Habitamos una ciudad en la que muchas personas viven a la intemperie. El censo que realizaron las organizaciones sociales que trabajan sobre la situación de calle indica: 7251 personas. En cada barrio, en cada calle. Habitamos esa ciudad y eso implica caminar sin ver, o ver tratando de evitar ser afectados. Que esos cuerpos en las calles no traspasen con su grito mudo nuestro propio andar, esa salida del cine, la vuelta del trabajo, las bolsas con las cosas necesarias para hacer una comida en el abrigo hogareño. Caminar como si viéramos una pantalla y no cuerpos reales, sintientes, temblorosos. Cuando la inmunización falla la angustia corroe.
¿Qué es una ciudad atravesada de ese modo por la desigualdad? ¿Cómo se vive cuando la renta inmobiliaria vuelve inaccesible la vivienda para quienes trabajan? Ciudad a la que dan ganas de ponerle bombas, escribía Rafael Barret en una furibunda crónica a la que llamó “Buenos Aires”. Decía: donde hay riquezas ostentosas y personas buscando comida entre la basura. La crónica fue escrita a principios de siglo XX, en una urbe que se gloriaba de moderna y de pródiga. En una época en la que había anarquistas que pensaban que la furia debía manifestarse en pólvora y dinamita. Ahora ¿qué hacemos con el dolor, la furia, lo que nos acontece cuando no podemos pensar a esos cuerpos como figuras en una pantalla, cuando nos retorna el saber de lo sintiente, la certeza del padecimiento, la crueldad que supone someter la vida al mercado? La crueldad que se inscribe en cada despojo, la que arroja a las personas a las calles, la que produce intemperie, la que surge de pensar que todo es cuestión individual, de éxito o fracaso, de esfuerzo y mérito.
La lógica de la meritocracia es cruel, pero también falaz: desconoce que hay condiciones sociales más propicias para acceder al trabajo, la educación, la salud, la vivienda, la jubilación. Que esas condiciones no resultan del azar ni de la naturaleza, y que en todo momento es necesario que se desplieguen políticas públicas para expandir esas posibilidades. A veces con urgencia dramática: porque si la ciudad de Buenos Aires se regodea en su Paseo del Bajo mientras las ratas invaden las escuelas, si se declara vidriera y peatonal mientras hay vecines que mueren a la intemperie de frío, hay que exigirle intervenciones rápidas y precisas. En lugar de atender ese drama, lo encubren, culpabilizan a los despojados. Un ejército de trolls pagos y vocacionales se indignan porque hay quienes son remisos a noctambulear en paradores. No se trata de ahorrar dinero, sino de redistribuirlo: lo que no existe en las cuentas de las políticas públicas de amparo (lugares para residir, subsidios, atención profesional) abulta las cuentas de las fuerzas de seguridad y las canaletas de los troll center. El Estado está: públicamente con sus policías, secretamente con sus agentes de comunicación. Los funcionarios mismos, cual trolls, inventan una lengua que esquiva la afectación del drama humano, como si dejarse atravesar por el saber del padecimiento impidiera la labor gubernamental o los pusiera en jaque por su complicidad votante con la crueldad..
Los funcionarios que no pueden pensar su propia responsabilidad con la situación tampoco pueden pensar en términos de autonomía y responsabilidad de les habitantes. Parecen ofendidos, así, porque alguien no fue a un parador y se murió. La víctima deviene victimario, casi objeto de una acción policial. Salir de una lógica meritocrática para pensar no significa negar la autonomía de las personas, el reconocimiento de sus capacidades de actuar, tramar, resistir, organizar. Ni siquiera en la crisis, son cuerpos a ser llevados y traídos, arrastrados, pastoreados. Aunque aparezcan como objeto de asistencia inmediata no se trata de caridad sobre unas vidas pasivas, sino de volver a interrogar su capacidad de hacer. Mientras desde el gobierno se pensaron como trolls (meros agentes de una batalla comunicacional), aconteció una campaña desesperada en redes y organizaciones. Se pidió abrir lugares, repartir ropa de abrigo, comida caliente. Clubes deportivos y universidades, centros barriales y espacios políticos, abrieron sus puertas. Como si estuviéramos ante una catástrofe natural (son los gestos que sabemos hacer ante las inundaciones) una multitud de personas decidió tomar en sus manos la capacidad de cooperar. No es poco. Es salir de la lógica de la crueldad que desecha. Es decir que las vidas dañadas son un problema de la comunidad y no de los individuos. Es dejar de pensar que son imágenes en pantallas para ser interpelaciones reales e inmediatas. De algún modo las y los vecinos de la ciudad más rica del país, comenzaron a actuar como si estuvieran en la más empobrecida: al tiempo que una organización civil convocaba, otros se organizaban para salir con termos y ollas de guiso y frazadas y abrigos para que la noche no sea tan larga ni coseche sus mártires.
Es necesario evitar las muertes por frío. Pero al mismo tiempo exigir más, reclamar al Estado políticas públicas. Para invierno, primavera, verano, otoño. La intemperie es un problema social: las compañeras organizadas en No tan distintas lo gritaron con certeza y urgencia. El gobierno dice que hay 1100 personas en situación de calle, el censo popular que son 1600 los que están en la calle por primera vez. Y que hay 870 niñes registrados. La noche fría acrecienta lo dramático de la situación. El cuerpo mudo rasga el silencio, lo vuelve imposible. La helada moviliza. La solidaridad salvará vidas. Ojalá que esa empresa común, que esa conjunción de esfuerzos, que esa visibilidad del daño y de las organizaciones que trabajan con las personas que están a la intemperie, sean como el barco de Carola Rackett: no sólo el imprescindible salvataje de 42 náufragos migrantes, sino el llamado de atención sobre políticas migratorias criminales, que por serlo deben ser desobedecidas. Que la conjura para proteger y protegernos de la intemperie sea el comienzo de un Basta colectivo, capaz de afirmar otra ciudad y otro país.