Jen y Judy parecen dos mujeres desvalidas que se conocen en un grupo de autoayuda para personas que están de duelo, pero nada que ver. El movimiento que va de esta primera imagen a su opuesto atraviesa toda la primera temporada de Dead to me, la serie de Netflix que protagonizan Christina Applegate (como Jen) y Linda Cardellini (Judy) que va a estrenar su segunda temporada en el 2020. El comienzo de esta ficción se parece a esos escenarios de amas de casa desesperadas, mujeres de vidas resueltas económicamente pero llenas de rabia: una vecina le toca el timbre a Jen, en su casa de suburbio californiano, para darle una fuente de lasagna, un gesto de ayuda para una viuda reciente —alguien atropelló al marido y se dio a la fuga—. Pero la escena revela que ella es todo menos la viudita sufrida: irónica, harta, le cierra a la vecina la puerta en la cara. Está claro que no va a aceptar compasión.

Christina Applegate le pone el cuerpo a una mujer ácida, madre, esposa y agente inmobiliaria que mantuvo durante años a la familia mientras el marido se quedaba en casa a hacerse cargo de los chicos porque descubrió que la maternidad, al menos full time, no era para ella. En una reunión de dolientes conoce a Judy, que acaba de perder a su prometido, según dice. No pasa mucho tiempo antes de que se sepa que Judy no es quien dice ser, pero de duelo está, de todos modos: después de varios embarazos perdidos, el último de cinco meses, su pareja se quebró, y parece que después de todo no tendrá el hogar confortable y feliz en una casa de ventanales enormes en el sur de California. Dead to me es una comedia negra producida por Adam McKay y Will Ferrell (que antes hicieron juntos películas como El reportero: la historia de Ron Burgundy) que apuesta por un tono enrarecido, por momentos de una seriedad mortal, en el que la comedia no se subraya ni explota sino que permanece contenida y subterránea al punto de hacer de la serie una bomba a punto de explotar.

 

El suspenso se desata cuando queda claro que Judy está engañando a Jen y de hecho está metida en la boca del lobo pero, de una manera impulsiva e irracional, las dos se hacen amigas. Estar juntas, copas de vino y porro de por medio, es lo que destapa la olla de lo que en realidad eran sus vidas, esas fachadas felices construidas alrededor de parejas heterosexuales y familia tradicional que, como suele suceder, no son más que un hervidero de resentimiento. Del lado de Jen hay una suegra que la odia y la culpa, un hijo adolescente que también y un niño en edad escolar que cree ver al padre en un pájaro que viene a visitar su ventana; del lado de Judy, cierto fracaso profesional que la deja sin casa frente a la separación, ocupando una habitación en el asilo de ancianos en el que trabaja hace tiempo sin aumento de sueldo, a pesar de tener un ex que ocupa una casa millonaria. El motor que lleva adelante la historia es la revelación progresiva de quién es cada una de ellas en realidad y, como en un juego que persiguiera cierta simetría, la posibilidad de que las fichas se inviertan y los relatos cambien de signo, si bien el mecanismo se hace transparente y algo repetitivo a los pocos capítulos. Dead to me no es tan brillante como podría considerando el plantel de actrices y productorxs que la sustenta, pero sus fortalezas están a tono con la época: villanas que no lo son, víctimas que tampoco, la serie apuesta a la amistad femenina entre una pareja de opuestos, incluso en las circunstancias más bizarras, como centro que puede dar sentido allí donde hacen agua la pareja, la maternidad o la competencia.