, daba sensación de dolor permanente. A veces el flequillo de pelo lacio y negro le cubría parte del ojo y ella lo levantaba con un golpe del dedo índice. Siempre se vestía de color blanco y no sé si usaba pollera o pantalón, porque me atendía por una ventana y de la cintura para abajo resultaba invisible.
El diario dice que se tiró del balcón del décimo piso de su casa, a diez cuadras de la mía y del quiosco donde nos cruzábamos. El fiscal no maneja ninguna hipótesis de homicidio. La crónica es tan aséptica que cuesta imaginar a Melisa (así se llamaba la chica del quiosco) ensangrentada o con fracturas. El periodista escribió que el cuerpo sin vida fue hallado a escasos metros de la puerta de entrada de una escuela lindera al edificio de la chica. Leí varias veces ese párrafo escrito con palabras tan neutras.
Busqué la nota en otros portales de Internet. Repetían la información con palabras idénticas o sinónimos que no se despegaban del tono leguleyo y frío. No podía dejar de pensar en ella, en Melisa. Joven, linda, simpática. La última vez que la vi estaba leyendo Alicia en el país de las maravillas. Me preguntó si lo había leído y cuando le contesté que no, me dijo tendrías que haberlo leído hace tiempo. En aquel momento no reparé en ese comentario, ni lo haría ahora de no ser por ese acto de cobardía o excesivo valor con el que Melisa comunicó su secreta angustia y nombre completo. Sin saber por qué, intento buscarle un sentido a su muerte. Hilar alguna historia que sea una verdad formal al menos, como la que busca el Fiscal: una mínima convicción de que el destino era inmodificable, que fue su voluntad y que no hay responsables. En las notas aparecen padres, una amiga sorprendida, un patrón satisfecho con su trabajo y nadie más. Pocos personajes para armar la novela de la chica del quiosco.
Supongo que alguien podría haberla convencido de no matarse si hubiera contado su idea; cualquier persona, yo misma habría encontrado algún mínimo motivo para que no lo hiciera. Quizás podría haberle pedido dilatar la ejecución por algún tiempo, como hace tanta gente. Esperar un poco más, tantear, ver, estudiar. Confiar en un futuro generoso y blando.
En youtube encuentro una nota del canal local. El periodista está en la puerta de tribunales y desde allí dice lo mismo que los diarios. Van pasando imágenes que no tienen que ver con el caso: abogados riendo en los mostradores, el canillita recorriendo los pasillos con un carro repleto de revistas, gente haciendo cola en los ascensores. La nota se subió con el título de "Suicido en Barrio Parque". Cierra el video el dato de que después de prácticamente treinta y seis horas de la muerte, Melisa sigue en la morgue judicial esperando que le hagan la autopsia. Esa información me da escalofríos, tristeza, vergüenza. ¿Por qué me importa esta chica que casi no conocía? ¿Será por eso que decía Lamartine, que a veces, un sólo ser nos falta y todo parece despoblado? ¿Será porque entre su cuerpo sin vida y el mío sólo hay algunos años o meses, o días de diferencia? Por fin me duermo.
Ya es martes. El sol calentó el picaporte de mi puerta como si fueran las 2 de la tarde aunque apenas son las 9 de la mañana. Sigo pensando en la chica del quiosco pero sobre todo, no paro de pensar en mí. Tengo muchas ganas de fumar. Lo de Melisa es una buena excusa para esconder otras ansiedades y volver a comprar el último atado de cigarrillos. Pensaba caminar unas cuadras más, pero la costumbre me lleva al quiosco de siempre. Los pizarrones están en la vereda y el cartel con luces rojas encendido. Ahí nada cambió durante estas horas que pasaron. El dueño del quiosco me da un atado de cigarrillos y fósforos.
"...Al principio, la madriguera del conejo se extendía en línea recta como un túnel, y después torció bruscamente hacia abajo, tan bruscamente que Alicia no tuvo siquiera tiempo de pensar en detenerse y se encontró cayendo por lo que parecía un pozo muy profundo. O el pozo era en verdad profundo, o ella caía muy despacio, porque Alicia, mientras descendía, tuvo tiempo sobrado para mirar a su alrededor y para preguntarse qué iba a suceder después"(1)
(1)Alicia en el País de las Maravillas, capítulo 1; Lewis Carrol