Comenzaba a trascender y a ser admirada por escritores de la talla de Virginia Woolf, Ezra Pound y Thomas Hardy, cuando Charlotte Mew, nacida en Londres en 1869, se suicidó tomando media botella de desinfectante. Tenía 58 años y se había internado en un geriátrico porque toda su familia estaba muerta. “Creo que la vida es muy larga. Si fuese más corta el heroísmo sería posible, pero es larga; sólo podemos ser mártires, y el peor martirio no es el sufrimiento, sino la aniquilación; y la muerte más profunda no es morir, sino sobrevivir a la vida”. Como una extensión de sí, Mew le hace decir esto a un personaje de Algunas formas de amor, una oportuna compilación de cinco cuentos largos
Si bien lo que consagró a Mew en aquella época fueron sus poemas, este rescate de su narrativa, da cuenta no sólo del insoslayable valor de Mew como escritora sino de sus obsesiones y su posición política respecto de la sociedad del momento. Tanto las mujeres como los hombres de estos relatos son capaces de rehuir mandatos y abrir preguntas sobre lo que se espera de ellos. Mew misma era un bicho raro en Bloomsbury, el movimiento intelectual cuyos artistas se congregaban en ese barrio londinense. “Un astro distante, una mujer de baja estatura, pelo corto, que vestía traje de hombre”, se la define en el postfacio del libro. “A veces hosca, reservada, medida, llevaba un paraguas negro para defenderse del mundo, y fumaba. Caminaba sola por las calles de Londres, acudía a tertulias literarias (la de Catherine Dawson Scott, su mentora; la de Monro en The Poetry Bookshop) donde recitaba como en trance”. Según su principal biógrafa, Penelope Fitzgerald, al igual que sus personajes, Mew tuvo una vida amorosa desdichada. Su devoción por Lucy Harrison, su maestra en la adolescencia, luego por las escritoras Ella D´Arcy y May Sinclair, nunca fue correspondida. Fitzgerald lo atribuye al rol de sostén económico y emocional que Mew tuvo con toda su familia. Ella era la mayor de siete hermanos. Tres murieron siendo niños y dos fueron internados por esquizofrenia. Tras la muerte de su padre, Mew quedó a cargo de su madre y su hermana Anne, que murió de cáncer tras una larga agonía.
“Había prometido a mi madre, a ciegas, como se prometen estas cosas, que ‘cuidaría’ de Kate, pero nunca me sentí muy capacitada para aquella tarea”, es la primera línea de “La esposa de Mak Stafford” el relato que abre el libro. Y bien podría aplicarse a la vida real de Mew. Kate, la muchacha a la que hace referencia la protagonista del cuento, es un tanto especial, y quienes la rodean se sienten llamados a protegerla. Hasta que ese debilitamiento muta en poder sobre los otros. “Su actitud era inmóvil. Bien podría parecerse a una muerte consciente. Esta alta figura blanca, presentada de lejos a mi mirada errante, daba la impresión de un sueño perceptivo. Una tranquilidad como de luz de sol parecía recorrer sus venas. Un pinchazo, pensé de manera fantasiosa, podría liberar un rayo y decidir así la recuperación o la extinción de esa silenciosa vida”. ¿Cuánto estamos obligados a dar y a intentar torcer el destino de los otros, en nombre del amor?
En el más largo de los cuentos, “El amigo del novio” –donde enamorarse de la persona equivocada sirve de excusa para mostrar cómo cada cual teje su destino– hay una escena memorable donde una mujer contempla desde la terraza a dos personas gesticulando mientras hablan en voz alta. Ella los llama “especímenes de la humanidad que encarnan la mascarada de la vida”. Bajo la superficie de lo que se narra, Mew pareciera dejar claro que, si el hombre o la mujer no se hacen cargo de aquello que le toca, no hay más que esperar desdicha para sí mismo y para los demás. Y que las apariencias como condición de inserción social, terminan cobrándose la felicidad de la gente.
En el cuento que da nombre al libro, un hombre hace una promesa de amor eterno a una mujer que lo rechaza. Años más tarde él regresa para cumplir lo prometido. Con un epígrafe que da cuenta de manera magistral de la esencia del argumento (“Las almas son casi impenetrables entre sí, y esto te muestra el vacío cruel del amor”) el relato se sostiene por un diálogo imperdible en el que ambos protagonistas se interrogan sobre la verdad de sus vidas.
En “Una puerta abierta”, una chica renuncia de manera imprevista al compromiso con su novio para hacerse misionera, mientras su hermana saca provecho de esa situación. Aquí Mew hace ver cómo el otro nunca es alguien en quien confiar y menos aún, poseer.
“Tu eres casi como una extraña, que habla algún nuevo idioma extraño, que me mira como si hubiera un abismo tremendo entre nosotros. Hace un mes éramos tu y yo y el resto del mundo”.
Y así, hasta el final, donde una pareja de viejos viudos haciendo caso omiso a las presiones familiares y lo que se espera de ellos, deciden en favor de algo que tiene forma de felicidad. “Si un hombre no se puede salvar a sí mismo, nadie puede salvarlo”, dice uno de ellos.
Resulta sorprendente y perturbador leer estos textos de fines del siglo XIX, de una prosa afinadísima, sin trucos ni ostentaciones. De una autora solo preocupada en revelar la complejidad de las personas, la verdad del alma detrás de sus actos.
Muerte, soledad, locura. Son las marcas de esta obra y que Mew pone sobre la mesa para trazar sobre ellas, el destino trágico de sus personajes. Hombres y mujeres que no alcanzan a redimirse y son plenos responsables de sus elecciones. Toda una declaración de principios impensables para aquellos tiempos victorianos.
Y lo que no puede dejar de subrayarse: por su profundidad y exactitud queda claro que la fuente de estos relatos es la poesía. “Si pudieras ver mi corazón” dice ella a su amado, sabiendo –y haciéndonos saber– que en esa afirmación va también su imposibilidad.