Nacida bajo el signo de Libra un 7 de octubre de 1951, regida por Venus, el planeta de la belleza, del arte y del amor, Mirta fue obediente al mandato de los astros (al único). Ninguna palabra de su árbol de palabras -El árbol de palabras se llamó su obra reunida publicada en 2006-, como nada en sus libros, fue demasiado, sobró, desentonó ni hizo perder la armonía. Artista de la escritura en rima contra la tendencia de la época, de la música contra el mandato prosaico de decirlo todo y confundir poética y política, como si la política no fuera también eso que sucede en el interior del lenguaje cuando se lo rompe y se lo escucha, Rosenberg abrió su mamushka del género, destapó la olla del decir corriente y tradujo del francés al angloqueer: “Madam, I am Adam”. Lo hizo en Madam, de 1988, y siguiendo la tónica del retruécano, al estilo de su maestro Hugo Padeletti, en ese mismo libro escribió esta locura: “Quiero a ese pájaro/ de mal agüero, el que amenaza Mad I am / con énfasis vital y tanto elán… Madam, ¡ay!”. ¡Ay! esa onomatopeya de dolor y del deseo guardado y del suspiro del amor que para Mirta no pudo más que ser salvaje: “Un rábano me importa y la figura de las santas/ ascendidas de la nada. La nada como ultraje/ superior; el amor, sin duda una cuestión/ salvaje”. ¡Ay! Treinta y cuatro años después, Mirta hizo su publicación, Cuaderno de oficio. Como todos sus libros, este también salió por la editorial que fundó a comienzos de los ’90 con el nombre Bajo la luna nueva, y que sin la palabra “nueva” pasó a ser a secas Bajo la luna, cuando en 2005 su hijo Miguel Balaguer y Valentina Rebassa, compañera de Miguel, decidieron continuarla. Cuaderno es un libro corto de tapas grises, el color triste del final; suerte de balance conclusivo que arranca con un ensayo breve sobre la poesía, que para ella fue un territorio, una escritura que no le sirvió para quejarse, que creció en épocas adversas, que la consoló de lo inconsolable. Como a nosotrxs. El 28 de junio pasado, un grupo de poetas nos reunimos en una sala velatoria de su amado barrio de Villa Crespo y en lugar de café, esa noche lluviosa tomamos whisky, su bebida preferida, para despedirla. Mirta, que en cada salida desenvainaba una petaquita de un buen scotch, tenía siempre un pucho en la mano, llevaba el pelo rigurosamente corto, y recitaba poemas tremendos, completamente encarnados en esa voz cascada y grave que tanto me conmovió cuando la escuché por primera vez leyendo versos de El arte de perder, título homónimo del poema que la inglesa Elizabeth Bishop escribió después de la muerte de su ex pareja, Lota de Macedo Soares, y que Mirta versionó al español. En Youtube, pueden verse varios videos donde aparece recitando. En uno de ellos, Mirta habla de su desesperación temprana por las palabras, porque conocía su poder, y recuerda su primer poema: “Viento, viento, adentro, adentro”. Tenía tres años y le salieron esos versos, contó, porque le daba miedo escucharlo soplar. Otro de los videos se llama “Poetas por poetas”, allí la conductora le propone elegir un poema no propio y Rosenberg leyó uno de Safo. Cuando le preguntaron porqué, respondió que la versión al inglés de Anne Carson le había gustado tanto que las tradujo a las dos. Es decir, a Carson, traduciendo a Safo. En la biografía de esta griega nacida en la isla de Lesbos se inspiró para escribir el poema “La poesía usada para conversar”, que integra Cuaderno de oficio, donde dice: “Todo su valor, entonces,/ fue el deseo, la canción, las apasionadas/ funciones de la boca./ Fue prodigiosa, ahora nos parece, por su persona lírica/ su definición erótica/ ultramoderna para la época./ En vida, sufrió el exilio, fue víctima de escarnios y de burlas/ Muerta, de las críticas de los moralistas cristianos,/ de sus listas de lecturas prohibidas./Parece que en su vida, amó tanto a la música como a las mujeres. / Y a Eros con sus antojos. Y a su madre/ Afrodita, que incita al rojo vivo del amor”. En pocos versos, Mirta nos presentó a Safo, a modo de conversación, y nos informó sobre esa historia, que en verdad es opaca respecto de esa poesía que dice cosas como “para mí no es la miel, ni la abeja de la miel”. Tampoco lo era para Mirta. La miel de la poesía es algo que se desliza de boca en boca, de oído en oído, y como la vida, que es un soplo pasajero, no le pertenece a nadie. Me parece que es de esto de lo que quiso hablar al final, cuando en Cuaderno se dedicó a pensar la traducción como el modo menos narcisista, más menguante de la importancia personal a la hora de escribir. La traducción resultó un lazo amoroso que las atravesó a todas, en sus diferentes épocas, edades, geografías: a la Bishop, a Carson, a Safo, a ella misma. Un continuum lírico. Es curioso que aquél primer texto con el que arranca Cuaderno, libro que versa sobre el oficio de traducir y hacer poesía, termine diciendo: “La poesía constante a lo largo de una vida convierte la apariencia en realidad, desenmascara. O eso o el abandono, la honestidad de dejar de escribir, dejar de repetir, repetir, repetir”. Y es curioso, porque podría pensarse que traducir es precisamente repetir a lxs otrxs en la propia lengua, pero para Mirta, traducir fue, por el contrario, un hecho creativo, sello de lo singular en una trama plural que no necesita firma de autor, una consustanciación con lo diverso. Mirta se fue, como dije, el 28 de junio, el día del aniversario de Stonwell. Aunque ella nunca se identificó, al menos públicamente, con las causas LGTB, la ligó el destino. Ese día conmemorativo, la suspensión de la libertad de una lesbiana, Mariana Gómez, ponía a la víctima en las filas de la repetición, la vuelta previsible de un orden patriarcal y antipoético, del que Mirta escribió alguna vez con ironía: “al ir allí en el intento/ de abrir la boca/ de la marca, ser, la loca y desdecir/ lo que el monarca/ ha instaurado en mí de su adorado/ esqueleto de dominio, de razón/ de altísimo respeto”. Ni quejarse, ni repetir, la lucha desenmascara. Brindar, recitar y amar, como un gesto infinitivo de libertad, imposible de ser suspendido.
Gracias Mirta.