Los días de Delfín transcurren desde muy temprano en la mañana, cuando se despierta para hacer el reparto del pan, hasta entrada la noche, cuando recibe a su padre que llega de la obra. Esa rutina que incluye los recreos y las tareas del colegio, los paseos en bicicleta con la bolsa de pan, los saludos a los vecinos que barren la vereda, el mate cocido y las bromas de los compañeros, tiene un destello extraordinario que altera la cotidianeidad. Una vitrina que se abre en el antiguo edificio del colegio y descubre a un centenario corno francés, que el maestro entrega a Delfín como a su más fiel custodio. “Mi instrumento”, lo llama, cuando recuerda que con solo 11 años es el único que sabe tocarlo en el pueblo y que ese sonido que llega como traído por el viento solo él puede desencantarlo. Delfín espera el encuentro con el corno como una cita impostergable, una ceremonia que ensaya en la soledad de su casa con una manguera y un embudo como sus atrevidos sustitutos.
Delfín, la tercera película de Gaspar Scheuer (El desierto negro, Samurai), hace de ese encuentro con el legendario instrumento la distinción de su personaje, el resabio de una fábula secreta que se mezcla con la harina de la panadería y las ranas del río cercano. “El corno es un instrumento de los más antiguos, relacionado con los comienzos de la música”, cuenta el director. “Hombres reunidos alrededor del fuego que se entretienen soplando en los cuernos del animal que acaban de comer. La trutruca de los araucanos, el erke del noroeste, son variantes de este mismo instrumento. Un sonido que viene desde el origen de los tiempos, una melodía que viene de muy lejos”. De allí también parece nacer la pasión de Delfín, cuya mirada se enciende cuando sigue de memoria las notas de la canción escolar o aprende las estrofas de una melodía, como la más exigente de las lecciones. “El corno de la película es un corno natural, el corno para el cual todavía escribía Mozart, un instrumento sin llaves, donde las diferentes notas se consiguen simplemente ‘colocando’ el soplo dentro del tubo, sin ayuda de ningún otro mecanismo como pistones o varas. Ya con el guion escrito encontré un video donde Martín Lawrence, un prestigioso cornista británico, enseña a hacer un corno con una manguera y un embudo, igual al que aparece en la película. Todo ese universo: el prehistórico llamado desde tiempos lejanos, un timbre cálido y rústico, el solo de ‘For No One’ de los Beatles, la melodía del Octeto de Schubert, confluían para elegir el corno con un elemento central en la película”.
Y el corno también es el que brinda a Delfín una excusión más allá de los confines del pueblo. La Orquesta Infantil de la ciudad de Junín organiza una prueba para sumar nuevos integrantes. Viajar allí es todo un desafío: el padre de Delfín trabaja todo el día, viven en una precaria casita a pasos de la ruta, las comidas diarias combinan el pan con las ranas fritas, el mate cocido y alguna feta de fiambre. La espera por un cambio de suerte parece hacerse eterna, sobre ellos pesa el recuerdo de una madre ausente, de una felicidad perdida, de un mar lejano que prometía aventuras. Para el padre de Delfín solo quedan las caminatas bajo la lluvia, la persistente visita de los usureros, el magro salario de la obra. “Mi idea era representar una ausencia, una ausencia que los acompaña, que los sobrevuela, que no los abandona. Una ausencia que es presencia. Seres mortales, imperfectos, que viven anhelando instantes absolutos que nunca se realizan, siempre están en otro lugar, en otro tiempo. El recuerdo de una madre que ya no está pero que no se borra, y que sobre el final reaparece para marcar un rumbo, para reorientar el camino en un momento de incertidumbre, de desconcierto”.
La orquesta de Junín se convierte entonces en un destino impostergable. Primero hay que conseguir el corno, sacarlo de su encierro para que cumpla con su vocación de grandeza. Para ello hay trámites, y pedidos por escrito, notas que las maestras del colegio olvidan o pierden en el fondo de un cajón. También está la promesa de llevarlo a la ciudad vecina que Delfín arranca a regañadientes a su padre, la que intenta contagiarlo del anhelo de salir de esa vida circular. Mientras que los adultos aparecen adheridos a lo inamovible, el panadero a la tabla de amasar, las maestras detrás de los escritorios, el padre a las directivas del capataz de la construcción, Delfín constantemente desvía su camino. Sigue de manera furtiva a una joven maestra que lo tiene un poco enamorado, se mueve en el río detrás del zigzagueante nado de las ranas, se filtra en el colegio para secuestrar al corno, y parte en la mañana del sábado tras el sueño de su joven vida. Delfín porta en su nombre el ímpetu de un navegante, el que sortea obstáculos y conquista imposibles.
“El nombre del protagonista surgió desde el inicio del proyecto. El nombre como marca de una historia, índice de un pasado y a la vez clave para interpretar o imaginar un destino. Después, curioseando, apareció toda la literatura antigua acerca de la relación entre hombres y delfines, el lugar de los delfines en los relatos antiguos, en la mitología de los pueblos que tenían costa marina o que desarrollaron una cultura de la navegación y se los cruzaban a menudo en altamar, su lugar junto a Dionisos en las representaciones”, relata Scheuer. La pregunta por el nombre reaparece como una incógnita una y otra vez. En la memoria del padre, quien evoca un sentimiento anterior a toda representación. En el relato de un hombre a la vera del camino, quien imagina una fábula de marineros, una gesta de predestinación. Como el título de los antiguos herederos al trono francés, este joven delfín porta en su nombre los signos de su misterio y su ventura.
Uno de los grandes logros de la película es la dinámica que construyen Christian Salguero y Valentino Catania como padre e hijo. Sus conversaciones de sobremesa condensan ese deseo de encontrar un lenguaje común, de sortear los silencios, de salir de la encrucijada de la postergación. Salguero dota a su personaje de una tristeza apenas visible, que se filtra en su mirada y en su cuerpo cansado por el peso del trabajo. Y ensaya su autoridad como parte de sus contradicciones, las que lo impulsan a cuidar a su hijo y también a ser su amigo y cómplice, a conocerlo mejor y mitigar sus mutuas soledades, a protegerlo y abrirlo al mundo. Como reflexiona Scheuer al final de la entrevista: “Esas contradicciones son las que acompañan y marcan toda existencia. El elogio del viaje, de la vida nómade, contrapuesto al himno del pueblo que se infla el pecho para glorificar y prometer amor eterno a la tierra de origen, al suelo natal. El corno custodiado como un tesoro milenario en una vitrina bajo llave, y el corno en la mochila, como un compañero de aventuras”.