Internet da para todo. Hace unos meses circuló por redes sociales una infografía con “estadísticas” sobre la asombrosa performance de John Wick en Sin control (2014). La placa aseguraba, entre otras cosas, que ese asesino a sueldo retirado y obligado a volver a raíz del robo de su auto y el crimen de su perrito (¡!) había usado ametralladoras, pistolas, revólveres, sogas, cuchillos, bombas e incluso un lápiz, y disparado 163 balas (122 de las cuales dieron en el blanco y casi una cincuentena en cabezas ajenas) para apilar un total de 77 cadáveres. Este cronista no llevó adelante un conteo similar, pero puede asegurar que el promedio de víctimas por minuto de John Wick 2 es cuanto menos similar. También que mantiene su desprejuicio, una estilización deliberada y le adosa una comicidad que evidencia el carácter absurdo de la propuesta. Es, entonces, cine de acción puro, duro y rabiosamente autoconsciente. Lo particular es que esa autoconciencia también se manifiesta no mediante guiños o elementos metadiscursivos (para eso están los superhéroes y su universo a cada película más clausurado y endogámico), sino desde la clarificación de su forma: acá la cámara está donde tiene que estar, en el momento que tiene que estarlo.
Otra vez con el ex doble de riesgo Chad Stahelski en la dirección y Keanu Revees en el protagónico, John Wick 2 –que aquí se estrena con el jamesbondiano subtítulo de Un nuevo día para matar– hace lo que deberían hacer todas las secuelas: expandir en lugar de replicar. El film continua edificando sobre bases ya solidificadas un mundo con reglas propias, funcionamientos particulares e incluso códigos de convivencia. En ese sentido, el Wick de Revees –actor que sigue siendo de madera: acá mueve todos los músculos menos los de la cara– es un héroe de acción contemporáneo a la vez que anacrónico en sus métodos, un tipo más digno del cine de John Woo de los 90 que de la parquedad usualmente sombría de Liam Neeson o Jason Statham.
El film encuentra a su protagonista prácticamente en el mismo lugar donde lo había dejado la entrega anterior, es decir, cargándose al ejército de matones que había robado su adorado Ford Mustang. Lo hace a puro autazo, piñas y disparos, rodando el suelo, saltando y corriendo, delimitando así su terreno de juego y las coordenadas básicas de lo que vendrá: un frenesí que, a diferencia de lo que suele suceder, no es un mero revoleo de chapas y cuerpos, sino el registro de una coreografía más ensayada que un ballet del Bolshoi. Ya recuperado el auto, a Wick lo visitará un viejo socio italiano dispuesto a cobrarse un favor. El avisa que no, que todo bien pero que quiere retirarse, y como respuesta recibe un bazookazo en el comedor. Razón más que suficiente para volver al ruedo. La misión implicará boletear a la hermana del contratista y, con esto, embarrarse otra vez con la mafia. Y vaya si se embarra.
El enfrentamiento posterior al de la apertura es filmado con una brutalidad salvaje mediante una cámara que sigue a su protagonista desde su espalda, dando una sensación de continuidad e inmersión absoluta, digna de quien, como Stahelski, sabe de qué se trata trabajar con los cuerpos. El realizador elige planos conjuntos que se extienden más allá del corte habitual, haciendo de las balaceras una experiencia cinética construida por el movimiento interno antes que por el montaje. Analógico y sanguinario (las cabezas explotan sangre), el film es igual de salvaje que sus asesinos profesionales. Ellos, sin embargo, tienen la extraña cualidad de saber adherirse a las convenciones sociales, decisión tan absurda como efectiva en su comicidad: allí estarán, entonces, caminando como cualquier civil por la estaciones de subte mientras se disparan con silenciadores y esperan el momento para, una vez a solas, agarrarse a trompadas.