Si no fuera cantante y compositora, Estela Magnone destacaría como una de las más originales tecladistas de la música popular uruguaya. Pero ocurre que hace décadas que viene interviniendo, desde un sitio tal vez lateral pero esencial, en una escena diversa y proteica que hace por lo menos cincuenta años funciona como un sistema de postas. Alguna vez Jaime Roos, citando a John Lennon que había dicho que “antes de Elvis, la Nada”, escribió: “Salvando distancias, dejando aparte nuestro folklore urbano y campero, digo: ‘Antes de Eduardo Mateo, la Nada”. Entonces, en ese sistema de referencias que parte desde los últimos años 60 con Mateo y el candombe beat que patentó junto Rubén Rada en El Kinto, Estela Magnone se erige como una artista ineludible y singular. La singularidad se basa, entre otras cosas, en su capacidad para desmarcarse en tensión entre un clasicismo que esquiva el estereotipo de “lo uruguayo” y una modernidad total, hecha de programaciones, climas y texturas.
Ese es el camino que transita Siestas de Mar de Fondo, el notable y melancólico disco que acaba de editar por el sello Bizarro y que ya está subido en las plataformas digitales. Su particularidad resulta irresistible: el álbum está integrado por letras que le entregó, precisamente, Eduardo Mateo. Complejas, varias de ellas brillantes, Magnone las musicalizó con una obsesión al nivel de esa poética siempre enrevesada. El único tema que tiene también música de Mateo es el que titula el disco. Magnone echó mano a su propia historia y exhumó un casete en el que juntos cantan esa quirúrgica observación del barrio a la hora de la siesta, con un espíritu costumbrista y al mismo tiempo surreal, entre una aguafuerte arltiana y el Spinetta de Bajo Belgrano. La pluma de Mateo volvía el más chato paisaje cotidiano en una letanía.
Como dice la letra de la canción, “escuchen lo que pasó”: en 1980 Mateo vivió en una pensión ubicada en frente de la sede de Mar de Fondo, y se puso a escribir lo que veía, lo que imaginaba, lo que le dictaban los pájaros de su mente en estado de conmoción poética. El club ya no está más –ahora funciona ahí, en Durazno y Yaro, el Museo del Cannabis–, pero puede advertirse la vigencia de la descripción de Mateo, una mirada sedimentada a través de la décadas que evita el sepia lineal del tango para revelar habladurías, historias a medio contar, silencios, un perfume que define lo más sublime y lo más banal y terrible que habita en un barrio: “Ventanal del jazmín/ Que al cielo de cristal/ Le dio al abrirse y/ Corazón de par en par/ De par en par el cielo tarde la siesta/ que se recuesta por la vereda/ Pájaros del pretil brisa de las hojas/ Fin de febrero danzando sombras/ Poco a poco pelota los pibes doña/ Se van marchando dejando a solas/ el murmullo de umbrales en los zaguanes/ que están mirando pasar las horas/ Escuchen lo que pasó: Los otros días, la vecina de enfrente, tuvo una nena, todos decían, qué cosa bella: Bla bla bla, bla, ble ble ble ble, blo blo blo blo (...)”.
“Tuvimos una relación de amistad musical”, cuenta ahora Estela. “Hubo un período en que venía mucho a mi casa y escuchábamos música. En una de esas visitas me mostró Siestas de Mar de Fondo. Y me daba letras. Su poética evolucionó mucho desde sus canciones iniciales hasta las últimas. Se volvió cada vez más abstracta. Inventaba palabras, verbos, frases que no tienen un significado en un sentido convencional pero se entienden. Inventó un lenguaje propio, muy bello. Tal vez por eso sus letras son tan difíciles de musicalizar”.
En aquel amanecer de los años 80 en que Mateo tocaba el timbre de su casa, Estela Magnone empezó a imaginar un grupo junto con Laura Canoura y Mayra Hugo. El trío se llamó Travesía y es un mojón clave en la música rioplatense: por las armonizaciones y los arreglos vocales y por la irrupción en un panorama dominado por hombres. Acaso sin saberlo, lo de Travesía fue un gesto político: se anticipó a las conquistas de género. Magnone insistió luego con otros grupos de mujeres, como Las Tres, La Otra, Seda. “Con el paso del tiempo me he dado cuenta que Travesía fue una experiencia inédita en el Uruguay. Nos mostró a nosotras mismas cómo podíamos componer, tocar, cantar y arreglar música. El disco que sacamos en 1983, Ni un minuto más de dolor, suena exactamente a cómo sonábamos en vivo. Éramos mujeres con sus emociones, sus historias”.
“Ni un minuto más de dolor” es una frase extrapolada de “Andenes”, una de las más tremendas y demoledoras canciones de separación de la música uruguaya (otra puede ser la mínima “Te abracé en la noche”, de Fernando Cabrera), que tiene varias versiones. Entre ellas una de Jaime Roos, su pareja durante años, que la incluyó en el CD Contraseña. La relación Magnone-Roos produjo dos discos extraordinarios: Mujer de sal junto a un hombre vuelto carbón, a dúo, y Vals prismático. “Uno es de 1985 y el otro de 1993, pero pese a la distancia temporal fueron álbumes vinculados entre sí. Mi trabajo compositivo y los arreglos de Jaime se complementaron muy bien”. Ambos trabajos fueron reeditados en un solo CD y se pueden escuchar como un único y largo álbum. Condensan mucho de lo que debe tener un buen disco de música popular: misterio, variedad rítmica, espesura y al mismo tiempo liviandad, buenas letras.
LA MOSCA Y LA SOPA
Siestas de Mar de Fondo es un disco breve, de poco menos de media hora, un poco a la vieja usanza. Como los vinilos, se podría dividir en “lados”. El Lado A trae cinco temas inéditos –esos manuscritos rescatados, que figuran en el arte interno– ; el Lado B cuenta con cuatro canciones que ya fueron grabadas por ella y por otras artistas, como Canoura, y el bonus del casete. La abstracción creciente de Mateo a la que refiere Magnone se manifiesta ya desde la canción que abre, “Polaroid”: allí, el mar “irolizaba” y el músico habla por ejemplo de una “versión universoterizada”. Ese tipo de libertades en pos de la musicalidad del poema (una operación no tan infrecuente en la poesía, tal vez el caso extremo en el Río de la Plata haya sido el Oliverio Girondo de En la masmédula) tuvo su correspondencia sonora en una deconstrucción progresiva del concepto canción, un torbellino de músicas y letras que lo llevó a las experimentaciones radicales de La mosca, su último disco. Fue el extremo canto de cisne, que el tecladista Hugo Jasa –músico muy cercano en los años finales de Mateo, fundamental en la grabación de La mosca–, definió como “el acercamiento a una tímbrica robótica”. Mateo estaba en un viaje sonoro sin retorno, indagando algo así como una “música-ficción”. “El ya usaba electrónica en los años 80”, dice Estela. “En este trabajo, la utilización de la electrónica me ayudó a encontrar el sonido del disco. También el tratamiento de las voces. Creo que a Mateo le hubiera gustado que haya elegido ir por ese lado”, conjetura.
Los elementos que maniobra Magnone en Siestas de Mar de Fondo se complementan como desplegados por una orfebre. Todo parece ubicado en su lugar y, asimismo, todo suena etéreo, onírico, un pop, digamos, irreal. Coproducido junto con el guitarrista Fabián Marquisio, se escuchan ronrocos, charangos, dobros, alguna guitarra distorsionada, la trompeta de Eric Wangesteen y colchones de teclados y programaciones, que recién respiran hacia el silbido en el reggae “Paradoja de cuarto menguante” pero que, en esencia, conforman un paquete implosivo. Las formas de Estela Magnone siempre han ido hacia adentro, no pretenden la adhesión: son canciones de interiores, que exigen horas de escucha, concentración.
LA PERMANENCIA DE MATEO
La tarea de musicalización es una recurrencia en la obra de Magnone. En su espaciada discografía solista, que completan Bruma de abril (2007), Pies pequeños (2012) y Telón (2016), compuso más músicas que letras. “Es cierto. Tal vez tenga que ver con mi personalidad introvertida. Además, tengo miedo de repetir cosas que ya dije. No soy una contadora de historias. Lo que escribo siempre se inspira en mi propia vida y en vidas cercanas, próximas. No sé inventar. Siempre vuelvo, una y otra vez, a mis propias cosas. En lo musical me siento libre de experimentar, creo que cuento con más herramientas. En el poético soy más de seguir el ritmo y la rima. En definitiva, trato de hacer canciones que me conmuevan y que, de alguna manera, sean reflexivas. Descarto mucho”, explica.
Las herramientas musicales provienen de su formación clásica, y del propio hogar de origen. Su padre fue director de coros; su abuelo, fundador de una de las Escuelas de músicas más antiguas de Montevideo –el actual Conservatorio Falleri Balzo–; su madre, Estela Ibarburu, cantante y pianista; sus dos hermanos, Alberto y Daniel Magnone, también son músicos. Estela Magnone empezó los estudios de piano a los cinco años, con su madre, y continuó con la profesora Renée Bonet de Pietrafesa. Hasta que, como ocurrió con toda su generación, llegaron Los Beatles e inocularon un virus que, especialmente en Montevideo –en proporción demográfica, tal vez una de las ciudades más Beatle del mundo–, fue imparable.
“Más allá de lo formativo y lo genético, trato de tener los oídos abiertos a las músicas nuevas. Y siempre me interesó la originalidad. En las músicas de Siestas de Mar de Fondo, especialmente en las armonías, hay muchas cosas que aprendí de Mateo. ¡Es imposible no aprender de esa gente! La libertad de arriesgar también la aprendí de él, y de Jaime Roos y de Los Beatles”, cuenta Magnone, etérea como su canto, que vuelve a decir una y otra vez, desde el disco, aquello de: “Escuchen lo que pasó”. Y lo que pasó es que Eduardo Mateo, su genio, sigue habitando otras voces, otras entonaciones, ideas, pensamientos, a casi 30 años de su muerte. El disco de Estela Magnone es una nueva y hermosísima instancia de esa obstinada permanencia.