La muerte de personas en situación de calle por el frío del invierno tiene que ser natural en el país de Mauricio Macri. Porque es el país de la eficiencia, del esfuerzo y el sacrificio. Y la realidad es que si alguien es rico está claro que se ha sacrificado para serlo. Y si alguien es pobre, no solamente se lo merece porque ni se esforzó ni se sacrificó, sino que además la vagancia y la pereza merecen condena social y castigo.
Los derechos no son universales ni se regalan en ese país, se tienen que ganar con esfuerzo y sacrificio. Los que no tengan plata, las capas medias, trabajadores y pobres deben sacrificarse para ser merecedores de esos derechos. La riqueza es constancia de sacrificio y esfuerzo. El rico no necesita sacrificarse más porque como es rico, ya lo hizo para serlo. Para ellos hay derechos que deben ser rigurosamente custodiados por una policía que no tiene por qué respetar derechos de quienes no han hecho nada por ganárselos.
Esos son los que protestan, los que cortan el tránsito, los que no supieron elegir trabajo y lo perdieron y ahora viven de un plan y son usados políticamente por los kuka populistas. Son los vagos y choriplaneros. Son los piqueteros, los trabajadores mal pagos o desocupados, las familias que viven en la calle y reclaman derechos pero no tuvieron la decencia de asumir responsabilidades. Esos padres que llevan a sus hijos, algunos bebés, a vivir en las calles son una vergüenza. Esos padres le están haciendo pagar a sus hijos por su incapacidad.
En ese país, se camina por la calle y se esquivan los bultos que obstaculizan las veredas. Si son personas en situación de calle, además molestan el libre tránsito. Porque algo habrán hecho o dejado de hacer para estar allí. Todo tiene una razón de ser, igual esos bultos envueltos en frazadas y muertos de frío. Son bultos.
Es la ciudad a la que se encamina el discurso que subyace en los medios corporativos del oficialismo, el mensaje que se difunde más brutalmente en las redes, ondas que tienen su epicentro en el gobierno de Cambiemos.
Es el discurso de la meritocracia del que dice “a mí nunca me regalaron nada” para diferenciarse de los que pueden beneficiarse con viviendas populares, con la asignación universal por hijo o con becas para estudiar. Es el discurso que detesta la protesta social y la ampliación de derechos y se enoja con las manifestaciones gremiales por mejoras o contra la flexibilización laboral. Pero después despotrica contra los que pierden su trabajo por esa flexibilización.
Es la ciudad a la que tiende el discurso de la resignación y el sacrificio de los humildes con el que muchos trabajadores y humildes defienden el aumento de las tarifas, porque “antes se regalaba”. O el otro más clasista de: “les hicieron creer que podían tener vacaciones, comprarse un plasma o un aire acondicionado”.
Es el mensaje de “se embarazan para que les den la asignación”. O que con la moratoria que beneficia a los trabajadores cuyas empresas no hicieron aportes, “le sacan la jubilación a los que aportaron toda su vida”.
Los trabajadores jubilados se enojan con otros trabajadores jubilados. El comerciante al que le molesta la gente en situación de calle, puede ser el futuro marginado, mañana puede estar durmiendo en la calle. El tonto que repitió “les hicieron creer...” ya nunca podrá acceder ni a una estufa a kerosene porque el precio del combustible está dolarizado.
La muerte por hipotermia de Sergio Zacaríaz, de 52 años, en situación de calle, a cinco cuadras de la Casa Rosada, conmovió a una ciudad que había empezado a naturalizar la presencia cada vez más abundante de familias, grupos de pibes y hombres y mujeres que duermen en la calle. Había empezado a ser un paisaje tan común como las veredas rotas o las baldosas flojas.
Por eso muchas personas pasaron junto al bulto quieto y acurrucado bajo una frazada, incluso lo esquivaron y siguieron de largo sin darse cuenta que el hombre estaba muerto. El paisaje de la ciudad se acostumbró a escenarios apocalípticos como esas metrópolis futuristas que describe Philip Dick, el de Blade Runner, en sociedades con castas tremendamente desiguales gobernadas por grandes corporaciones.
En las recovas o en los vestíbulos de comercios cerrados por quebrantos, hay imitaciones de salas a la intemperie con sillones desgarrados o mesas chuecas recogidas de la basura, con colchones tendidos asemejando camas de una casa sin paredes y personas con capas encimadas de ropas que duermen mientras pasa la gente a su lado, o toman mate ajenas al bullicio a su alrededor. Han pasado a ser invisibles, a existir como fantasmas de una ciudad que se imagina que no existen. Coexisten con centenares de vendedores ambulantes que son corridos por policías y buscadores en la basura con sus carritos.
El mundo neoliberal se encamina hacia esas pesadillas futuristas donde la política ha sido copada por las grandes corporaciones.
La muerte de Zacarías apareció como un crimen social como son todas las muertes de hambre, las del gatillo fácil o por enfermedades curables como las que puede causar la falta de vacunas. Y funcionó como un disparador que visibilizó el drama y sensibilizó y movilizó a algunos e indignó a otros.
Esa respuesta reveló una sociedad heterogénea, con una gran reserva de solidaridad y humanismo, y también con miserables y otros con dificultades para asumir la tragedia de sus vecinos, más allá de sus realidades confortables y a lo mejor hasta bien intencionadas. Pero también puso en evidencia el abismo al que conduce el discurso social del oficialismo.
Cuando Juan Carr abrió el Monumental con el presidente de River Plate, Rodolfo D’Onofrio, para que pasaran allí las noches más frías del año las personas en situación de calle, el gobierno no ocultó su malestar. Trascendió que el enojo del entorno presidencial apuntaba a D’ Onofrio: “Nos podría haber avisado antes”.
La decisión de Juan Carr fue una respuesta concreta a un problema grave, pero puso en evidencia la responsabilidad del gobierno y su incapacidad. Hubo especulación política en la primera reacción, no preocupación por la tragedia. Después salieron a explicar que existe el 108 y que hay refugios del gobierno de la ciudad. Incluso alegaron que Zacaríaz se había negado a ir a un refugio.
El gobierno solamente reconoce la existencia de unas mil personas que viven en la calle. Pero desde 2015 se multiplicó esa cantidad y un grupo de organizaciones sociales y la Defensoría del Pueblo de la Ciudad acaban de estimar que en 2019 son 7250 en la ciudad. En esos tres años nadie se dio cuenta que el 108 y los refugios no estaban funcionando. En tres años nadie se preocupó para buscarle la vuelta a la negativa de los indigentes a utilizar esos recursos. Es como si dijeran: “Si no quieren, entonces que se jodan, nosotros hicimos lo que pudimos, si lo rechazan, ya no es nuestra responsabilidad”. No es un pensamiento que surja por abulia, sino que deviene de una forma de concebir a la sociedad.
Hubo “influencers” del oficialismo, como el diputado Fernando Iglesias, que acusó a la movida en el Monumental de “opereta K”, y el actor Juan Acosta acusó a Carr de “perverso” porque según él, el frío “existe de siempre”.
El ejemplo de River Plate se extendió a otros estadios de fútbol, la Defensoría del Pueblo habilitó móviles para recorrer la ciudad por la noche y asistir a estas personas. Hubo cientos de porteños que se acercaron a los estadios para llevar comida, ropas y mantas.
Y al mismo tiempo en las redes se producía una campaña de difamación contra Carr y se insistía en que la gente en situación de calle eran militantes de La Cámpora o de otras agrupaciones: “Alguien sabe de qué trabaja Juan Carr”; “vivo en Recoleta. En la esquina hay una familia que se instaló ayer. Padre, madre y 2 chiquitos. Les pregunto por qué no van a los refugios. PORQUE NOS PAGAN. Les dije que vengan a casa a comer y no aceptaron”; “a metros de un parador, sabes x que no van a los refugios? Por qué no pueden chupar o falopearse”; “no van a los refugios por que no los dejan tomar alcohol ni drogas ni nada además se tienen que bañar CARADURAS”.
Estos mensajes inundaron las redes. Es el discurso crudo, coloquial, íntimo del neoliberalismo. El país que quieren.