En el marco de la ola de frío, acompañando a dos organizaciones que les dan asistencia ante la notoria falencia del gobierno porteño, Página/12 pudo dialogar con algunas de las 7251 personas que están viviendo en la calle, a la intemperie, en la Ciudad de Buenos Aires, según el segundo Censo Popular realizado por organizaciones no gubernamentales, con el apoyo de la Auditoría General de la Ciudad, el Ministerio Público de la Defensa y la Defensoría del Pueblo porteña. Desde el 2017, la crisis económica, la falta de trabajo por los despidos masivos y hasta el manejo oficial del reciclado de los desechos urbanos, hicieron que la cifra de gente sin techo pasara de más de cuatro mil y a la cifra actual, lo que indica un crecimiento de alrededor del 70 por ciento. En estos días, luego de la muerte de un hombre en las calles de San Telmo, el gobierno de Horacio Rodríguez Larreta agilizó sólo un poco el otrgamiento de subsidios a los sin techo. Les dan 5000 pesos mensuales, sin regularidad en los pagos, para que cubran gastos de hotel, que llegan habitualmente a más de 7000 pesos.
En los buenos tiempos, Margarita vivía con sus padres en Avellaneda. Ahora tiene diez hijos, tres de los cuales, un varón de 20 y dos chicas de 14 y 9 años, siguen con ella, que recibe a Página/12 con amabilidad en su refugio callejero, sobre la calle Caseros, bajo la autopista, a metros de la estación de trenes de Constitución. “Hace mucho que estamos en la calle, desde que el dueño de la casa que alquilábamos en Kilómetro (Claypole), nos pidió el desalojo”. Pasó por Villa Zapito, en Avellaneda, y un breve tiempo con un hermano suyo, pero fueron períodos cortos, entre calle y más calle. Cuando le preguntan cuánto tiempo lleva en la intemperie, responde: “Hace un par de fechas largas” y se ríe porque asegura que ya ni se acuerda. A los 42 años tiene una historia que parece centenaria.
Margarita y los suyos esperan que, de una vez por todas, el gobierno porteño les firme los papeles del subsidio para abrigarse en un hotel, aunque sea por un tiempo, “pero siempre nos ponen un pero”. Cuando van por su cuenta, con el dinero que juntan cartoneando o por la venta callejera, “los del hotel me dicen que no, porque tengo muchos chicos”. Ella vive “solita” con sus hijos, porque su marido está detenido en Río Negro.
Raúl, con su familia, tiene la esperanza de acomodarse en un hotel “bajo un techo”, luego de pasar largo tiempo en la calle. Desde hace cuatro años empezaron a mermar los trabajos de “cartelería gráfica vehicular y herrería que hacíamos con un amigo para una agencia gráfica”. Nunca fue un trabajo constante, con un sueldo fijo, “pero tirábamos, mientras que ahora casi no tenemos trabajo y ya no podemos pagar un alquiler”. Afirma que su mujer y sus hijos “estuvieron conmigo en la calle por algunas semanas, pero después me quedé solo y ellos por suerte se pudieron acomodar” en casas de familiares o conocidos. Ahora se piensan volver a reunir bajo un techo, pero sigue siendo una salida transitoria. “Ahora estamos cerca de ir a un hotel porque el gobierno (de la Ciudad), como está en campaña (electoral) por los votos, me ofrecieron el subsidio habitacional y con eso puedo pagar una parte del hotel; por ahora tengo unas changas y puedo completar el pago, pero hay que ver que pasa después, porque tenemos dos chicos, una nena de 3 y un nene de un año y medio, y todo se vuelve cuesta arriba para nosotros”. El subsidio es de 5000 pesos y sólo por el hotel tienen que pagar 7000, más “la comida diaria, los pañales para el nene y todo lo que significa tener una familia”.
Noelia lleva diez años en situación de calle. Está sentada en un sillón maltrecho, envuelta en ponchos y frazadas, soportando el frío. Está con la expectativa de llegar a un hotel, con su marido, porque “en estos momentos el gobierno nos está ayudando, pero nosotros sobrevivimos con el carro, cartoneando”. Ellos también son de Avellaneda, pero vivieron poco tiempo bajo techo y después empezaron a “mudarse” con sus pocas pertenencias, en una recorrida que los llevó a Retiro, a La Boca, a Constitución e incluso a Mar del Plata. Su marido, José Luis, tiene 48 años y era pintor de obra, pero hace años tuvo un accidente en la mano derecha, se cortó varios tendones, y ya no puede desempeñar bien su oficio. “Puede hacer trabajos pesados, pero la mano ya no la puede manejar bien”. Las changas son pocas y la tarea cotidiana es cartonear “con un carro que se hizo con unas ruedas de auto”.
Noelia aclara que ahora “las posibilidades de cartonear son más difíciles cada vez, porque nos tenemos que anotar en las ‘cooperativas’ de (Mauricio) Macri, porque ya no quedan depósitos como había antes, queda uno solo en Constitución”. Con suerte, si el día “viene bien”, juntan unos 1000 o 1200 pesos. “El problema es que hay cada vez más cartoneros y es cada vez más difícil acceder a los tachos de basura”, como ocurre con los habilitados en la calle Corrientes, de manera que “cada vez se nos van cerrando más las puertas”. Noelia no tiene hijos, pero no quiere desprenderse de sus dos perras bóxer. “A veces nos turnamos con unos amigos en la habitación de un hotel y las perras se quedan acá, porque no las podemos hacer entrar. Y ellas son como nosotros, se la rebancan”.
Francisco Rolando Roa tiene 40 años y desde hace 15 vive en la calle. Es de Rosario, pero pasó más tiempo viviendo en Buenos Aires. Acomoda sus pocos bienes al lado de la entrada a un banco que está en la esquina de Belgrano y Chacabuco, a pocas cuadras de la Casa de Gobierno. Su deambular comenzó cuando con otras familias los desalojaron de un conventillo en la avenida Paseo Colón. La “indenización” que les dieron fue de siete mil pesos “y desde ese momento nunca más conseguí un lugar donde vivir”. Como tiene “mucha gente conocida, a veces me llevan a dormir a la casa, pero eso pasa de vez en cuando”. Dice que no vive solo en la calle sino “con una amiga, con unos amigos” que son su familia “de la calle”. Se las rebuscan “limpiando vidrios, cuidando autos y con la ayuda de mucha gente que nos da un poco de comida, algunos pesitos”. Su único laburo más o menos fijo es en una carpintería de la calle Perú, pero lo que gana no le alcanza para un hotel y mucho menos para conseguir alquilar un lugar bajo techo.
Francisco tiene una hija que vive con su madre en Villa Tranquila, en Avellaneda. Reconoce que hace años que no tiene contacto con su hija. Se queja del frío y cuenta que tenía “dos amigos que se murieron, uno que estaba en la calle Perú, y el otro en Paseo Colón e Independencia”. Dice que era muy amigo de Sergio Zacarías, de 52 años, que fue encontrado muerto la semana pasada en Perú, entre Venezuela y Belgrano. “Era correntino, buena persona, y se murió de frío porque esa noche se tapó con una sola frazada”, es su versión de lo ocurrido. “Dicen que estaba medio ebrio, porque hay que aguantar en la calle, y por eso se acostó en el piso así nomás”. Pasan unos chicos que viven con su madre en una pensión cerca y lo saludan. Juega un poco con ellos y les regala lo que queda de un paquete de galletitas. “Y bueno, aunque más no sea, compartimos la miseria” y se ajusta las frazadas para tratar de tratar de poner freno a una de las noches más frías del año.
Las historias de gente en la calle no pasan solamente en el sur de la Capital Federal. Un grupo de vecinos (ver aparte), vienen trabajando desde 2017 en una tarea solidaria para llevar comida y ropa a personas en situación de calle en los barrios de Floresta, Villa del Parque, Devoto y Monte Castro. Francisco es un salteño que vive en una mini casa rodante, el único bien que le quedó. De todos modos, se alegra porque “me puedo hacer la comida con la ayuda de la gente y me acomodo acá adentro”. Dice que está “bárbaro” y cierra la puerta de su refugio, porque hace “mucho frío”. Sobre un todavía más helado zaguán de una casa elegante, un hombre mayor cuyo nombre se reserva en forma amable rechaza la sopa y la comida sólida que le ofrecen. “Perdón, estoy cansado, quiero dormir, recién vengo del hospital”, donde recibe un tratamiento por una enfermedad grave.
Lucas, que vive en un auto abandonado con su pareja, habla de su procedencia árabe, de sus ganas de levantar vuelo y de temas políticos, con soltura y buena información. Dice que su novia está durmiendo, pero recibe la ración doble de comida y cuenta, casi con orgullo, que alguna veces logra reunir unos pesos y entonces “voy y me tomo un fernet. ¿No te parece que me lo merezco? Todos nos merecemos un fernet”. José se refugia en el hall de entrada de un banco. Tuvo una fractura de fémur cuando se cayó de un andamio, trabajando en la construcción. Ya está recuperado y empezó a buscar trabajo de nuevo. Dice que tenía unas zapatillas nuevas, pero se las robaron, porque no es muy seguro el lugar donde guarda sus cosas, en un escondite cerca de las vías del Ferrocarril Sarmiento. Les pide a los vecinos del barrio otro par de zapatillas “o unas alpargatas”, porque sólo tiene el calzado que lleva puesto y se le moja cuando pega un trabajo. “Y con este frío”, dice como en un suspiro, sin dejar de sonreír y transmitir templanza, a pesar de todo.
Las historias que se cuentan de los que viven en la calle van desde Roberto, que esta vez no quiso hablar, y que se menciona a sí mismo como “cuidador de palomas reconocidos por la Unesco”, hasta una bailarina y artista que recién ahora, con la ayuda de muchos, dejó de vivir en la calle. Alguien recuerda a Jorge, oriundo de Bahía Blanca, que llegó a vivir en la intemperie por una depresión, luego de que su ex mujer no lo dejara ver más a su hija. El decía que había sido empleado por mucho tiempo, pero pocos le creían. Cuando lo ayudaron a realizar los trámites para la jubilación, descubrieron que era cierto, que tenía los aportes suficientes para acceder a ese beneficio. Historias de frío, de largas noches de invierno, de dolor escondido detrás de las frazadas con las que la mayoría se tapa la cara, por pudor o para “aliviarle el paso a lo que nos miran”, según dice como al pasar, Martín, un filósofo que suele dormir en un rincón de la calle Yrigoyen, cerca de la estación de Lanús.