Más allá de las frecuentes apariciones en las que Vargas Llosa ha llegado a acostumbrarnos a sus bravuconadas neoliberales, tanto en los periódicos como en eventos siempre amplificados hasta el acople por la llamada “prensa hegemónica”, el Nobel peruano ha publicado recientemente un opúsculo en donde presenta su “autobiografía intelectual” de corte liberal. Se trata de La llamada de la tribu, un recorrido por las lecturas que de alguna manera vendrían a explicar cómo fue posible que el autor de La ciudad y los perros, luego de haber sido un ferviente defensor de la Revolución Cubana, haya terminado convirtiéndose en “Jorge Mario Pedro, marqués de Vargas Llosa” según reza el título nobiliario concedido por Juan Carlos I, rey de España. “¿Cómo fue posible que ese muchacho tan talentoso y crítico de la realidad de Nuestra América, militante del PC de su país, derrapó para convertirse en el más descollante intelectual orgánico y paradigmático del neoliberalismo?”, se pregunta Ana María Ramb en el prólogo de El hechicero de la tribu. Esta pregunta es el punto de partida para un análisis exhaustivo por parte de Atilio Borón (Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Harvard, profesor en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, autor de numerosos textos y columnista de diversos medios), donde la lectura crítica del corpus presentado por Vargas Llosa en La llamada de la tribu, el desmonte de las falacias y tergiversaciones de los autores, va dando lugar a una suerte de bozal teórico filosófico-político que debería servir si no para callar definitivamente a “VLI” al menos sí para una invitación a un diálogo serio sobre los fundamentos del liberalismo.
“¿Por qué criticar un libro que es un inmenso océano de sofisterías y artimañas?”, se pregunta Borón en la Introducción. Porque Vargas Llosa es el más importante intelectual público de la derecha en el mundo hispanoparlante, erigiéndose ya como el mayor “profeta del neoliberalismo contemporáneo”, el trabajo de responder a su elegante prosa, desarticulando sus fabulaciones, se vuelve una tarea necesaria. En un libro anterior, El pez en el agua, Vargas Llosa anticipaba el relato personal de su ruptura con el marxismo y su conversión liberal. Allí comenta que ya en 1954, tiempos de militancia estudiantil, ya no creía del todo en “nuestros análisis clasistas y nuestras interpretaciones materialistas”. Su “firme apoyo” al proceso revolucionario cubano dejó de ser tal cuando el autor de La casa verde se convenció de que el comunismo no era otra cosa que un enorme holocausto social. Luego de formar parte del Jurado de Casa de las Américas y del comité de redacción de su revista, se aleja de Cuba criticado por el propio gobierno cubano, algo que para el peruano significó quitarse “un gran peso de encima, porque ya no tendría que estar simulando una adhesión que no sentía”, según confiesa en La llamada de la tribu. Pero su camino de Damasco, la conversión neoliberal propiamente dicha, llegaría un poco más tarde, cuando el genial novelista conoce personalmente a dos figuras de la vida política que le dejarían una impresión imborrable: se trata de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Los halagos de Vargas Llosa hacia Thatcher incluyen el haber llevado a cabo “una revolución hecha en la más estricta legalidad”. Borón nos recuerda que “esa revolución, cuyos estragos se sienten todavía hoy en el Reino Unido, fueron la política de privatizaciones, el fin de los subsidios, la liberalización y desregulación de los mercados y la apertura al comercio internacional”. Cabe reformular –sugiere Boron– la célebre pregunta de Conversación en La Catedral, “¿En qué momento se jodió el Perú?”, para preguntarnos, ¿en qué momento se jodió Vargas Llosa? Y la respuesta está sin dudas vinculada al impacto que implicó pasar de tener, como referentes y mentores, a Sartre y Camus, para luego colocar en esos lugares a “dos connotados criminales de guerra, aparte de impenitentes verdugos de sus pueblos”. En su libro, Vargas Llosa se jacta –orgulloso y engreído– de haber cenado tanto con Thatcher como con Reagan, gobernantes “de temple, cultura y convicciones”. Con dolor manifiesto, Boron confiesa que “como intelectual latinoamericano, me avergüenza tener que describir actitudes tan colonizadas y lacayunas”.
¿Cuáles son los autores que Vargas Llosa repasa intentando propagar su adhesión neoliberal? La colección es antojadiza: Adam Smith, Ortega y Gasset, von Hayek, Karl Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlín y Jean-F. Revel. La exposición que el novelista hace de sus autores es siempre tendiente a justificar las bondades del liberalismo en plan “teoría del derrame” (gracias a la sobreabundancia de riquezas, el recipiente de los amos se desborda y sus mieles colman las necesidades de los desposeídos, que irán fortaleciéndose en la medida en que dicho derrame sea constante y en todas direcciones). El Estado, desde esta perspectiva, debe incidir lo mínimo posible, ocupándose fundamentalmente de la seguridad jurídica (especialmente, la santísima propiedad privada). Así de simple es el camino hacia una “democracia moderna” para Vargas Llosa, que evita cuidadosamente aquellos pasajes en que, los autores que aborda, no se dejan encuadrar en tamaña reducción del análisis de la realidad económica, política y social. Por ejemplo, parece olvidar cuando Adam Smith en La riqueza de las naciones afirma que “los amos raramente se reúnen aun por entretenimiento o diversión sin que la conversación termine en una conspiración contra el público, o en una componenda para aumentar sus precios. Los patronos están siempre y en todo lugar en una suerte de asociación tácita, constante y uniforme para impedir el aumento de los salarios”. Innumerables casos como este constituyen el trabajo pormenorizado de Borón, poniendo de relieve la operatoria de Vargas Llosa en su intento de naturalizar una supuesta conciliación entre “liberalismo” y “democracia”, dos conceptos que se rechazan entre sí. Son imperdibles las páginas en que Boron analiza, con Gramsci, la categoría de “intelectual orgánico” no ya de la izquierda sino de la derecha. ¿En qué mundo vive Vargas Llosa?: “en la elegante irrealidad de la burbuja de riqueza y esplendor de su deslumbrante mansión madrileña (...) Sus interlocutores son reyes y príncipes, presidentes o ministros, y por supuesto, los magnates y sus corruptos amigos del Partido Popular, que han convertido este mundo en un infierno”, escribe Borón, que no encuentra en el gran novelista sino a un pobre “aprendiz de analista político” que debate sus participaciones públicas entre la ingenuidad, la canallada y la burda hipocresía.