El hijo que no cumple el mandato del padre inspiró a Marx al momento de escribir que la poesía de las nuevas revoluciones no podía encontrarse en el pasado sino en el porvenir. La guerra en Hamlet ocurre tanto al nivel del Estado como en ese parricidio simbólico que el joven príncipe intenta convertir en una acción concreta y política frente a un entorno que no lo comprende.
En la puesta de Rubén Szuchmacher hay un tiempo dedicado y minucioso entregado a las escenas más pequeñas que hacen a este reino en guerra. La contienda está contada desde el diseño del espacio, desde la disposición de los cuerpos, desde esas imágenes que instalan bandos, zonas donde los personajes se espían, conspiran y donde el cuerpo de Hamlet, encarado por Joaquín Furriel, expresa su disidencia en un comportamiento impetuoso, arrebatado, en una resistencia incansable ante esa pulcritud de un ejercito de hombres alistados en sus trajes oscuros.
Porque Hamlet es una tragedia política. La duda que el príncipe de Dinamarca asume como un modo de leer la realidad después de la confesión del espectro de su padre sobre el crimen de Estado, no es la vacilación de un cobarde sino la duda socrática que recupera el iluminismo y que el joven Hamlet estudia en la universidad. El drama de Shakespeare es el intento fallido, por parte de su protagonista, de llevar esas ideas a la práctica frente a un reino que tanto el padre de Hamlet como Claudio, su tío, manejan bajo la misma instrumentalidad asesina. En Hamlet el dato generacional surge en la fascinación que el protagonista siente por el joven Fortinbras, el príncipe noruego que ha logrado llevar adelante una revuelta.
Los procedimientos que sustentan la puesta en escena de Szuchmacher hacen dialogar a cada parte en relación a una totalidad que no suprime nunca la singularidad que la compone. Puede tratarse de un episodio estructurante o de transición pero estará al resguardo de un desarrollo intenso y dinámico. El elenco completo consigue un nivel de fluidez frente al texto shakesperiano casi inédita. Internaliza con tanta eficacia los parlamentos que de inmediato, hablar de ese modo, se instala como algo extrañamente natural. Este logro que parece convertir a Hamlet en una obra realista, sin alterar el texto original ni evitar las exigencias de la tragedia, genera sus desconciertos. Especialmente en relación a la interpretación de Furriel. Hay una naturalidad en su manera de decir que viene a discutir todos los supuestos sobre los modos de actuar Shakespeare. Si en las puestas de este clásico se pueden observar formas que van de la grandilocuencia a la espectacularidad, el Hamlet de Furriel se muestra como un hombre al que el trabajo intelectual que supone pensar le regala un vigor sutil. Parece que estuviera descubriendo en ese momento cada una de las palabras que le sirven para definir una situación ante la que debería ofrecer una resolución inmediata pero a la que el príncipe no le niega ni los obstáculos ni la ironía. Su protesta contra ese mundo de seres obedientes se manifiesta en un cuerpo y en un discurso que no quieren ni domesticación ni disciplina.
El personaje de Ofelia la aleja de toda posible sumisión, de la mansedumbre de una mujer que carece de voluntad para dejarse ganar por las decisiones de los otros. Belén Blanco no se aparta del texto shakesperiano pero lo toma con rebeldía, lo dice como si encontrara en Ofelia un hartazgo que rechaza el sacrificio para transformarlo en una verdad agónica.
En la decisión de entender la actuación como una narrativa sobre la que los actores y actrices pueden realizar una apropiación crítica, se funda la mirada contemporánea de esta puesta.
Hamlet se presenta de miércoles a domingos a las 20 en el Teatro San Martín.