Es 1973 y Luis Alberto Spinetta, en nombre de Pescado Rabioso, publica Artaud, un disco acaso extravagante, desde el nombre hasta la forma de la tapa, y absolutamente original en el contenido. Un trabajo que sin embargo fue capaz de tensar, desde un lugar aparentemente inesperado, lazos profundos con una época de cambios. Con apetito caníbal y equilibrio zen, Sergio Pujol indaga los despliegues de ese horizonte en El año de Artaud (Planeta), el libro que presentará este jueves a las 18 en el Museo de Arte Moderno (San Juan 350). En la ocasión, el autor dialogará con Abel Gilbert y Alfredo Rosso.
El año que elige Pujol para estructurar su análisis no es un año cualquiera en la historia argentina. Es un año del regreso a la democracia. Del triunfo electoral de la fórmula Cámpora-Solano Lima. De la vuelta de Perón. De la masacre de Ezeiza, el asesinato de Rucci y la afirmación de López Rega. Un año en el que la idea de juventud y su fuerza transformadora se revela con códigos propios en las organizaciones armadas o en la ceremonia de la música compartida. La sociedad, la política y la música progresiva, las vanguardias con sus anhelos y sus nostalgias y la utopía que proponía un tiempo revolucionario, son algunos de temas en los que el investigador y ensayista detiene su mirada. Desde allí reconstruye, mes por mes, un año sacudido por pulsiones liberadoras, en el que Artaud surge como un resultado legítimo de época.
“Me interesaba explorar las relaciones entre juventud, música y política en los años 70, aunque el período no presentaba, como quizá sí los años 60, una fisonomía del todo clara. En el imaginario social decir ‘los 70’ es remitirse a los años de mayor efervescencia política de la historia argentina reciente y en términos culturales el rock argentino era un fenómeno en pleno desarrollo”, explica Pujol a PáginaI12. “Cuando revisé con más cuidado la producción musical de aquellos años, observé que a partir de 1972 hubo un crecimiento de ‘la progresiva’, tanto en términos discográficos y de número de recitales como en la percepción que los medios empezaban a tener de una práctica musical que se apartaba de la categoría de ‘música joven’. Algo diferente, otra juventud, se estaba recortando del conjunto de la música pop. La revista Pelo aumenta notablemente su tirada y los festivales BA Rock terminan de organizar el campo rockero”, ejemplifica.
Ese escenario, claro está, no surge de un día al otro sino que comienza a configurarse tiempo atrás. “Ya estaba planteado en 1969 con Almendra y Manal, pero el retorno de la democracia, el fin de la proscripción del peronismo, la salida de la clandestinidad de las organizaciones armadas y las enormes expectativas de transformación social del triunfo de Cámpora-Solano Lima, conforman un escenario histórico donde el rock tiende hegemonizar la idea de juventud utópica que se observa en la política. El folklore y la canción de protesta podían ser más ‘revolucionarios’ que el rock, pero no eran tan “jóvenes”, no tenían la mirada puesta en el futuro. El ‘73 es un punto culminante: el último año de la década de los 60 y la aurora de algo que finalmente no sucedería”, marca el invesitgador.
Pujol es autor de biografías de María Elena Walsh, Enrique Santos Discépolo, Oscar Alemán, además de trabajos en torno a la canción argentina, entre otros aportes sustanciales para un relato de la historia cultural argentina. También abordó los ’60 en La década rebelde y el período infausto de la historia argentina en Rock y dictadura. El año de Artaud podría colocarse en el medio de estos dos últimos. “Creo que con este libro cierro un ciclo en mis investigaciones, en las que intenté explorar el nacimiento y desarrollo de una música que encarnó la imaginación utópica de su tiempo, y que debió lidiar con cambios políticos muy dramáticos”, define Pujol. “En 1973 la política lo invadía todo y en ese contexto el rock emergía como la expresión musical y poética más ‘utópica’, postulaba un verdadero programa de vida. Lo hacía de un modo quizá un tanto vago y contradictorio, nutriéndose más de la contracultura estadounidense y el mundo pop anglosajón que de las teorías revolucionarias, pero la idea de que la música involucraba toda una ‘cultura’ no existía antes del rock. La liturgia de los recitales era una experiencia transformadora, o al menos ese era el tamaño de su ambición”, asegura.
-¿Cuál era la relación rock-política en la época?
-Varias cosas distanciaban al rock del mundo político tal como se manifestaba en aquella Argentina. La violencia política era un límite claro. La disciplina que exigían las organizaciones armadas, otro. Además, el discurso antiimperialista no podía llevarse muy bien con una práctica cultural que reconocía su genealogía norteamericana e inglesa. Pero aun así, el 73 fue un año muy especial. El único festejo artístico que se organizó para celebrar el triunfo de la fórmula Cámpora-Solano Lima fue un festival de rock (se frustró por la lluvia, pero eso no importa). Al margen de la revista Pelo, el medio gráfico que mayor atención le brindó a los recitales y a los discos de rock argentino fue el diario Noticias, de clara filiación montonera. La microhistoria sirve para desconstruir ciertos preconceptos y para entender que la realidad es dinámica; que lo que ayer era anti sistémico hoy puede ser la piedra basal de una tradición.
-¿Qué presencia tenía en 1973 la figura y la obra de Antonin Artaud en la cultura argentina?
-No
era figura canónica, pero tampoco era un autor secreto. Sus libros se habían
editado, se conocía su teoría teatral y el crítico Aldo Pellegrini había
escrito un prólogo magnífico a Van Gogh, el suicidado por la sociedad.
Artaud funcionó como clave de época porque no era lectura de boom y al mismo
tiempo parecía dialogar muy vívidamente con aquel momento. Era un autor anti
sistema en los términos de la contracultura. Hablaba de liberación sexual, de
una revolución “en el marco íntimo del cerebro”, contra una sociedad que
exterminaba a sus artistas, a los disidentes. En su lectura, Spinetta lo
integra rápidamente a Mallarmé, Rimbaud y el Conde de Lautréamont, si bien en
el caso de Artaud lo biográfico funciona como segundo texto o paratexto. Por
ejemplo, la cuestión de la locura como clarividencia que la sociedad reprime
–es el auge de la antipsiquiatría– es un tópico que la cultura rock toma con
entusiasmo. Spinetta llegó a decirle a Miguel Grinberg que Artaud había sido
uno de los primeros en hablar de las cosas que ellos estaban viviendo en ese
momento. Una interpretación un tanto forzada, pero como gesto de apropiación y
relectura me parece interesante. Y si recordamos que Artaud se pelea con Breton
porque no acepta la adhesión de los surrealistas al Partido Comunista, bueno,
ahí reaparece la vieja tensión entre vanguardia artística y revolución
política, algo nada ajeno a lo que pasaba en 1973.
-¿Quién era Spinetta a los 23 años?
-Spinetta era más que un músico destacado del incipiente rock argentino: era el mayor exponente del género, su gran artista, el epítome de la modernidad cultural. Muy joven, desde luego, pero así debía ser: la juventud era un estado de gracia, y Spinetta representaba todo lo que se sabía o se imaginaba de la cultura pop y el rock en el mundo. Era su mejor traductor a los términos de la vida porteña, en un momento de exaltación romántica de la juventud. Por eso la revista Siete Días lo definía como “El Gardel de la generación del rock”. Un año antes, Carlos Ulanovsky lo había entrevistado para el suplemento cultural de La Opinión, algo impensable para cualquier otro músico de rock argentino. En ese sentido, Spinetta se desprende del resto, ninguna explicación “contextual” resulta suficiente para entenderlo como creador, y de hecho no fue eso lo que me propuse investigar. Más bien me interesó entender el 73 a partir de Spinetta y los músicos de su generación, y no al revés.
-¿Era posible vislumbrar que en medio del ascenso comercial de la música progresiva aparecería un disco como Artaud?
-Fue un disco singular, pero no diría que de una rareza absoluta. Incluso algunos temas de Pescado Rabioso 2, como “Cristálida” y su estructura en módulos, por ejemplo, anticipan algo de lo que vendría. En realidad, la gran ironía de Artaud es que el disco más resistido en la historia de las relaciones entre músicos y discográficas (básicamente por la tapa irregular) irrumpe en un momento relativamente bueno para la industria cultural, y de cierta expectativa en torno a las posibilidades comerciales del rock argentino. Por supuesto, el vértigo político y el horizonte de expectativas que se abre en 1973 son condiciones de posibilidad para que ese y otros discos quizá tan buenos y originales (pienso aquí en Muerte en la catedral, de Litto Nebbia, que quizá se presta a una lectura “política” más directa) vean la luz y empiecen a transitar un recorrido ascendente.
-¿Hasta qué punto Artaud es fruto de esa época?
-Lo es de un modo profundo. En realidad, la banda sonora del 73 fue el folklore, Piero, la protesta. Pero estas expresiones no eran exactamente nuevas, y estaban concebidas para ser historia no bien triunfara la revolución. Tenían el sello de una nostalgia anticipada. En cambio, Artaud fue concebido como obra del futuro, incluso a modo de vanguardia popular, si cabe el oxímoron. Para decirlo con Boris Groys, lo contemporáneo no debe entenderse como lo actual, sino como aquello que está con el tiempo.