Desde Río de Janeiro
Sorprendiendo a todos, Sergio Moro, actual ministro de Justicia y Seguridad del gobierno ultraderechista de Jair Bolsonaro, pidió hoy una "licencia no remunerada" de su cargo entre los días 15 y 19 de julio. De un lunes a viernes, estará tratando "asuntos personales". Mejor dicho: se supo hoy. Cuándo lo negoció con su jefe es algo que alguna vez se sabrá.
Hace exactamente un año, el entonces juez Moro, autotransformado en verdugo inquisitorial de Lula da Silva, estaba en plenas vacaciones cuando maniobró, de manera ilegal, para impedir que se cumpliese la determinación de un magistrado de instancia superior de liberar al expresidente. Para colmo, contó con la complicidad de la fiscalía general y la omisión igualmente cómplice le la Corte Suprema, mientras presionaba a la Policía Federal, encargada de encarcelar a Lula, para desobedecer a una decisión judicial.
La gran duda ahora es qué movimiento raro Moro hará en esas nuevas e inesperadas vacaciones. Que, a propósito, coinciden con la revelación, por el periodista norte-americano Glenn Greenwald, de los trucos y jugadas ilegales armadas por Moro para alcanzar su objetivo: impedir a Lula ser candidato y elegir a Bolsonaro.
En colaboración con medios que no solo fueron críticos a Lula y contribuyeron para el golpe institucional que en 2016 destituyó a la entonces presidenta Dilma Rousseff, poniendo un brusco fin a los gobiernos del PT, pero que siempre adularon la "operación Lava Jato" e hicieron de Moro una especie de héroe nacional, el site Intercept, de Greenwald, viene goteando una o dos veces por semana información demoledora sobre la gran farsa judicial llevada a cabo por el entonces juez.
Al aliarse a una emisora de radio conservadora (Bandeirantes), una revista semanal de derechas (‘Veja’) y a un diario ambiguo (Folha de S. Paulo), Greewald hizo una jugada maestra: al fin y al cabo, esos medios son parte da prensa hegemónica golpista, y pueden ser clasificados de cualquier cosa, excepto de ser simpáticos a Lula, al PT y a la izquierda.
Los efectos sobre Moro son durísimos, principalmente en los medios jurídicos. Hoy mismo, Nelson Jobim, que por nueve años integró el Supremo Tribunal Federal (del cual fue presidente), reconoció que Moro cometió hartas ilegalidades y, de paso, acusó a la corte suprema de haber sido omisa y cómplice.
Tan pronto se supo de la licencia del ministro, empezaron a correr los rumores más desbaratados.
Hace pocos días surgieron indicaciones de que la Policía Federal estaría a punto de lanzar acciones de allanamiento dirigidas contra supuestos responsables por filtrar las conversaciones entre Moro y fiscales para Greenwald. Serían iniciativas destinadas a impedir que nuevas revelaciones lleguen al público y a encontrar responsables por destrozar la imagen del ex juez.
Uno de los rumores indica que Moro optó por alejarse del país cuando tales acciones ocurran. Otro, que iría otra vez a Washington para reunirse con órganos de inteligencia y policía. Y, claro, hay quien especula que él no vuelva a sentarse en la silla de ministro. Pero esos padecen de exceso de optimismo: la ambición de Moro desconoce límites éticos y morales.
Puede inclusive ocurrir que algún problema personal serio haya llevado el ministro a pedir cinco días de licencia.
El problema es que, a estas alturas, la palabra de Sergio Moro vale exactamente lo mismo que un billete de tres pesos.