Desde Nueva York
La punta del Empire State teñida por luces que forman la bandera del arco iris: esos seis colores que en estos días pintan toda la ciudad, llegan al cielo donde originalmente pertenecen y ya no hay horizonte en la ciudad que no esté conquistado. Ya no queda casi nada de lo monumental y simbólico de New York que no haya izado esa bandera en este Mes del Orgullo, que ahora es definitivamente global, porque a cincuenta años de la revuelta de Stonewall, la ciudad fue elegida para ser sede del WorldPride. No creo que sea un dato menor que la bandera de los seis colores fue creada por el estadounidense Gilbert Baker, quien murió en esta ciudad, y cuya biografía en tapa dura está a la venta en cada puesto del mercado que se generó este mes en la ciudad. Un mercado que es un territorio marcado, como un mapa de la exclusión. Como todo territorio excluyente, se necesita documentación para poder ingresar, por eso hay un “Pasaporte del Orgullo”: así se llama la guía de compras que te entregan los negocios de Columbus Circle, que incluye promociones de Hugo Boss, H&M y otras 13 marcas (algunas con promociones, otras donarán “un 10 por ciento” de las ventas a alguna causa caritativa, otras te regalan una bolsa del arco iris y un masaje facial). La violencia de la apropiación de la bandera del arco iris no tiene límites, o sí, lo que hace es mapear los límites de pertenencia: una idea de consumo como forma de identidad. Aunque las palabras que se repiten al lado de la bandera son Orgullo y Amor, y casi nunca las identidades que esos colores celebran: la sigla LGBTIQ, casi nunca aparece en ningún negocio. Y el “amor es amor”, así de tautológico y nunca es un amor desviado. Y muchas veces, como pasa en las publicidades de la Disney y del Banco Capital One, el orgullo no es lo mismo, porque esas compañías están “orgullosas de apoyar el Orgullo”. A no confundirse, ya no se trata del orgullo LGBTIQ+ sino del orgullo directamente capitalista: “apoyar financieramente” se podría traducir el verbo original en inglés de ese orgullo corporativo. No hay nada dicho a medias tintas, todo está impreso en seis colores. La publicidad de la cerveza Bud Light se apropia de la sigla LGBTQ y la resignifica: “Let’s Grab Beers Tonight, Queens” (“Vamos a tomar cerveza esta noche, locas”), dice el cartel. Y ahí la brutalidad es mayor, no solo el chiste borra la diversidad que enmarca la sigla, sino que la simplifica a ser únicamente la voz de la loca, que es el target principal de casi todas las campañas: el gay de clase media consumista, que acá como es marica supuestamente toma cerveza “light”, que no es tan fuerte. Cuando este año la Marcha Queer decidió oponerse al Desfile oficial del Orgullo, creó una consigna que ponía las cosas claras: “Liberación queer y no capitalismo arco iris.” La brutalidad es mayor si se piensa que lo que había empezado por una revuelta contra la policía y la mafia en el bar The Stonewall Inn en 1969, protagonizada por mujeres butch y trans hispanas y negras, en 2019, cincuenta años después, se convierte sin ninguna vergüenza, más bien con “orgullo”, en un evento mercantilista para hombres blancos de clase media para arriba.
En las tres marchas que confrontaron esta idea neoliberal del Orgullo como mapa de un mercado de la exclusión y del borramiento de la diversidad, coincidieron en llevar un mismo cartel que se repetía en posters, remeras, pines, stickers, pancartas, en consignas gritadas y cantadas: “Stonewall fue una revuelta, y todavía no terminó.” Había que volver al punto cero, contar la historia de nuevo. No quedaba otra. El Día de Acción Trans, la Dyke March y la Marcha Queer, realizadas el último viernes, sábado y domingo de junio respectivamente, volvieron a un espíritu original: organizarse sin permisos ni “cuidados” de la policía y sin ninguna coporación. La radicalidad se vio reflejada en un movimiento que aunque pareciera partido en tres, mostró más fraternidad por un díalogo que puso a circular ideas para crear tal vez el germen de una nueva manera de multiplicar el poder del movimiento sin dejar de tener reclamos concretos en cada caso. El Día de Acción Trans el cartel que más se repetía decía: “Las vidas de trans latinxs y negrxs importan”, a lo que se correspondía una importante visibilidad latina y negra que portaba y gritaba consignas. En medio de la plaza Washington, como una más del coro, estaba la argentina Belén Correa, fundadora de ATTA, quien había pedido asilo político en Estados Unidos en 2001 por la persecusión a las travestis durante el catastrófico gobierno de De la Rúa. A su lado estaba Liaam Winslet, una ecuatoriana que forma parte de un grupo activista que quiere comenzar un archivo trans local, imitando el exitoso emprendimiento argentino. Al unísono y con carteles, reclamaban por las vidas de Roxana Hernández y Layleen Polanco Xtravaganza: “vivas se las llevaron, vivas las queremos”. Entre quienes reclamaban estaba Lucy, migrante mexicana que viajó de San Francisco para participar en este Trans Action Day. De sus últimos veinte años como migrante en EE.UU., 17 los pasó en Carolina del Norte siendo humillada, sin que nadie reconozca sus derechos, empezando por su identidad de género y nombre. Desde hace tres años, que se mudó a San Francisco, pudo cambiar su documento y vive en pareja con Jim, un trabajador social que consigue alojamiento a homeless. Lucy, como cada trans, señala que el gran peligro actual es la policía migratoria, o “la migra”, el brazo armado y transfóbico de la gestión xenofóbica de Trump. En decenas de pancartas, las y los trans reclaman abolicionismo, pero no del trabajo sexual, sino de la I.C.E., la sigla de esas fuerzas migratorias.
Al día siguiente, en la Dyke March, pionera en New York en contravisibilizar a través de marchas, las tortas siguieron reclamando por una política migratoria que excluya la xenofobia. La consigna de este año era “Dykes without borders”, que quiere decir “Tortas sin frontera”, pero que también se puede leer “sin límites”. Además de otra afrenta a la xenofobia y el racismo oficial, también había una posibilidad de leer la consigna en contra cierto feminismo y lesbofeminismo transfóbico, especialmente si consideramos que la pancarta más aplaudida, y una de las más grandes, era la que decía “Al odio ni cabida. Terminemos con la transfobia” (“Hate has no home here. End Transphobia”). La marcha de las Dykes comenzó hace casi tres décadas por una visibilización política disidente al Desfile oficial que siempre debeía la gran fiesta del gay blanco expansionista: puro mansplaining. Las pansexuales, las género no-conformista y no-binaries también se movilizaban con las Dykes, cuya marcha terminaba con un grupo de la organización de la Queer March del día siguiente, repartiendo un cancionero contra Trump que incluía covers de Beatles, Pink Floyd, ABBA, Queen, Gloria Gaynor y Monkees.
Organizada por primera vez, la Queer March fue la coda necesaria, las Dykes y las Trans de los días previos volvieron a aparecer, multiplicando fraternalmente el impacto. Una multitud que recuperó el trayecto original de la Marcha que empezó en 1970, ahora conjugada con aquellas voces desobedientes de los 90 de Nación Queer, que con la consigna amenazante “Estamos acá, somos queers” (“We’re here, We’re queer”), en medio del neoliberalismo de “limpieza” de New York, inició acciones de desobediencia civil para salir del asimilacionismo político que había desactivado al movimiento gay-lésbico, tanto como de la gentrificación para disolución de comunidades queer de Giuliani. Ahora con consigna recargada: “Todavía acá, todavía queer”, recuperando la voz disidente de quienes sobrevivimos a la violencia policial, esa misma violencia que hizo de Stonewall una bandera de resistencia. Mientras en paralelo empezaba el desfile oficial donde circulaban camiones del Banco HSBC y de empresas de celulares, no había discursos y se cobraba entrada para algunos shows, acá Liaam tenía la remera de HIJOS que reclamaba que fueron 30.000 desaparecidos en Argentina, y una activista de género no-conformista denunciaba el asesinato en 2016 de la joven lesbiana Nicole Saavedra, en Chile. La Marcha Queer rompía las fronteras de su reclamo para culminar copando el Central Park para crear una conectividad política que genera un arco que contiene reclamos diversos, pero no tiene solo seis colores, sino muchos matices.