Dialecto. Una amplia vía del arte en Buenos Aires durante los últimos años del siglo XX transcurrió entre la predilección intimista y la pequeña escala; bordados, escrituras en las que sobrevolaba la autobiografía, piezas ornamentadas con brillantina, stickers; ensamblajes de plástico y animales de peluche. Una estética doméstica, artesanal, realizada por artistas que, en general, no habían transitado instancias de formación académica y se encontraban “sin preconceptos sobre lo que debía hacerse ni interés en los modelos internacionales” (Jorge Gumier Maier y Marcelo Pacheco, Artistas argentinos de los 90, Buenos Aires, Fondo Nacional de las Artes, 1999).

Si el mundo post-1989 irradiaba bienales que hablaban una lingua franca político-estética, el espacio paradigmático de Buenos Aires, el Centro Cultural Rojas, bajo el programa curatorial de Jorge Gumier Maier, buscaba transitar un sendero alterno, labrado en particularidades, en dialectos de difícil traducción más allá de la logia pobre pero exclusiva que había reunido.

El programa doméstico del Rojas funcionaba en clara oposición al proyecto internacionalista que había dominado los impulsos del Instituto Di Tella en los 60, el Centro de Arte y Comunicación durante los 70 y las individualidades pictóricas neoexpresionistas de los 80; también era una antítesis de la apertura al mundo pregonada por el gobierno neoliberal que iniciaba su ciclo al mismo tiempo que se abría la sala del Rojas, el año cero de la globalización: 1989. La ley de convertibilidad sería el emblema de la súbita adquisición del pasaporte hacia el mundo desarrollado, que por supuesto fue lentamente desintegrándose. La euforia fue cediendo al mismo tiempo que la deuda externa, la desindustrialización y el desempleo crecían, hasta que explotó en diciembre del 2001. Para entonces, Gumier Maier que había concluido su trabajo en el Rojas, se encontraba ya retirado de la vida pública; como Ada Falcón o el Capitán Kurtz, sólo podría ser encontrado en su legado o adentrándose en la selva. 

Los movimientos de la historia condujeron a que la generación emergente del 2001 dirigiera sus búsquedas estéticas hacia la monumentalidad de las instalaciones, un rasgo que se adivina reactivo a la insistente bidimensionalidad de pequeño formato dominante en los 90, la manipulación de objetos industriales –que como cuadro o pieza objetual había sido elaborada por Marcelo Pombo, Alfredo Londaibere, Benito Laren– y atendiera el trabajo de Thomas Hirschhorn, Gabriel Orozco y Mike Kelley, a través de publicaciones como Art Now, Art Forum o Flash Art. 

La topografía que marcan los artistas post-2001 se encuentra atravesada por una nueva institucionalidad configurada en la creciente circulación de residencias en el exterior; de plataformas de visibilidad novedosas como los premios Curriculum 0, Petrobras y el Barrio Joven de la feria arteBA; ámbitos de formación como las clínicas de arte dictadas por Diana Aisenberg, Sergio Bazán, Mónica Girón, Pablo Siquier, Jorge Macchi y la Beca Kuitca, que han sido medulares tanto para el desarrollo de procesos creativos como para la integración de la práctica artística con un sistema simbólico-económico del que participan curadores, galeristas, coleccionistas. La obra de Carlos Huffmann se origina, parcialmente, en este contexto.

Tekné. Tempranamente se alinearon en Huffmann intensos flujos antagónicos: al mismo tiempo que se formaba en los talleres de Girón, Aisenberg, Siquier, estudiaba economía en la Universidad Di Tella; un tránsito entre Alfa & Omega que podría leerse como una continua vocación por dar forma a una concepción inteligible de la realidad sobre la que se adhieren rasgos místicos, extraños o irracionales, o a la inversa. El master en CalArts que obtuvo dio curso a su particular curiosidad intelectual, inmersión material en el craft artístico y voluntad por extender el campo de visión hacia lugares distantes y desfamiliarizados, en un horizonte que por razones económicas, geográficas y folklóricas tiene una cierta inclinación por el ensimismamiento.

Desde el segundo lustro de los 2000, Huffmann se ha concentrado en fabricar un imaginario industrial tensionado entre el acelerado torrente de urbanidad de los temas y procedimientos clásicos; píxeles pintados con óleo, máquinas de videojuegos Arcade envueltas en esculturas de resina poliéster, pintura sobre impresiones inkjet. En cada obra colisionan sobreestimulación y paciencia. 

Si la gran escala gobierna su obra de exhibición pública, existe paralelamente un laboratorio de investigación compuesto por innumerables cuadernos de dibujos que Huffmann nunca expuso, pero que ocasionalmente insinúa en Instagram. Allí las ideas nacen, insisten, toman formas y mutan; no se trata de cuadernos de bocetos, sino de un territorio de materialidad prosaica. Libros manuscritos donde metaboliza Ghost in the Shell, El Eternauta, a Mike Mignola y el Anti Edipo; el Viaje a Ixtlán, Bataille y la saga de los hermanos Glass; escribe aforismos sobre religión y filosofía política; traza los símbolos que luego serán instalaciones, pinturas, esculturas o escritura. En sus códices se cristaliza la obsesiva “idea de hacer un dibujo que se transforme en pensamiento viviente”. 

La particularidad de Huffmann en la escena artística de Buenos Aires se identifica también en la insistencia con la que aborda la escritura, no sólo para cavilar sobre su propia práctica, sino también para ejercitar la crítica de arte. Huffmann escribe en un campo de artistas marcadamente antiteóricos, en el que quizá orbite aún la herencia del programa artístico-curatorial de Gumier Maier (también anti statement, se preguntaba: “... ¿qué sucede cuando la verborragia académico-periodística se topa con estas obras extraviadas de su confort nomenclador, con aquello que floreció ignorante, sordo a sus demandas y sobornos?” –Jorge Gumier Maier, “El Tao del Arte”, Buenos Aires, Centro Cultural Recoleta, 1997–). Huffmann propone sentencias imperativas que resultarían indigeribles en aquel sobreactuado romanticismo: “Las artes visuales investigan la manera que los ojos piensan”; “Los artistas intentan detener la mirada del espectador sobre aquello que debe ser visto”; “Una obra de arte es un instrumento que nace por la voluntad del artista de producir una estela a través del tiempo...” (Carlos Huffmann, “¿Qué es el arte contemporáneo?”, en Panamá Revista). Si cada generación opera a través de cortes y herencias para producir sus propias imágenes, la escritura es una arena privilegiada en la disputa de sentidos y construcción de cánones. 

* Fragmento del texto de la curadora y crítica independiente Florencia Qualina, incluido en el libro Extraño gobernante para un corazón (sobre la obra de Carlos Huffmann), del cual es editora, junto a Vanina Scolavino y Laura Escobar.