El primer movimiento se hace sin saber qué tiempo verbal usar, si el gerundio de extrañar para aproximarse a –o atisbar sin preposición– los pedales como pestañas, o algún otro que corra veloz por los callejones rompiendo todas las reglas junto a la de Patti Simth. En la decisión final –cuando los pies dibujan círculos y las ruedas ya no paran– tal vez no importa cuál se elige si el elegido sabe andar en bicicleta. Sí, esta vez de bicicletas se trata. Oxidada como la de April Fool, limpia, numerada –6452– y con canasto como la de Sylvia Plath o lenta y pesada –casi veinte kilos– como la Columbia de Annie. Andar en bicicleta es estar despierta en la membrana de cualquier espejo que nos muestre independientes (“ciérnese sobre mí una mujer, busca mi alcance”, dice la poeta de Boston) y de cara al viento hacia la libertad. Eso debe haber dicho Annie cuando a los veintitantos saludó a sus tres hijxs y a su marido y se fue a dar la vuelta al mundo en bicicleta. En las versiones que cuentan un viaje que resulta como mínimo extravagante (una mujer madre de tres hijxs de dos, tres y cinco años se va sola cuando la mayoría de las mujeres casi no salían de la casa) aparecen una apuesta verniana, una decisión económica con publicidad incluida (cien, cinco mil o diez mil dólares según las crónicas) y un deseo de fama.

Fue un tataranieto de la ciclista quien recuperó la historia de la abuelita y quien dijo que Annie dio la vuelta al mundo aprovechando tres escenarios de temporada: la popularidad  que a fines de 1800 tenía la bicicleta, el furor por los eventos mundiales y las primeras batallas feministas (“sin ser una Gloria Steinem no dudo que lo hizo porque no soportaba las restricciones tradicionales de la época”, dijo el heredero antes de decir que estando casada con un judío ortodoxo eligió un colegio católico para sus hijxs). Volviendo a las versiones dicen que salió de Boston con pollera y que cuando llegó al otoño de Chicago, agotada por el  peso de su bicicleta, decidió volver a New York desde donde volvió a salir pero esta vez con pantalones y pedaleando una Sterling “modelo para caballeros” de nueve kilos. Un barco la llevó a Le Havre, Francia, y desde allí siguió hasta Marsella donde con vítores de fans incluidos la vieron partir hacia el oriente. Había nacido en Riga (Letonia) y había cambiado el Cohen Kopchovsky con el que nació y que ya nadie recordaba por Londonderry. Lo hizo por el dinero que la fábrica de agua envasada Londonderry Lithia le dio para que le hiciera propaganda. Annie era una publicidad sobre ruedas, marca de agua en un cuerpo que cruzaba Yemen camino a Singapur. Era Londonderry y así la nombraban quienes leyeron en el diario sus crónicas de viaje y quienes escucharon sus historias inverosímiles en las que podía estar prisionera en medio de la guerra chino-japonesa, cazando tigres con la realeza alemana o escapando de una muerte inminente porque creían que estaba poseída por un espíritu maligno. La veracidad de las historias narradas no parecía importante (podía contar la misma escena con diferente desenlace, cambiar su árbol genealógico según el relato o decir que había llegado a la costa china pedaleando desde la India para decir después que lo había hecho en barco). Si en el espíritu verniano con el que salió de casa prevalecía la fama, Annie la había alcanzado. A su vuelta, después de quince meses, la familia  completa (nació otrx hijx) se mudó a New York donde Annie publicó sus hazañas en el New York World y las firmó con nuevo nombre: The New Woman. “Soy una periodista y una Nueva Mujer (...) si entendemos por ese término que me creo capaz de hacer cualquier cosa que pueda hacer un hombre”. 

Dicen que viajaba con un solo cambio de ropa y con un revólver con culata perlada.