Una de las tantísimas lecciones que un escritor aprende con los maestros que vinieron antes es esta: si en tu cuento ponés datos absolutamente reales, que hayas conocido bien, todo lo que mientas será verdad. Hemingway, por ejemplo, era un experto en esta técnica. Gabriel García Márquez, otro.

Este cuento fue escrito tratando de seguir rígidamente esa lección. Todo existió: el pub estaba en Calella de la Costa, a una hora de tren de Barcelona, donde vivían Helena y Eduardo Galeano. Una vez al mes yo viajaba de mi exilio en una Madrid gris, sofocante de un franquismo que insistía en sobrevivir, para la costa catalana, donde se respiraban otros aires. E invariablemente íbamos al pub inglés.  

Lo describo como quedó bien guardado en la memoria. Una vez, pasados casi veinte años de mi última visita, quise volver al pub. La calle ya tenía otro nombre, la pequeña y fea Calella se había transformado en un lugar de turismo salvaje, nadie sabía de qué pub hablaba el brasileño preguntón.

Pues cuándo el pub existía, y la calle se llamaba Mola, y era un sitio acogedor y cálido, cierta noche de un cierto inverno yo me fui solo al pub. 

Pasé un largo par de horas observando cada uno de los presentes. Yo todavía era bastante joven –mal había rozado los 30– y elegí como objeto de estudios a dos muchachas hermosas que estaban en la barra y bebían una bebida blanca. Y luego observé un muchacho que tendría unos diez menos que yo y que también estaba solo en una mesa en el rincón. Me llamó la atención la tensa angustia con que miraba a la puerta del pub, y la tristísima frustración al ver que quien entraba no era quien él esperaba.

A cierta hora se fue, más abandonado que un pez en la luna.

De esa imagen nació ese cuento. Cuando se lo mostré a Galeano, él me preguntó: “¿Pero cómo termina la noche en el hotel?”, y yo le contesté con la verdad: “No tengo idea”.  

(La traducción de este cuento es de Eduardo Galeano.)