Con la muerte somos como chicos, pensando que los que queremos son eternos. Y entonces llega el mensaje, el que avisa que Andrew Graham-Yooll tuvo en Londres un último fallo de su corazón mañoso, que lo perdimos. Lo perdimos todos, los que lo leían, los que éramos sus amigos, los que ni sabían que existía este lenguaraz que hacía de puente entre sus dos culturas. Todos le decían “el inglés”, pero raramente se pudo encontrar alguien más argentino.
Graham-Yooll fue periodista, historiador, traductor, poeta y un apasionado difusor de argentinos y argentinas a la lengua inglesa, uno que vivía atando hilos para que saliera otra antología de nuestro teatro por allá, otra colección de poetas. Era el traductor “oficial” de Mafalda, un título que le concedió Quino y le daba un orgullo íntimo porque pocas eran tan argentinas y él podía acercarlas más al mundo.
Nacido en el sur porteño en 1944, de padre escocés y de madre inglesa, tuvo una infancia difícil que le dejó unas cuantas cosas que él haría crecer. Una fue una rebelión intensa, que se expresó en fugas adolescentes al Uruguay, un país que siempre amó con lealtad de familia, y a la lejana, casi irreal Gran Bretaña. Ese pibe le dejó al hombre un coraje interno notable, una capacidad de bajar la cabeza y seguir, sabiendo que se podía seguir. Y un chiste, que repetía como una enseñanza: nunca te pierdas una buena pelea… y se señalaba la nariz rota de un puñetazo.
Otra cosa que ese pibe le dejó al escritor fue la tarea de construir identidad, la que comparten todos los hijos de inmigrantes pero se complica con los de su rincón del ring. Es que los británicos tienen una tradición de nacer por ahí, en cualquier parte y en cualquier idioma, pero ser británicos. Esa fue una rebelión que le duró a Graham-Yooll la vida entera, la de ser argentino, la de considerar a la cerveza un refresco y al vino la verdadera bebida, al bife de chorizo la base de una culinaria. A la hora de comer, el inglés era criollazo.
Casi sin educación formal, Graham-Yooll se hizo periodista en el Buenos Aires Herald, que en 1966 era senior entre los todavía abundantes diarios argentinos no editados en castellano. Añares después, explicaba la movida a su manera irónica, modesta, contando que si uno era anglo-argentino había redes para conseguir conchabo en bancos, navieras o ferrocarriles. Pero si uno era medio inútil, te mandaban al Herald. Que en rigor, era un diario de dueños argentinos y norteamericanos…
Ahí vino la etapa más famosa de ese diario y de sus protagonistas, la de ser un foco de luz durante la dictadura de Onganía y luego bajo la ferocidad de Videla y su jauría. Amenazados, espiados, apretados, los periodistas del Herald –Bob Cox, James Neilson, Uki Goñi- contaban bajo el paraguas del idioma inglés cosas que otros no. A Graham-Yooll encontraron una manera original de atacarlo: lo procesaron por haber entrevistado a la directiva del ERP, un acto subversivo en sí. Finalmente tuvo que ser evacuado con su esposa Micaela y sus dos primeros hijos, chiquitos ellos, en un auto de la embajada francesa directo a un avión de British Airways.
Después vinieron 18 años de exilio, los primeros libros, trabajar en el Telegraph, el Guardian, la revista South y esa notable patriada llamada The Index on Censorship, denunciadora de abusos de los derechos humanos y de censuras en el mundo entero. Graham-Yooll descubrió que en Gran Bretaña nadie recordaba cosas como nuestras invasiones inglesas y ahí arrancó como historiador, con Pequeñas guerras imperiales, que escribió en la biblioteca central que usaba Marx, sentado cerca de su asiento favorito para contagiarse. También se sacó varios dolores escribiendo un clásico internacional de los derechos humanos, Memoria del miedo, contando al mundo cómo es vivir bajo la violencia del terrorismo de estado.
En 1994, a los cincuenta, Graham-Yooll dejó su vida inglesa y se volvió a Argentina definitivamente. Hijos, casa, carrera, todo quedó atrás y cuando le preguntaban por qué la respuesta era simple: no daba más, quería volver a ser argentino. Volvió a su ciudad, al Herald, a escribir más libros, a ver amigos, buscar peleas nuevas. Hubo viajes, separaciones, un cuarto hijo, reportajes y reseñas publicadas en Página/12. Luego la sorpresa de una Orden del Imperio Británico, el dolor de ver morir el Herald y las columnas políticas en el Buenos Aires Times.
En esos años, recuperando su idioma y la costumbre de quedarse hasta tarde hablando alrededor de una botella, Graham-Yooll escribió un libro notable, su única novela. Adiós Buenos Aires es la historia de un padre contada por un hijo, un libro de rara belleza que dice cosas sobre esa relación, ese fantasma, que pocos nos animamos ni a pensar. Pero, se sabe, él era valiente y no se perdía ninguna pelea.
Al final, se hizo una última casa en Larroque, Entre Ríos, una provincia de la que se había ido enamorando. Era verde, con un jardín y sus libros, tiempo para escribir, a mano de Buenos Aires, los cardiólogos del Hospital Británico, de los amigos, de la querida hermana Joanne.
El jueves, Graham-Yooll salió para Londres por una alegría. Se casaba una nieta, iba a ser bisabuelo. Llevaba copias de su último libro, Espanglish. El viernes se sintió mal y fue operado de urgencia. Esta vez no resistió. En este fin de semana largo y frío, frío como él detestaba que fuera, nos quedamos sin este mediador, este poeta, este amigo. Ojalá que en el paraíso anglicano haya bifes de chorizo, argentinos para charlar y Malbec.
Adiós, inglés.