Desde Barcelona

UNO Con las persianas bajas y con el calor escalofriante colándose por todas partes y, ahí afuera, esa luz blanca y refulgente como de una bomba atómica estallando en cámara lenta. Así es por aquí la ola térmica y total y la más alta y espumosa desde que se tienen registros. Y así está Rodríguez: esperando que pase y no vuelva pero, ah, falta aún todo un verano pesado.

Ajeno a todo eso, queriendo huir, Rodríguez busca y encuentra resplandores más refrescantes y felices. Así, Rodríguez abre una novela titulada The Good Apprentice de Iris Murdoch. La única y última entre todas las suyas que le faltaba por leer (con sus textos filosóficos apenas se ha atrevido sintiendo, además, que todas sus teorías están más que mejor expuestas en la práctica de sus ficciones). Y, por lo que dicen, no es una de las buenas (porque todas lo son) sino una de las mejores.

Rodríguez se viene guardando este libro desde hace tiempo (hace mucho que viene leyendo a la autora, pero no es conveniente leerla muy seguido porque sus tramas se funden y confunden y, acaso lo más perturbador, hacen que casi todo el resto de lo que se lee parezca tan torpe e infantil y poco sustancioso). Se dijo que se lo iba a guardar para este julio en el que –el 15, para ser más precisos– se cumple el centenario del nacimiento en Murdoch en Dublín, Irlanda.

DOS Así que ahora Rodríguez abre el libro y, sí, cuando se abre una novela de Iris Murdoch –Abrete, Sésamo– ese  desconcierto de nombres y de personajes y todos hablando al mismo tiempo acerca de cosas de las que parecen venir hablando desde hace años. La sensación inicial de encontrarse detrás del escenario minutos antes de alzarse el telón con los actores discutiendo cómo van a hacer que suceda lo que sucederá. Y lo que puede suceder es una discusión matrimonial o la aparición de un monstruo marino o la resurrección de un muerto o conversaciones con caracoles telepáticos o –como en The Good Apprentice– alguien arrojándose desde una ventana por accidente con su cerebro electrificado por el LSD. Todo es posible, sí. Y no en vano, en más de una ocasión, Murdoch ha sido celebrada y envidiada como la más astuta y genial traductora del talento entablado de William Shakespeare a la arquitectura de la novela. El gran desafío del novelista, postuló la muy poco autoficcional Iris Murdoch, era el de “ser como Shakespeare y crear todo tipo de personas diferentes que poco y nada tuviesen que ver con el autor o, si se prefiere, que el autor se convirtiese en una entidad tan inmensa como para contener al mundo entero”.

Misión cumplida.

TRES Y no parece que se vayan a lanzar demasiados fuegos artificiales conmemorativos. El caso de Iris Murdoch (como el de tantos formidables entertainers muy en serio de su época, como Graham Greene o Anthony Burgess, también ignorados por la lotería del Nobel) goza y padece de un presente tan curioso como injusto. Murdoch fue muy querida en su momento, fue best-seller atípico, fue la contraparte UK y femenina al Made in USA Saul Bellow a la hora de orquestar picaresca y sinfónicamente la Gran Novela de Muchas Ideas.  Ahora –cuando en vida supo ser considerada “la más grande novelista en idioma inglés” y comparada con George Eliot, Henry James, Dostoievsky, Dickens, Austen, Hardy, Trollope, Tolstoi y Proust– es apenas una contraseña para sus iniciados terminales que no dudan en jurar por ella. Y que tienen enmarcada la postal de ese retrato mítico suyo que le hizo Tom Phillips y cuelga en la National Portrait Gallery, o alguna de esas fotos que la muestran como una joven bohemia de pómulos casi salvajes en el Londres del Blitz o como la ya condecorada Grand Dame de aspecto desaliñado y campesino pero con elegancia brujeril. Luego de su muerte fueron, sí, apareciendo biografías, estudios, volúmenes de cartas y diarios y entrevistas, alguna memoria de joven amante y recopilaciones de sus ensayos. Pero por estos días nada nuevo salvo la reedición de sus clásicos (Lumen rescató a principios de año dos de sus indiscutibles obras maestras con narrador cretino: El príncipe negro y El mar, el mar; mientras que Impedimenta insiste con encomiable fervor en la traducción de lo mucho que queda por hacer y donde esperan joyas como The Philosopher’s Pupil y The Message to the Planet), la republicada semblanza de su admirador confeso y espejo apenas deformante (repasar su La información) Martin Amis, y el artículo de suplemento literario preguntándose lo mismo que se pregunta Rodríguez: ¿cómo es posible que ya casi nadie lea a Iris Murdoch? La segunda y automática pregunta –¿cómo es posible que ya casi nadie escriba con la profundidad y gracia de Iris Murdoch?– mejor no hacérsela; porque la respuesta es tan fácil de responder como difícil de asumir.

CUATRO Tampoco el potente feminismo milenarista la considera como posible estandarte / mascarón de proa / ariete al ataque. Tal vez sea porque Iris Murdoch no fue víctima sino todo lo contrario: siempre hizo lo que se le antojó. Amó a hombres y mujeres por igual y en cantidad (en un pasaje de su journal, a la altura de 1948, Iris Murdoch proclama que una de sus certezas fundamentales era la de “tener el poder de seducir a cualquiera”) sin por eso privarse de la fidelidad a un poco convencional pero funcional matrimonio con el académico de luxe John Bayley (quien tal vez, si se hila fino y con aguja aguda, puede haberse vengado de su ya indefensa esposa convirtiéndola en sus memoirs en algo así como la Santa Patrona del Alzheimer evocándola riendo desmemoriada las gracias de los Teletubbies para el gran público no lector quien sólo la conoció con los rostros de las actrices Kate Winslet y Judi Dench). Su tormentosa relación con Elías Canetti no puede considerarse violencia de género sino choque de intelectos (y, por otra parte, Murdoch se vengó una y otra vez del búlgaro utilizándolo como transparente inspiración para varios de sus más patéticos villanos a los que sometía a humillaciones desopilantes). En resumen: lo que sufrió Murdoch en el amor siempre lo consideró valioso combustible porque “Todo artista es un amante infeliz. Y los amantes infelices quieren contar sus historias”.

CINCO Y, sí, todo lo que Iris Murdoch necesita en sus libros es amor. Y en ellos se leen cosas como “Considerar a una determinada persona como a aquello que nunca se agota es, simplemente, la definición del Amor”. Y cuando se le pedía definirse –quien se enorgullecía de jamás haber podido contar una mentira, aunque era temible al póker– aseguraba que “como filósofa, soy una estudiante de Platón, un gran filósofo del amor... Es una gran tema. El tema de toda filosofía y de toda literatura”. Murdoch, la moraleja es una y única: toda ideología política o postulado intelectual siempre acabará sucumbiendo a la pulsión amorosa.

En una entrevista en The Paris Review, Murdoch deseó: “La lectura de grandes libros es algo muy bueno para cualquiera. En cuanto a los míos, me gustaría que la gente disfrutara leyéndolos, y que se sintiera un poco mejor después”. 

Misión cumplida de nuevo pero –también, por suerte– amorosamente inagotable.