Durante los últimos años, Bruce Springsteen se sometió a una disección autobiográfica intensa. Por un lado, Born To Run, su autobiografía de 2016 y por otro su show en Broadway, un repaso por vida y obra que estuvo en cartel desde octubre de 2017 hasta diciembre de 2018 en el teatro Walter Kerr. Ambos trabajos, pero sobre todo el espectáculo en vivo, eran puestas sobre la construcción de su poética y su mitología. En On Broadway, Springsteen se reía de que él jamás trabajó en una fábrica y se la pasa escribiendo sobre la clase trabajadora. Y dejaba claro que la experiencia y la creación no están relacionadas de una forma trivial: el artista conjura aquello que lo conmueve, lo reinventa y lo hace verdadero.

Ahora acaba de editar Western Stars, después de una ausencia discográfica de varios años. High Hopes, su anterior disco, era de 2014 y para muchos fue una decepción porque le faltaba consistencia: era una colección de covers, reversiones y out-takes con elecciones interesantes –desde canciones con los ya fallecidos Danny Federici y Clarence Clemmons, históricos de la E-Street Band– o la guitarra de Tom Morello de Rage Against The Machine. Pero no era un álbum con una narrativa sólida, un tema, un clima. Western Stars, en cambio, tiene el aliento de una película, es un paisaje donde los personajes viven en mundos paralelos y desolados, en la tradición del Sam Shepard de Crónicas de motel o París, Texas

Sobre todo, es un disco que queda lejísimo de la autobiografía, un disco de personajes e historias, como si Springsteen se hubiese cansado de si mismo. No lo acompaña la E- Street Band: es un proyecto solista. La inspiración musical, sin embargo, no es la misma que en sus discos acústicos-solistas como Nebraska o el maravilloso e injustamente dejado de lado Devils and Dust. Western Stars toma su sonido del pop californiano y del country de Bakersfield; algo de Burt Bacharach, otro poco de Glen Campbell y hasta Van Morrison y Neil Young: la euforia y la melancolía. No es un disco sombrío: los arreglos de cuerdas son elegantes y contenidos, pero no desdichados; los vientos acompañan, melodiosos, nunca son fanfarria; la guitarra está muy atrás y la voz muy adelante. Western Stars es un disco de estudio, producido por Ron Aniello, pensado como una obra total.

Y si hay una narrativa excluyente es la de los hombres a la deriva. Perdidos, tristes, rotos, culpables, sin un lugar adonde ir. Springsteen es el mejor de todos cuando se trata de conjurar la nostalgia por lo que jamás sucedió y este disco exuda esa sensación inaprensible. Atemporal, es tan John Steinbeck como  Richard Ford en la era Rock Springs o Annie Proulx en los cuentos de Wyoming, pero finalmente es solo Springsteen. Y “solo” es el adjetivo importante en estas canciones sobre desamor, vagabundeo y, a veces, el atisbo de un final feliz.

El disco empieza con bastante optimismo en “Hitch Hikin’”, sobre un hombre que hace dedo y, con pinceladas, describe su vida –de la que no se queja– en la ruta, y a los amables extraños que lo suben a autos y camiones. La voz de Springsteen es diáfana, como la canción, que sugiere una autopista bajo el sol del otoño y un joven con su mochila; alguien que busca y todavía no está perdido. Pero en seguida llega su contracara en “The Wayfarer”, sobre un depresivo que huye porque cada vez que se queda en algún lugar lo atrapa la tristeza, el corazón se le endurece y sueña con las rayas blancas de la ruta; solo el movimiento lo aleja de la muerte y quién sabe por cuánto tiempo. La música, también, baja hacia una desesperanza invernal. “Tucson Train” es una mezcla: alegre en apariencia, con el ritmo del tren del título propulsando una melodía hermosa, esconde una letra terrible. El narrador está en San Francisco “cansado de las píldoras y la lluvia”. Dejó a su mujer buscando una nueva vida “que no tuviese que explicar, pero no puedo apagar mi cerebro”. ¿Qué pasó entre ellos? Springsteen dice: “Peleamos sobre nada/ Y peleamos hasta que no quedó nada”. Ella regresa a encontrarse con él, en apariencia; él sostiene que lo dará todo para demostrar “que un hombre puede cambiar”. Pero la canción es demasiado dolorosa como para creerle. Le sigue la del título, “Western Stars”, otro punto altísimo con su guitarra tímida y las cuerdas épicas, sobre un actor secundario de westerns, adicto, feliz de despertarse “con las botas puestas”, que es reconocido por la gente sólo gracias a un comercial de tarjetas de crédito y que, alguna vez, recibió un disparo de John Wayne: “esa escena me compró miles de tragos. Preparame uno y te la cuento, amigo”. Sus días de gloria no volverán y es dudoso que hayan existido alguna vez. Lo mismo le pasa al actor que trabaja como doble de riesgo de “Drive Fast (The Stuntman)”, otras de las canciones relacionadas con la cruel industria del entretenimiento. “A los nueve años me trepé a las ramas del árbol más alto de nuestro barrio/ No recuerdo el miedo, solo la brisa”. Es otro adicto, al riesgo esta vez, que no puede dejar de vivir rápido y caer y volver a levantarse y, a veces, enamorarse de alguna actriz a quien “le gustaban los hombres grasientos que cobraban menos que ella”. “Chasin Wild Horses” sugiere las enormes planicies de Montana desde una guitarra acústica delicada que se funde en la orquesta final para contar la historia de un hombre que, quizá, haya sido violento con su mujer. Y que, para contener su ira, trabaja desde el amanecer a la noche en el desierto: “me aseguro de quedar tan cansado como para ser incapaz de pensar”. A veces, sin embargo, se acerca al cañón rocoso y grita el nombre de ella y “me lo devuelve el eco”. No hay final feliz para él: solo quiere olvidarla porque sabe que no hay vuelta atrás. 

El final se guarda un trío de canciones extraordinarias. La primera es “Somewhere North Of Nashville” la más despojada del disco, sobre un hombre que intentó pegarla en la ciudad de la industria del country, y no pudo ser. Ahora es un músico solitario y fracasado, “todo lo que tengo es esta melodía y tiempo para matar”. “Hello Sunshine”, la primera que se conoció, es quizá la única vagamente autobiográfica: un hombre que se reconoce fetichista de la desdicha (“amé los caminos vacíos y los pueblos solitarios, pero cuando uno se enamora de la soledad, se queda solo”) y le pide a la luz del sol que se quede con él: la plegaria por la luz. Y culmina con la enorme “Moonlight Motel”, donde un hombre recuerda a su amante, a su amor, en las ruinas del edificio abandonado donde se quisieron. “Ella se fue como una vieja canción de verano” canta Springsteen y describe los yuyos creciendo entre las grietas del cemento y a los 69 años ni se autoparodia ni se revuelve en la autoindulgencia, sino que es uno de los pocos músicos que, a su edad, siguen entregando material  vigoroso, lleno de inevitable melancolía pero con la euforia de haber encontrado qué decir y cómo decirlo, una vez más.